Lecturas / Juan Carlos Moisés: La chica de los ojos de gata
Por Juan Carlos Moisés*.
Fui caminando un largo trecho detrás de uno de los tíos del medio. No podía alcanzar sus zancadas. Había metido las manos en los bolsillos para que el frío no me las congelara. El tío dijo que caminaba ligero para entrar más rápido en calor. Había muchas estrellas en el cielo, no había una sola nube que las tapara. El tío dijo que esa noche iba a caer una helada más brava que la de la noche anterior. Él caminaba rápido y yo lo seguía de cerca. A decir verdad, no le gustaba que yo fuera pegajoso, pero a mí siempre me encantaba ir a los lugares adonde iban ellos. Esa noche, un rato antes de la cena, no sabía adónde iba, ni me importaba. Creyó que lo iba a acompañar hasta el sauce de la entrada, pero al ver que seguí detrás de él fue terminante:
-Volvete.
La manera de mandarme hizo que me acordara de lo que le dijo al Chino, que nos seguía: ¡Vaya para la casa, perro! Como yo no era el Chino, no me volví. Al Chino le había tirado unos toscazos para que se volviera. No quería ni preguntarle adónde íbamos. En caso de haberle preguntado tampoco creo que me hubiera contestado.
Cada tanto miraba hacia atrás para ver si todavía lo estaba siguiendo. No hablaba, pero veía el aliento en forma de bocanada que salía de su boca. Ya era de noche. No sabía si seguía al tío o a la sombra del tío. Por mirar la sombra, que se agran-daba y se achicaba, no sabía por dónde íbamos. Me habría dado miedo si no hubiera ido con él o, para el caso, con cualquier otro tío. Con el Chino tampoco hubiera sentido miedo, porque él le ladraba a todo lo que no conocía. Era al revés del tío, que a lo único que le gritaba era a lo que conocía. De pronto la sombra se quedó quieta y él también se quedó quieto; me miró, el tío, no la sombra, y me dijo:
-Te quedás acá, vuelvo enseguida.
-No -dije-, voy.
-No podés venir.
-¿Por qué?
-Porque no -dijo, como si eso fuera una explicación.
Adelante había un baldío, al costado había árboles, detrás de los árboles había una casa, y más allá había otras casas, separadas por cercos de madera y tapadas a medias por algunos pinos, a donde no llegaba la luz. Miré mi sombra, para saber que también tenía una. Pensé que había sido un error ir detrás del tío, que mejor hubiera sido quedarme en la chacra. A esa hora podría haber estado con el menor cerca de la estufa a leña, rascándonos la espalda y tomando té negro en hebras con bombilla en el jarro enlosado. Me sentía un tonto, porque ahora estaba de plantón en medio de la oscuridad y no me animaba a volver caminando solo hasta la chacra. Lo único que pedía era que no desapareciera. Mientras lo pudiera ver, aunque fuera de lejos, iba a poder seguir esperando. De pie, porque no me animaba a sentarme. Otras sombras pasaban pero no eran la sombra del tío ni era mi sombra, no porque las reconociera, sino porque iban separadas de nosotros y a una sombra le cuesta separarse de su cuerpo. Me lo dijo el abuelo Blas, que la quiso echar varias veces y no pudo. Habrá tenido sus razones. No creí que fuera cierto que hay que desconfiar de la propia sombra, como decía él, viejo y zorro, como decían los tíos de él, porque si hubiera sabido que alguna de las sombras que pasaban cerca era la sombra del tío ni me habría preocupado.
Me arropaba, daba saltitos para entrar en calor. De pronto oí un chiflido Era el del medio, que llamaba a alguien pero no a mí. Lo veía a lo lejos, a medias o deformado, contra el fondo confuso de la vegetación, que era una mancha indefinida en la oscuridad. No lo vi bien, porque no podía distinguir los rasgos de su cara, pero pude identificar el perfil de su nariz inconfundible. Se movió y pude separarlo del fondo donde estaba antes. Su forma tampoco apareció completa. Podía ver sus piernas, que estaban mezcladas con las tablas del cerco, como si con todas ellas fuera a caminar. Pero veía sus hombros y su cabeza y una de sus manos, que después levantó. Mientras siguiera viendo algo de él, aunque fuera apenas una parte, iba a estar tranquilo. Después vi que se le acercó alguien, y ya no chifló más. Si mis ojos no me engañaban, era una chica. Se pusieron uno frente al otro. Parecía que hablaban, o hablaba el tío solo, porque era la única voz que oía. Aunque no la oyera, ella debía de hablar, muda no creo que fuera. A las mujeres les gusta hablar bajito cuando un hombre las mira a los ojos. Y él no le sacaba los ojos de encima. Me acerqué, por miedo o por curiosidad. O por las dos cosas, no lo sé. Caminé agachado por el costado del cerco para que no me vieran. El mismo cerco hacía de escondite. La chica era bonita. Cuando él le hablaba ella bajaba la cabeza y el pelo le caía sobre la cara. Él agarró los brazos de ella, que levantó la cabeza y dejó ver su cara, donde destellaban unos ojos achinados. Las estrellas y la luna iluminaban su cara. Él estaba de espaldas y ahí la luz no hacía mella. Lastimar no la lastimaba, porque la chica sonreía, se sonrojaba más bien, o eso creí. Él inclinaba la cara sobre la cara de ella y ella apenas la retiraba con unas risitas. Me gustaba la chica cuando hacía risitas. Me llamaron la atención sus ojos. Parecían los de una gata, aunque ella no lo era, ni yo quería que lo fuese, por el miedo a los rasguños que pudiera hacerle al tío, aunque tal vez se lo merecía. Siguió haciendo risitas, como a mí me gustaba, y yo también hice risitas, pero sin ruido, porque no quería que me descubrieran a pocos pasos de donde estaban. No hice las risitas de ella, hice las risitas mías, contagiado por las de ella. Se veía que ella no las podía evitar. Él también reía, pero con muecas. Le llevaba una cabeza de estatura. De pronto ella creció y se puso a la misma altura. Cuando me di cuenta de ese detalle pude ver que se había parado encima de una piedra grande que había al costado. Así pudo ser tan alta como él. Fue cuando vi que él metía una mano debajo del pulóver de ella. No sé lo que tocó, porque no podía ver bien. Además, tenía mis ojos fijos en sus ojos de gata. Ella volvió a reír. Él estaba haciéndole cosquillas. Las cosquillas le dieron más risitas. Él la seguía tocando para que siguiera con las risitas. Sin risitas era como si no fuera ella. A mí me gustaba que el menor en la cocina de la chacra, después de la cena, me rascara mucho la espalda, sin parar; cuando paraba me enojaba, le pedía que siguiera, y él decía Ahora te toca a vos, y cuando yo no lo rascaba él me hacía cosquillas y yo me escapaba porque no las podía aguantar, era capaz de revolcarme hasta morir en el suelo. Ella estaba quieta sobre la piedra y él la seguía tocando sin parar. Le gustaba tocar. Ella no le sacaba la mano ni nada. Le debían de gustar las cosquillas. Él no hablaba pero sus cosquillas eran como palabras. Ella entendía lo que hacían las manos de él y él entendía sus risitas. Eso era sumamente interesante. Ella hacía todo lo posible para no caerse de la piedra. Su cuerpo se movía todo a causa de las risitas. Se movía de arriba abajo. Yo estaba mudo pero me hubiera gustado decirle algunas cosas al tío para ver qué hacía la chica. No lo hice, porque él se iba a enojar y me iba a echar como al perro. Ella me gustaba. Sus ojos seguían iluminados. ¡Cómo estarían de iluminados que podía verlos en medio de la noche! Es una gata, me dije, es una gata, sólo las gatas tienen esos ojos. En la oscuridad, el tío estaba tocando a una gata. Si hasta me olvidé del frío. Hizo unas risitas hipadas y se llevó una mano a la boca; la mueca de la risita desapareció, oculta por la mano, pero no desapareció el ruido de la risita, que me seguía gustando aunque no se le viera la boca.
Alguien venía por donde ella había venido antes. La chica dio un paso atrás y la mano de él quedó en el aire. Ella perdió el equilibrio y se cayó de la piedra. Un hombre se paró frente al tío y se lo llevó para el fondo, donde no los pude ver. No lo agarró como el tío a la chica. La chica se vino hacia donde yo estaba. No sé cómo llegó pero de pronto la vi a mi lado. No dijo nada y se quedó parada sin risitas. La miré como para decirle algo sin decírselo porque no me animé. Detrás de la vegetación del cerco se oyó una voz gruesa, que no era del tío. La voz se oyó varias veces y la chica me agarró del brazo sin mirarme. Sus dedos me apretaron fuerte, nerviosos. Y cuando se hizo un silencio:
-¿Sos el sobrino? -dijo.
Moví la cabeza. Era apenas un poco más alta que yo. No me soltaba el brazo. Estaba paralizado. Ni siquiera me animaba a mirarla a los ojos. Hasta que me animé. Nunca voy a olvidarme de sus ojos. Eran los ojos de una gata. Estaba tan obsesionado con sus ojos que me olvidé que me seguía apretando el brazo, como si no quisiera soltarme. Seguía viendo sus ojos de gata aunque no la mirara, los tenía tatuados en mis ojos. Del otro lado, algo estaba pasando con el tío del medio.
-Es mi papá -dijo ella.
Pensé que del modo en que ella me agarraba el brazo hasta doler se lo había agarrado el tío. Pero yo no me iba a poner a hacer risitas. No me hubieran salido. Además, no estaba para risitas.
-Está enojado -dijo.
Volví a mirar sus ojos. Quería decirle que me hacía doler el brazo pero no me salieron las palabras. Me estiré para tratar de alcanzarla en altura. Quería que me viera tan alta como ella. Giré la cabeza para verle toda la cara de frente. Me miró con los ojos bien abiertos:
-¡El sobrino! -dijo sonriendo.
Faltó el ruido. Otro ruido vino de adelante, donde aparecieron el tío y el otro hombre. No tenía ojos de gato como su hija. No bien lo vio venir, ella se soltó de mi brazo y se fue por el caminito hacia la casa. El padre se me acercó y antes de seguir detrás de la hija pasó la mano por mi pelo.
-¡Así que sos el sobrino! -dijo.
De pronto me vi caminando de regreso a la par del tío, que no movía la cabeza para mirarme, como si tuviera la mente en otro lado. Mientras caminábamos, veía la usina y oía los motores retumbar por primera vez; veía la última calle, la primera arboleda de las chacras; abajo, las sombras tupidas; arriba, la luz de la luna. Desandamos el camino sin hablar. Él se detuvo, se dio vuelta, yo también me di vuelta para ver lo que veía él: las ventanas de la casa seguían iluminadas, alrededor no había más que oscuridad, el techo de cinc brillaba, ni un solo perro ladraba. El tío al fin me miró. Vi que su cuerpo se aflojó con la mirada y soltó una risa de desahogo. Volvió a mirarme, quizás para cerciorarse de que era yo y no una sombra. Se desahogó riendo. Hasta que dijo:
-¿Viste la cara del viejo? Gracias a que te traje la pude sacar barata.
Y enseguida, sonriendo:
-¡Gauchita la piba!, ¿no te parece?
Me fui quedando rezagado, como si perdiera fuerza. Me acordé del brazo, que comenzaba a arder. Levanté el puño del pulóver y me arremangué. A la luz de la luna miré donde la chica me había agarrado. Ahí estaban los rasguños. Eran los rasguños de una gata. Pero la sangre no había alcanzado a brotar.
-Apurate -dijo el tío, dándose vuelta y mostrando los dientes, con las solapas de la campera levantadas-, hace mucho frío.
*Juan Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, 1954) es poeta, dramaturgo y artista plástico, y uno de los autores más destacados de su generación. Publicó Poemas encontrados en un huevo (1977), Ese otro buen poema (1983), Querido mundo (1988), Animal teórico (2004), Palabras en juego (2006), Museo de varias artes (2006), Esta boca es nuestra (2009), El jugador de fútbol (2015) y Conversación con el pez (antología, 2017). En narrativa, editó Baile del artista rengo (2012). Como dramaturgo, publicó Desesperando (2008) y Pintura viva, El tragaluz y La oscuridad (2013). Como ensayista, Notas sobre poesía: Una lucha desigual con las palabras (2016). Dirigió el grupo de teatro Los comedidosmediante.
*Publicado en La velocidad de la infancia, Ediciones Espacio Hudson, 2018.