¿Quiénes eran y qué hacían los peuquenes o genios de la montaña?Por Adrián Moyano
160 años atrás, la expedición que lideraba Guillermo Cox aguardaba que los carpinteros finalizaran una embarcación para cruzar el Nahuel Huapi. Mientras, se contaban historias.
Cuando amaneció el 1º de enero de 1863, Guillermo Cox y los hombres que integraban su expedición todavía estaban en Puerto Blest. Aguardaban que los carpinteros del grupo terminaran de construir la embarcación con que aspiraban llegar a Carmen de Patagones. Un tanto aburrido, el jefe de la partida arrimó al vivac de sus empleados para pasar el tiempo y allí escuchó historias sobre unos seres tan curiosos como libertinos.
Vayamos a su testimonio: "Como estábamos en el primer día del año, a falta de otras diversiones, y no teniendo en la vecindad ninguna bella a quien poder ofrecer, como es la moda, nuestra fotografía, fuimos (su ayudante) Lenglier y yo al vivaque de la gente. Uno de los peones que habían trabajado mucho tiempo como maderero refería muchas cosas muy interesantes de los peuquenes o genios de la montaña", interpretó el médico.
Quizás haga falta recapitular. El 7 de diciembre de 1862 había partido de Puerto Montt una expedición que se proponía cruzar la cordillera por el antiguo Camino de las Lagunas -Cruce Andino, según la terminología turística de hoy-, navegar el Nahuel Huapi, encontrar el Limay y arribar al Atlántico por vía fluvial. El intento se frustró porque, un mes después, aquella embarcación que 160 años atrás estaba en construcción se hizo añicos en los rápidos del río.
La aventura de Cox estuvo lejos de finalizar después del naufragio. Los frustrados navegantes solo sufrieron unas mojaduras y la pérdida de las reservas alimentarias que transportaban, pero enseguida fueron avistados por la gente del lonco Paillacán, que reaccionó airadamente ante los intrusos. Para aplacar su ira, el viajero debió ir a Valdivia y retornar con ciertos pedidos de la autoridad mapuche, pero, aunque igual de fascinante, esa es otra historia.
"Los peuquenes son unos hombrecitos que llevan vestidos hechos con hojas de avellano, con costuras o sin costuras, el cronista no nos dice nada a este respecto, no nos dice tampoco si son impermeables o no", ironiza el texto de Cox, respecto del peón que contó la historia. "Estos pequeños leñadores tiene un sombrero de corteza, un hacha y su mango, hechos de palo de avellano; es el avellano que da todo el material del vestido, como la hoja de parra lo dio a nuestros primeros padres", comparó el autor del diario, de ascendencia galesa.
Pero nada que ver con Adán y Eva. "Lo pasa el peuquen, paseándose en el bosque, derribando árboles con sólo un golpe de su hacha de palo, no para alimentar su fuego, porque, como veremos más tarde, le gusta el peuquen calentarse en el fuego del vecino. Lo que hay es que el peuquen derriba árboles, y como muchos honrados chilotes se ocupan en eso, sucede que el peuquen encuentra colegas".
De más está decir que buena parte de la partida de Cox se integraba precisamente, con gente de Chiloé. "Pero ¡ay de estos últimos si tienen la desgracia de volver la cara para examinar al peuquen! Se quedan con la cabeza torcida hasta el fin de su vida. Luego no es bueno ser demasiado curioso ni tampoco volver la cara cuando se oyen hachazos en los bosques", interpretó Cox. Puede encontrarse cierta similitud con la fisonomía que se asigna popularmente al trauco.
El viajero encontró de particular interés aquel relato, porque era funcional a sus intereses. "¡Qué útil historia! Si yo tuviera una explotación de alerces alrededor de la Colonia (se refería a Llanquihue), la haría imprimir a mi costa con grandes caracteres a fin de que todos pudiesen leerla, niños y grandes, madereros e hijos de madereros, desde el abuelo hasta el nieto, y una vez que la supiesen de memoria, estoy convencido de que, al fin del año, haciendo la suma de los árboles derribados en 365 días y 366 por los años bisiestos, hallaría un aumento notable sobre los años en que nuestros madereros no estaban penetrados del peligro que hay en volver la cara al oír hachazos en la vecindad y de la poca ventaja que se saca con ver al peuquen".
La redacción es un tanto confusa, pero se entiende que Cox se molestaba ante las miradas indiscretas que debió encontrar al talar de más en bosques varias veces milenarios, molestia que debió ser común entre los colonos de origen europeo que para 1863, recién llegaban al sur de Chile. 160 años más tarde, del otro lado de la cordillera, poco queda de aquellas frondas tan inmensas como misteriosas. Y de aquellos genios de la montaña, ni noticias.
¿Cómo alejar a los peuquenes de las mujeres queridas?
160 años atrás, en Puerto Blest, se contaron historias sobre extraños seres que, filtros mediante, se convertían en amantes, obviamente indeseables, para los pobres peones del bosque.
Los peuquenes, pequeños "hombrecitos" que se vestían con hojas de avellano y que señoreaban en los bosques, no solo tenían poderes sobre aquellas miradas indiscretas que inquirían sobre el origen de tal o cual hachazo. Además, tenían predilección por mujeres ajenas, aunque la antigua sabiduría popular supo acuñar remedios para alejarlos de las camas que visitaban demasiado seguido.
El 1º de enero de 1863, Guillermo Cox y los demás integrantes de la expedición escucharon relatos sobre los peuquenes y sus particulares costumbres, de boca de un leñador, evidentemente oriundo de Chiloé. La narración circuló 160 años atrás en Puerto Blest, mientras el grupo aguardaba que los carpinteros finalizaran la embarcación con la que aspiraban a llegar a Carmen de Patagones, luego de atravesar el Nahuel Huapi, el Limay y el río Negro.
El expedicionario reprodujo con humor y picardía el relato que ese día compartió su peón. "He conocido, o al menos mi abuelo, dice (el narrador), ha conocido a una honrada pareja, cuya paz fue turbada por un peuquen". En efecto, "el peuquen había, tal vez, encantado por medio de algún filtro a una donosa chilota, casada con un honrado maderero, y venía ilegalmente a tomar parte en el fuego y en el lecho nupcial a vista y paciencia del marido, que, embebido en las creencias generales del país, no se atrevía ni a moverse, tampoco a respirar temiendo encontrar la mirada penetrante y tan funesta del brujito", introdujo.
Es que, si alguien doblaba el cuello para seguir con su mirada a un peuquen, quedaba torcido para el resto de la vida, en forma similar a los poderes que se asignaban al trauco. Por las dudas, aclaremos que por "maderero" no hay que imaginarse a un empresario forestal, sino más bien a un humilde peón que tenía el hacha como principal herramienta. "Grandes eran, pues, las confusiones del pobre hombre, ya hacía un mes que el peuquen venía sin pudor ni vergüenza a entregarse a sus amorosos pasatiempos y era tanto, que, al fin la familia podía muy bien aumentarse con un vástago que no habría sido sino medio chilote", especulaba el relato. Claro, los peuquenes no eran humanos.
En consecuencia, "a grandes males, grandes remedios, dijo el buen hombre y se fue a contar sus penas al capuchino, cura de su parroquia, que había heredado, junto con la larga barba, distintiva de su orden, el humor alegre de sus antecesores", añadió Cox, que había nacido en Chile, pero tenía mayores galeses. "El capuchino aconsejó al chilote que ungiese todo el cuerpo de su mujer con cebollas y ajos, y que le sirviese una comida que tuviera muchas de estas legumbres (sic)".
Con decisión, "el chilote ejecutó tan puntualmente la receta, que después de comer ni a diez pasos de la mujer se hubiera visto revolotear una mosca, y a la noche cuando vino el peuquen para celebrar sus orgías acostumbradas, se sintió tan apestado, que se puso a vomitar imprecaciones contra la mujer y contra el marido, el cual las escuchaba con los ojos cerrados". Hay que recordar que si las miradas se cruzaban, el hombre quedaba tieso de por vida.
El peuquen estaba comprensiblemente enojado: "Le dijo a este las injurias más grandes llamándole chilote, comilón de papas; al fin, de rabia se fue y no volvió más. El bueno del marido pudo entonces vivir tranquilo, pero algunos meses después la mujer dio a luz un pequeño ser muy singular; en vez del cutis que tienen todos los cristianos, este, al nacer, tenía corteza de avellano; era, evidentemente, el hijo del peuquen".
No obstante, "el buen maderero se consoló pronto, porque al fin ya no venía más el peuquen, y cumpliendo con sus deberes conyugales, nueve meses más tarde la mujer dio a luz otra criatura; esta vez no era ya un pequeño monstruo, como el otro, sino un niño gordote, que al nacer gritaba: papas, papas. Este sí que era bien chilote; y chilote hasta la punta de las uñas, el grito ese lo denunciaba", festeja la narración de Cox.
Hombre culto, el viajero encontró cierto paralelismo entre el cuento de su peón y las creaciones de Charles Nodier, un escritor francés que había muerto 20 años antes, después de elaborar una vasta obra. De más está decir que el narrador de Chiloé nada sabía sobre el literato europeo. De peuquenes insaciables, ajos, cebollas y mujeres se habló 160 años atrás, un día como hoy, en los bosques de Puerto Blest.
Fuente: El Cordillerano
Por Adrián Moyano
160 años atrás, la expedición que lideraba Guillermo Cox aguardaba que los carpinteros finalizaran una embarcación para cruzar el Nahuel Huapi. Mientras, se contaban historias.
Cuando amaneció el 1º de enero de 1863, Guillermo Cox y los hombres que integraban su expedición todavía estaban en Puerto Blest. Aguardaban que los carpinteros del grupo terminaran de construir la embarcación con que aspiraban llegar a Carmen de Patagones. Un tanto aburrido, el jefe de la partida arrimó al vivac de sus empleados para pasar el tiempo y allí escuchó historias sobre unos seres tan curiosos como libertinos.
Vayamos a su testimonio: "Como estábamos en el primer día del año, a falta de otras diversiones, y no teniendo en la vecindad ninguna bella a quien poder ofrecer, como es la moda, nuestra fotografía, fuimos (su ayudante) Lenglier y yo al vivaque de la gente. Uno de los peones que habían trabajado mucho tiempo como maderero refería muchas cosas muy interesantes de los peuquenes o genios de la montaña", interpretó el médico.
Quizás haga falta recapitular. El 7 de diciembre de 1862 había partido de Puerto Montt una expedición que se proponía cruzar la cordillera por el antiguo Camino de las Lagunas -Cruce Andino, según la terminología turística de hoy-, navegar el Nahuel Huapi, encontrar el Limay y arribar al Atlántico por vía fluvial. El intento se frustró porque, un mes después, aquella embarcación que 160 años atrás estaba en construcción se hizo añicos en los rápidos del río.
La aventura de Cox estuvo lejos de finalizar después del naufragio. Los frustrados navegantes solo sufrieron unas mojaduras y la pérdida de las reservas alimentarias que transportaban, pero enseguida fueron avistados por la gente del lonco Paillacán, que reaccionó airadamente ante los intrusos. Para aplacar su ira, el viajero debió ir a Valdivia y retornar con ciertos pedidos de la autoridad mapuche, pero, aunque igual de fascinante, esa es otra historia.
"Los peuquenes son unos hombrecitos que llevan vestidos hechos con hojas de avellano, con costuras o sin costuras, el cronista no nos dice nada a este respecto, no nos dice tampoco si son impermeables o no", ironiza el texto de Cox, respecto del peón que contó la historia. "Estos pequeños leñadores tiene un sombrero de corteza, un hacha y su mango, hechos de palo de avellano; es el avellano que da todo el material del vestido, como la hoja de parra lo dio a nuestros primeros padres", comparó el autor del diario, de ascendencia galesa.
Pero nada que ver con Adán y Eva. "Lo pasa el peuquen, paseándose en el bosque, derribando árboles con sólo un golpe de su hacha de palo, no para alimentar su fuego, porque, como veremos más tarde, le gusta el peuquen calentarse en el fuego del vecino. Lo que hay es que el peuquen derriba árboles, y como muchos honrados chilotes se ocupan en eso, sucede que el peuquen encuentra colegas".
De más está decir que buena parte de la partida de Cox se integraba precisamente, con gente de Chiloé. "Pero ¡ay de estos últimos si tienen la desgracia de volver la cara para examinar al peuquen! Se quedan con la cabeza torcida hasta el fin de su vida. Luego no es bueno ser demasiado curioso ni tampoco volver la cara cuando se oyen hachazos en los bosques", interpretó Cox. Puede encontrarse cierta similitud con la fisonomía que se asigna popularmente al trauco.
El viajero encontró de particular interés aquel relato, porque era funcional a sus intereses. "¡Qué útil historia! Si yo tuviera una explotación de alerces alrededor de la Colonia (se refería a Llanquihue), la haría imprimir a mi costa con grandes caracteres a fin de que todos pudiesen leerla, niños y grandes, madereros e hijos de madereros, desde el abuelo hasta el nieto, y una vez que la supiesen de memoria, estoy convencido de que, al fin del año, haciendo la suma de los árboles derribados en 365 días y 366 por los años bisiestos, hallaría un aumento notable sobre los años en que nuestros madereros no estaban penetrados del peligro que hay en volver la cara al oír hachazos en la vecindad y de la poca ventaja que se saca con ver al peuquen".
La redacción es un tanto confusa, pero se entiende que Cox se molestaba ante las miradas indiscretas que debió encontrar al talar de más en bosques varias veces milenarios, molestia que debió ser común entre los colonos de origen europeo que para 1863, recién llegaban al sur de Chile. 160 años más tarde, del otro lado de la cordillera, poco queda de aquellas frondas tan inmensas como misteriosas. Y de aquellos genios de la montaña, ni noticias.
¿Cómo alejar a los peuquenes de las mujeres queridas?
160 años atrás, en Puerto Blest, se contaron historias sobre extraños seres que, filtros mediante, se convertían en amantes, obviamente indeseables, para los pobres peones del bosque.
Los peuquenes, pequeños "hombrecitos" que se vestían con hojas de avellano y que señoreaban en los bosques, no solo tenían poderes sobre aquellas miradas indiscretas que inquirían sobre el origen de tal o cual hachazo. Además, tenían predilección por mujeres ajenas, aunque la antigua sabiduría popular supo acuñar remedios para alejarlos de las camas que visitaban demasiado seguido.
El 1º de enero de 1863, Guillermo Cox y los demás integrantes de la expedición escucharon relatos sobre los peuquenes y sus particulares costumbres, de boca de un leñador, evidentemente oriundo de Chiloé. La narración circuló 160 años atrás en Puerto Blest, mientras el grupo aguardaba que los carpinteros finalizaran la embarcación con la que aspiraban a llegar a Carmen de Patagones, luego de atravesar el Nahuel Huapi, el Limay y el río Negro.
El expedicionario reprodujo con humor y picardía el relato que ese día compartió su peón. "He conocido, o al menos mi abuelo, dice (el narrador), ha conocido a una honrada pareja, cuya paz fue turbada por un peuquen". En efecto, "el peuquen había, tal vez, encantado por medio de algún filtro a una donosa chilota, casada con un honrado maderero, y venía ilegalmente a tomar parte en el fuego y en el lecho nupcial a vista y paciencia del marido, que, embebido en las creencias generales del país, no se atrevía ni a moverse, tampoco a respirar temiendo encontrar la mirada penetrante y tan funesta del brujito", introdujo.
Es que, si alguien doblaba el cuello para seguir con su mirada a un peuquen, quedaba torcido para el resto de la vida, en forma similar a los poderes que se asignaban al trauco. Por las dudas, aclaremos que por "maderero" no hay que imaginarse a un empresario forestal, sino más bien a un humilde peón que tenía el hacha como principal herramienta. "Grandes eran, pues, las confusiones del pobre hombre, ya hacía un mes que el peuquen venía sin pudor ni vergüenza a entregarse a sus amorosos pasatiempos y era tanto, que, al fin la familia podía muy bien aumentarse con un vástago que no habría sido sino medio chilote", especulaba el relato. Claro, los peuquenes no eran humanos.
En consecuencia, "a grandes males, grandes remedios, dijo el buen hombre y se fue a contar sus penas al capuchino, cura de su parroquia, que había heredado, junto con la larga barba, distintiva de su orden, el humor alegre de sus antecesores", añadió Cox, que había nacido en Chile, pero tenía mayores galeses. "El capuchino aconsejó al chilote que ungiese todo el cuerpo de su mujer con cebollas y ajos, y que le sirviese una comida que tuviera muchas de estas legumbres (sic)".
Con decisión, "el chilote ejecutó tan puntualmente la receta, que después de comer ni a diez pasos de la mujer se hubiera visto revolotear una mosca, y a la noche cuando vino el peuquen para celebrar sus orgías acostumbradas, se sintió tan apestado, que se puso a vomitar imprecaciones contra la mujer y contra el marido, el cual las escuchaba con los ojos cerrados". Hay que recordar que si las miradas se cruzaban, el hombre quedaba tieso de por vida.
El peuquen estaba comprensiblemente enojado: "Le dijo a este las injurias más grandes llamándole chilote, comilón de papas; al fin, de rabia se fue y no volvió más. El bueno del marido pudo entonces vivir tranquilo, pero algunos meses después la mujer dio a luz un pequeño ser muy singular; en vez del cutis que tienen todos los cristianos, este, al nacer, tenía corteza de avellano; era, evidentemente, el hijo del peuquen".
No obstante, "el buen maderero se consoló pronto, porque al fin ya no venía más el peuquen, y cumpliendo con sus deberes conyugales, nueve meses más tarde la mujer dio a luz otra criatura; esta vez no era ya un pequeño monstruo, como el otro, sino un niño gordote, que al nacer gritaba: papas, papas. Este sí que era bien chilote; y chilote hasta la punta de las uñas, el grito ese lo denunciaba", festeja la narración de Cox.
Hombre culto, el viajero encontró cierto paralelismo entre el cuento de su peón y las creaciones de Charles Nodier, un escritor francés que había muerto 20 años antes, después de elaborar una vasta obra. De más está decir que el narrador de Chiloé nada sabía sobre el literato europeo. De peuquenes insaciables, ajos, cebollas y mujeres se habló 160 años atrás, un día como hoy, en los bosques de Puerto Blest.
Fuente: El Cordillerano