Cultura

Lecturas / Diego Angelino: Diversidad de lenguas, con una presentación de Eduardo Belgrano Rawson


Por Diego Angelino*

Sentado a la sombra de los talas, el General repasa una y otra vez el detall que le ha alcanzado su lugarteniente. Con una mano baja y sube por la columna de las cifras, mientras con la otra abanica inútilmente el aire para espantar las moscas que por un momento se alejan, revolotean y se posan de nuevo sin bajas ni demasiado miedo.

La fronda de los talas es tan densa que ningún rayo logra filtrarse en el perímetro de sombra, pero no obstante el sol rebota sobre el campo circundante y manda su reverbero contra los troncos de los árboles, contra los pertrechos, contra los entorchados del propio General. Era el calor, a la sombra, apenas si tiene un tinte más oscuro.

Y tanto es el calor que por un momento el General abandona la inútil batalla contra las moscas para desabrocharse la chaqueta, renegando por última vez de esa rígida disciplina que se ha impuesto a sí mismo. Después se echa de bruces sobre la mesa, se abandona a las moscas, se adormece.

Más allá de la ínsula de talas un vasto campo de espinillos cobija malamente a las tropas. Hay hombres que desdeñan la mediasombra mezquina de los arbustos para descansar a pleno sol, resignados o empecinados. De todos modos, más no puede caldearse el aire candente de la siesta. Pareciera no depender del sol sino de un bochorno eterno de la tierra.

Sobre el rescoldo de los fogones la carne que ha sobrado sigue asándose interminablemente. Ese día -igual en todo a los demás, pero domingo según las referencias del detalle- se ha carneado a discreción. Los perros, desganados y ahítos, arrastran todavía sobre el campo las achuras ligeramente malolientes que impregnan la atmósfera de un dulzor engañoso. Las moscas mismas lucen desconcertadas y se posan indistintamente sobre todas las cosas.

Lleva días ahí, todo ese ejército esperando al arbitrio del jefe. Una inmensa flojera parece haberse ganado sobre el campo, no solo en el ánimo de los hombres sino hasta en los pertrechos que pese al orden se ven abandonados e inútiles. Los hombres se mueven lentamente, atisban algún suceso mínimo como la deslucida pelea de dos perros por el dominio de los desperdicios. Después se despreocupan y vuelven a los naipes sobados e irreconocibles. Y nadie atiende mayormente cuando una débil columna de polvo se alza en el horizonte y viene hacia los campamentos. Sólo los centinelas la ven crecer, acercarse y llegar hasta las avanzadas. Si hubiera sido el enemigo podría haber hecho estragos.

Los ladridos continúan aun cuando el tropel se ha detenido al borde de la sombra de los talas como a las puertas de un vedado. El General despierta y descubre sobresaltado a la chusma parada frente a él como si emergiera de un sueño. En una actitud ampulosa e inútil atina a abrocharse la chaqueta ante los indios semidesnudos y desarrapados que esperan solemnes sobre los caballos.

El General se demora repasando el detall, que a esta altura conoce de memoria, y por fin mira a los indios como si los viera por primera vez. Con un gesto desganado y adusto le ordena a su segundo:

-Averiguá qué quieren.

Y regresa a los números, a los nombres y a las moscas.

El militar recorre los escasos metros de sombra y se detiene antes de entrar al campo calcinado donde los indios esperan silenciosos. El que parece portavoz está adelantado, flanqueado por los centinelas.

Después de haber atendido a la pregunta del lugarteniente, el lenguaraz se vuelve hacia otro indio. Recién entonces se destaca la figura del Principal, que no es más alto ni más grueso que los demás pero igualmente se destaca. Como si los demás giraran a su alrededor sin siquiera moverse.

Las voces guturales, los ademanes vívidos y violentos, contrastan con el sopor monótono de la tarde, la modifican y la inquietan. Por un momento, el General se desentiende de las moscas y mira censurado tanta algarabía.

El lenguaraz se adelanta de nuevo. El principal -salmodia- dice que ha venido de lejos. Que desde lejos se sabe que el General se ha alzado en armas contra los Gobiernos, que por eso han venido. Y dice el Principal que no sólo el sino toda su gente se obstina contra los Gobiernos, que siempre los han avasallado. Por eso -dice el lenguaraz que su Principal dice- han venido de lejos: para sumarse al General, para ayudarlo a ganar esta guerra.

El General no sólo ha escuchado: de un vistazo pondera la docena de lanzas, los caballos malcomidos y exhaustos, los propios jinetes que disimulan con solemnidad un cansancio de días y de lenguas, y antes de que el lugarteniente alcance a abrir la boca ya está diciendo:

-Acomódalos por ahí.

Por fin ha abandonado su detall para abocarse a la estrategia de la guerra.

Enfrascado en las supuestas marchas de los enemigos, en imaginarias evoluciones - inciertas, aleatorias-, lo sorprende su lugarteniente que entrecortado se disculpa por la insistencia de ese bruto que se empecina en ser recibido por el General, que para eso ha venido. No ningún otro, dice el militar que el lenguaraz le ha dicho, quiere que sea usted, señor, disculpe. Dice que el Principal es jefe, que también él es jefe.

Y contra las temerosas previsiones de su lugarteniente, el General estalla en una sonora carcajada que los indios corean, alborozados y gesticulantes. Después, con pasos aparatosamente lentos, atraviesa los metros de sombra que lo separan de los indios. Ahora que ellos han dejado de reír y aguardan otra vez ceremoniosos, el tintineo de las espuelas crece y se agiganta, se impone como si fuera música en la tarde quieta y bochornosa. Y una vez en el sol, los entorchados refulgen, maravillan.

El General ha llegado junto al Principal, y ha estirado la mano, a la vez magnánimo y condescendiente. Los dos se ríen, uno divertido y el otro estrepitosamente alegre. El indio, que ya ha saltado del caballo con una agilidad que no se compadece ni con su estampa ni con su cansancio, se abraza al General, lo palmotea, lo estrecha nuevamente a su rostro sucio y sudoroso.

Con ademán enérgico, disimulando apenas el asco que padece, el General se echa hacia atrás y dice al lenguaraz o a todos:

-Catingudo, tu jefe.

El lenguaraz busca inútilmente traducción, desconcertado, cuando ya el General se vuelve hacia su segundo u le insiste:

-Acomódalos por ahí.

A la mañana siguiente, poco después de diana, un sargento de intendencia trae parte para el General, y desde la puerta de la tienda vocifera que los indios han carneado una yegua.

-¿Cómo decís?- pregunta el General, no como si no hubiera comprendido sino más bien como si hubiera oído mal. De un salto está afuera de la carpa pero no atiende aun al sargento sino que se demora abrochando prolijamente las espuelas.

-Sí, Señor, la han carneado, la han degollado como si fuese un enemigo, se le han traído encima a beberle la sangre. Igual que sanguijuelas, señor. Y después la han despedazado, se la han repartido como a botín, ya se la están comiendo.

-Ah, ¿sí? -farfulla el General, mientras camina a las zancadas y sin escuchar más al sargento que continúa dando parte-. ¡De manera que así!, ¡Con que esas tenemos! ¡Ya van a ver esos señores cuantos pares son tres botas!

No tarda mucho en atravesar el monte de espinillos donde acampa la tropa. Un poco más allá, confiados casi contra la impedimenta, los indios han armado su vivac: un precario fogón junto al cual duermen y donde ahora se sancocha la carne. Las voces inconfundiblemente airadas del General los han precedido. Y sin embargo lo reciben confiados, masticando con visible placer la carne medio sanguinolenta.

El furor del General es tan intenso que no se aviene con la calma que los indios parecen ostentar. Ya antes de encarar al lenguaraz se ha quedado sin insultos, de manera que por un momento permanece torvo y silencioso. Pero cuando el propio Principal tiene el tupé de acercarse hasta él para ofrecerle un pedazo de carne, estalla:

-Dígale al Principal -le dice el mismo al Principal, sin mirar al intérprete- que yo no lo he invitado a ningún banquete. Hágale comprender -grita- que ésta es una guerra, no una fiesta. Decile a este señor que una yegua vale más que cualquiera de sus hombres. ¡Que todos juntos! -se corrige.

El principal se ha quedado indeciso; mira la carne como sopesándola, su conferencia con el lenguaraz -pausada, parca- difiere del sonoro coloquio de la víspera. No obstante, en ocasiones gesticula, señala hacia lejanas distancias. Porque han venido de muy lejos, insiste el lenguaraz, han cruzado los campos antes de vadear el gran río, han perdido en el viaje muchas yeguas como ésa -concluye el lenguaraz, señalando la carne que el Principal ha tirado a las brasas.

-¡Yo no lo invité! -se obstina el General, cuyo furor se ha desdibujado. Antes de alejarse le ordena al sargento de intendencia:

-Mantenélos a charque.

Los indios continúan masticando con monótona persistencia. De vez en cuando miran a su jefe, que no ha vuelto a comer.

Por la tarde el calor es tan intenso que las primeras nubes se confunden con el vaho que desprende la tierra y la recubre. Recién cuando los nubarrones han ocupado todo el cielo y se abomban pesadamente sobre el campo, los hombres y los animales otean la lluvia o la esperanza de la lluvia.

En un comienzo los goterones rebotan sobre la tierra sin mojarla, de tan sedienta y ávida. Pero después poco a poco, a medida que arrecia, la lluvia va encharcando, enloda los senderos y dificulta el andar de los hombres que se movilizan para cubrir las armas y los bastimentos. Ha oscurecido tan de golpe que de no mediar esos relámpagos el ejército entero sería un solo desconcierto. Las voces de mando tanto atinan como destinan, compiten con los truenos que pese a todo señorean.

Vagando por los mapas de campaña, perdido en los azares de la geografía, el General ignora la lluvia todo lo posible. Por fin, después de que el agua desdibuja la filigrana de líneas y de acotaciones, se vuelve hacia el lugarteniente para decirle inapelablemente:

-Mañana avanzaremos.

Y como corolario, el viento avienta esos mapas de intrincada logística, arremolina los papeles, los alza y los destroza contra el ramaje de los talas.

Las tropas marchan con dificultad bajo la lluvia que no cesa. Los hombres, maldormidos después de la confusa noche de preparativos, se mueven torpemente. Han entrado en un monte de algarrobos y palmas que los obliga a cerrar filas y a apretujarse en los senderos estrechos y resbaladizos. En ocasiones se repliegan, dan rodeos; pero el monte se agranda siempre, se extiende un poco más allá, parece abrazar todos los campos por delante.

Al calor de la víspera sucede un viento frío que ni la misma arboleda alcanza a contener. El viento se gana por entre las galerías de la fronda, justamente por esos estrechos corredores por donde las columnas avanzan dificultosamente, demorándose.

El propio General vuelve una y otra vez sobre la retaguardia, pero ni su presencia ni sus gritos consiguen apurar el avance de la impedimenta que es todavía más penoso.

En uno de esos viajes alcanza el ala más apartada del ejército para toparse de golpe con los indios. A esta altura de los contratiempos los había olvidado por completo, de manera que se sorprende tanto como si los estuviera descubriendo. Casi encima de los indios da un tirón brusco de las riendas y galopa hasta ubicar al sargento de la intendencia:

-¿Alguna novedad, con los crinudos?

-No, ninguna, señor. Salvo que deben tener frío, quieren que les de ropa, quieren vestirse de soldados -se ríe el militar-. Yo les he dicho que usted les va a regalar la que les saquen a los enemigos.

El General se aleja sin festejar la broma de su subordinado. No porque le desagrade sino porque no cuadra con la disciplina.

Anochece y por fin cede la lluvia, y el mismo monte afloja un tanto y se ralea, deja claros cada vez más grandes que anticipan su terminación. El General decide que allí se detendrán para hacer noche. Y pese a que las ropas chorrean agua todavía, no permite hacer fuegos: las avanzadas han visto huellas y han entrevisto movimientos. Por esa noche el rancho es charque para todos.

El monte ha hecho una última cuña sobre un campo que se abre en abanico. Hacia un lado se alzan los altos ceibos de un arroyo, mientras que por el otro lo flanquea un enorme bañado, espeso de juncos y de cortaderas.

El general observa, detenido en el vértice de la cuña. Ha hecho formar los cuadros respaldados contra la arboleda, de manera que el ejército entero se adentra como otra cuña sobre el campo. El ejército mira hacia el arroyo escudriñado por el General.

Ahí, en algún punto, o a todo lo largo del arroyo, lo está esperando el enemigo. El hecho es saber dónde. Es increíble pero la victoria, el fruto de tantos meses de preparativos y de búsquedas, depende solamente de ese hecho fortuito. De ahí que el General dude, recorra una y otra vez las formaciones con galope nervioso, se demore en cargar. El sol está bien alto, y ese calor pringoso, sobre el hambre y la espera, menoscaba a las tropas. Salvo a los indios, piensa, y entonces se ilumina. Va a mandar a buscarlos cuando decide él mismo ir hacia ellos, que a su manera están formados.

El General señala un punto vago entre los ceibos, y entre dientes murmura algo sobre el honor de ir hasta ahí como avanzada. El lenguaraz lo mira y mira hacia el arroyo y de nuevo mira al General como si no hubiera comprendido. No se decide a traducir hasta que el General desenvaina y lo insta.

El Principal escucha atentamente, y después es evidente que discuten. El lenguaraz argumenta y se niega, hasta que el propio Principal lo pecha con su caballo y lo empuja, obligándolo. El puñado de indios corta de un trote el campo.

Están a punto de alcanzar el arroyo cuando suena la primera descarga. Algunos indios caen, y los que quedan se detienen desconcertados e indecisos. Una nueva descarga los rediezma, y antes de que puedan volver grupas unos jinetes asoman desde las barrancas y los rodean.

Desde el borde del monte se ve confusamente el entrevero; apenas si se distingue que un indio consigue desprenderse y volver en una fuga desesperada. A mitad de camino se sabe que es el Principal. Un brazo le sangra y pende inerte.

-Artillería a la Congrève -comenta el General.

-Me va a costar desalojarlos -agrega, más para sí que para su segundo.

Y no ha terminado de decirlo cuando desde los pajonales del bañado surge, inesperadamente, una caballería nutrida e impetuosa. Tan grande es el desconcierto de las tropas acantonadas contra el monte, que las primeras escaramuzas se desbandan, se hunden como si se las tragara la espesura, y los hombres que quedan son empujados hacia el arroyo desde donde los barre la metralla.

Todo esto dura menos que los gritos del General, que corre tras sus hombres llamándolos e injuriándolos. El furor mismo lo enceguece y lo extravía por los vericuetos de las galerías. Adelante y atrás, a derecha y a izquierda, resuena cada tanto la fusilería que sin duda se ensaña con los rezagados. Solo y perdido, al borde casi de las lágrimas por la tremenda ofuscación que no le deja, topa de sopetón con una partida de tres hombres que se abalanza y carga contra él.

El General contiene a uno de un sablazo certero, pero los otros lo desbordan y lo desmontan en el tremendo encontronazo. Sin saber cómo se encuentra desarmado, caído en tierra y a merced de esos hombres. No es miedo lo que siente sino, en todo caso, el desdoro de morir derrotado. Sobre todo porque los enemigos se demoran en consumar la muerte.

Y tanto se demoran y confían, que ni siquiera alcanzan a entrever a ese indio que sigilosamente avanza por detrás, se acerca y los lancea.

El General tarda un momento en reponerse, y después estalla en una risa estentórea que desdeña hasta la cercanía de los enemigos.

- ¡Quién iba a suponer! -le dice al indio para sí.

- ¡Quién iba a imaginar! -le insiste.

Pero el indio no escucha o no lo entiende. Con verdadera parsimonia desprende la lanza del último cadáver, la sopesa, la aferra, se vuelve contra el General que súbitamente deja de reír.

*Este texto apareció por primera vez en la revista Puro Cuento, número 6, 1987. Luego se publicó en la antología "La otra realidad" (Desde la gente-IMFC, 1994) y finalmente en el libro de Diego Angelino "Escrituras" (Ediciones Espacio Hudson-El Extremo Sur, 2011).

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ANGELINO POR EDUARDO BELGRANO RAWSON

Por Eduardo Belgrano Rawson

Este hombre que viene manejando un camión desde la Patagonia es un contador de historias, pero tal vez haya perdido la cuenta de los años que llevaba sin publicar -decía que lo pasaba mejor leyendo los libros de los demás-. Entre tanto, no paró de acarrear los tulipanes que criaba con sus propias manos en el vivero Tierra Baldía.

Había sido premiado por Borges, y Nicolás Sarquis rodó una de sus historias: "Bajo la Luna, sobre la Tierra, bajo la Noche". Con Graciela Borges. A cierta altura, Juanele Ortiz, entrerriano como él, ya lo consideraba uno de los grandes cuentistas argentinos, aunque nadie le podrá arrancar a Angelino una palabra al respecto.

A algunos de estos relatos debe haberlos urdido durante sus travesías frente al volante; otros, sobre una playa cercana a los trópicos donde pasa los inviernos patagónicos. El resto, quién sabe dónde.

Pero todos conservan la magia de aquella novela que el jurado del Premio América Latina (Cortázar, Roa Bastos, Onetti, Walsh) recomendó calurosamente y que Diego Angelino resolvió no publicar.

A sus lectores nos gustaría disfrutar más seguido de sus relatos, que incluyen desde las tramas urdidas en sus noches de camionero hasta uno de los últimos, escrito en Boissucanga, frente al mar de Brasil.

EDUARDO BELGRANO RAWSON

*Diego Angelino (1944) nació en Entre Ríos y reside en la Patagonia desde 1964. Es uno de los grandes narradores argentinos. Publicó las novelas Sobre la tierra (1979) -llevada al cine por Nicolás Sarquis en 1998-, Recordando en el viento (1983), El bumerang vuelve al cazador (2017, finalista del Premio Herralde) y Al país de las guerras (2019); y los libros de cuentos Antes de que amanezca -primer premio La Nación con un jurado integrado por Borges, Bioy Casares y Mallea; publicado bajo el título Con otro sol- y Escrituras (2011), que apareció en Espacio Hudson (espaciohudson.com) tras un largo silencio editorial del autor. Su novela Al sur del sur (1973) fue recomendada por el jurado del Premio América Latina (La Opinión-Sudamericana) con Cortázar, Onetti, Roa Bastos y Walsh como jurados.