Las tristes historias que dejó la esclavización de la conquista del desierto«Las historias tristes no siempre son -o pueden ser- recontadas. Ellas suelen ser evocadas a través de los relatos sobre el regreso, aquellos que comienzan en el momento en que alguna mujer de la familia escapa del cautiverio y retorna a su casa. Las imágenes «tristes» del pasado no se encuentran tanto en el sentido literal de las historias, sino en los silencios que los «ngütram» o «historias verdaderas» construyen. Las imágenes precisas del pasado no residen sólo en lo dicho, sino también en lo que no hace falta decir (...).
En los círculos mapuches donde estas historias han circulado a través de las generaciones, los silencios no están vacíos y crean su propia historicidad sobre la llamada «conquista del desierto» (...).
En contexto de denuncia, algunos pobladores (...) deciden transformar en palabras los silencios compartidos en «las historias tristes» de sus familias. Éstas tratan, principalmente, sobre los años de encierro que sus abuelos y abuelas pasaron en los campos de concentración donde el Estado nacional los fue confinando después del sometimiento.
Los hechos implícitos en los relatos del regreso reconstruye un contexto histórico de represión y violencia física pocas veces mencionado en las historias oficiales. Gran parte de los pobladores mapuches y tehuelches han escuchado de sus padres y abuelos las historias testimoniales sobre los campos de concentración, las deportaciones forzadas, la desintegración de las familias y la explotación esclava de la fuerza de trabajo indígena (...).
En la memoria está el recuerdo de los traslados a pie atados detrás de los caballos militares, el cansancio y la imposibilidad de detener la marcha porque serían castigados, la tristeza de ver que los parientes se morían en el trayecto, eran abandonados; el recuerdo de los tiempos de encierro, del hambre, de las «pilas de muertos» que debían enterrar, de los castigos físicos y las burlas... pero también de cómo algunas madres evitaron separarse de sus hijos escondiéndolos entre sus ropas o cómo algunos otros lograban sortear la vigilancia haciéndose pasar por muertos para escaparse después.
Mauricio Fermín de Vuelta de Río (Cushamen),(...) considera que la historia nacional ha omitido precisamente los acontecimientos que ellos nunca han podido olvidar. Sus antepasados recordaban que, después de «entregarse al ejército», eran tomados como cautivos y «los llevaban a pata, y al que se cansaba lo mataban ahí nomás y listo, a los chiquillos los ponían a asar como un cordero y los dejaban ahí plantados». Su abuela tenía 13 años cuando la llevaron con la madre y el hermano de ella, Leudosio Lienlián, a los campos de concentración junto con la «tribu de Ñancuche» («una época triste»). Ella contaba que tenían que cavar zanjas en la tierra para enterrar a la gente que allí moría. Fermín cree que fue un tiempo después que a su abuela la trasladaron a los cuarteles de Buenos Aires, donde la «pusieron a hacer harina». Allí, donde estaban encerrados, pasaban mucha miseria y, para sobrevivir, robaban harina atando bolsitas en el cuerpo de los niños con el fin de pasar las pesquisas. Los militares hacían guardias y, en ocasiones, los «sacaban a caminar fuera de los cuarteles». En estos años de trabajo hemos constatado que distintas personas y en lugares diferentes han recibido de sus antepasados fragmentos e imágenes de una historia que nunca ha sido escuchada, retomada ni respondida en las versiones hegemónicas de pasado.
Dos particularidades de género, en el contenido y la forma, caracterizan a estas «performances». Por un lado, la asociación del sufrimiento con la experiencia femenina (...). Incluso la protagonista del relato generalmente es una mujer. Por otro lado, y en la misma dirección, la fórmula «sabía llorar la abuelita cuando contaba...» -que se repite en diferentes contextos de ejecución- inscribe la narrativa en la transmisión de estos conocimientos del pasado por vía femenina, aun cuando los narradores hayan sido o sean hombres. En este contexto adquieren sentido las palabras de un dirigente mapuche cuando expresaba que él había heredado de la familia de su madre las historias tristes de su linaje.
«Ahí es donde lo llevaban, lo llevaban. Dice que veía gente, que enfermaban las mujeres que tenían criatura, dice que les cortaban la cabeza. Una galleta dice que le daban por semana, si comió alcanzaba un cachito y si no... te morías por ahí nomás... sabía llorar mi pobre abuelita, yo me crié con mi abuelita... me conversaba... sabía llorar y, después que lloraba bastante, seguía conversando» (Futa Huao 2004).
«Porque mi abuela fue... se escapó de una... adónde... no sé de adónde es que vino... ¡Qué! sabía conversar y sabía llorar mi abuelita, yo sabía poner atención. Mi abuela lloraba cuando se acordaba. Lo llevaron, ella se escapó de ahí... Ahí se salvó mi madre, salvaron mi madre...» (Cushamen 2003).
En tanto estas historias fueron narradas por aquellos antepasados que lograron escapar o resistir, ellas se enmarcan en la figura del «regreso». Es decir, el reencuentro con sus parientes o la constitución de un nuevo grupo de pertenencia que, en todos los casos, implica el retorno «a casa».
Veamos, entonces, una de las tantas historias sobre el regreso que circulan entre las personas mapuches y tehuelches de la Patagonia. El retorno de la mujer cautiva (generalmente la abuela o una pariente) es tratado poéticamente en una conocida narrativa tradicional: el «Nawel Ngütram» (Historia del Tigre), cuyo texto ha sido escuchado a ambos lados de los Andes desde el siglo XIX. Cuando la conversación gira en torno a los tiempos tristes de persecución y encierro, distintas versione del Nawel Ngütram actualizan las experiencias colectivas de los antiguos. Mauricio Fermín nos contaba:
«Triste, sí (...) Mi abuela sufrió mucho. Cuando ella vino. Se entregaron los viejos de ella y lo llevaron a Buenos Aires, se entregó porque dicen que lo mataban ahí nomás. Entonces ella después vino, no sé si vino al año o año y medio. Creo que estuvo ahí un año y medio parece que estuvo ahí. Prisionero de Roca (...) Entonces por eso mi abuela disparó de allá de la guerra, se escapó... donde estaban todos los compañeros muriendo, y ella se salvó, dejaron heridas pero se salvó. Dice que como vio que se retiraban un poco los que andaban matando gente, dice que se rodó para allá para el lado de un zanjoncito, hecho un canalcito, y se metió ahí. Fue rodando, fue rodando... y después... al rato... aparecieron de vuelta, porque la iban a matar. Entonces dice que venían recorriendo, encontrando otros muertos, como diez muertos ¿vio? Y ella calladita nomás, calladita, dice. Pero quería ir para el pueblo de los otros parientes que tenía, entonces dice que había salido como tres leguas de donde la habían atropellado... de repente cuando apareció el tigre. Y ése, dijo ella, este bicho es bueno, entonces le empezó a hacer rogativas y... lo quedaron mirando así el tigre, porque lloraba así con la manito, como ser humano, después entonces siguió el viaje... Dice que le dijo «yo estoy de viaje». Dice que el tigre le hacía señas que vaya yendo nomás, y ella lo acompañó, de que eso debe ser así, y se fue con el tigre a la par, no cerca pero iba a la par. Y después que llegaron a un lugar, ya habían salido lejos, como diez leguas o veinte leguas de donde se encontraron, oyeron un bramido y encontraron el animal ése (un toro salvaje o «chïpey toro»). Bajaron un y valle y había uno de esos animales salvajes, entonces de ahí se subió a un palo blanco. El toro que empezó a escarbar el árbol , con las manos así, daba vuelta en el árbol y de repente que se empezó a mover el árbol «bueno, ahora estoy lista», pensó ella. Y el tigre estaba muy echadito... y de repente estiró los brazos, estiró bien, y pasó el rasguño entre la piedra, para afilar las uñas, y se vino despacito, atrás de animal, y se vino despacito, despacito, dice que se vino, cuando se acercó un poco dice que pegó el salto y le rajó la panza al animal. Y dice que lo miraba desde arriba la compañera. Como lo estaba mirando le dijo que bajara y que comiera algo, y ella bajó a comer. Dice que no pudo... como era todo grasa, pura grasa era el animal. Y se fue comió un poco y se fue... ahí estaba el compadre. Llegaron donde están los parientes de ella, dice que desapareció el compañero, no lo vio más. Ahí llegó. Éste vino una legua, dos leguas nomás, no lo encontró más. Y cuando llegó ya dice que se quedó toda estropeada. Y cómo te salvaste, dice que le dijeron los hombres. «Yo rodé por un canalcito que existía y pasaron lo de la matanza y no me vieron nada», y se salvó. (Mauricio Fermín 2004)».
Fuente: Los Pliegues del Linaje. Ana María Ramos.
Fotografía: Hija del lonko Sayeñanku prisionera en los cuarteles de regimiento El Tigre, Buenos Aires (?), ca. 1885.
Del fb de Wangu Len
Fuente: Resumen Latinoamericano
«Las historias tristes no siempre son -o pueden ser- recontadas. Ellas suelen ser evocadas a través de los relatos sobre el regreso, aquellos que comienzan en el momento en que alguna mujer de la familia escapa del cautiverio y retorna a su casa. Las imágenes «tristes» del pasado no se encuentran tanto en el sentido literal de las historias, sino en los silencios que los «ngütram» o «historias verdaderas» construyen. Las imágenes precisas del pasado no residen sólo en lo dicho, sino también en lo que no hace falta decir (...).
En los círculos mapuches donde estas historias han circulado a través de las generaciones, los silencios no están vacíos y crean su propia historicidad sobre la llamada «conquista del desierto» (...).
En contexto de denuncia, algunos pobladores (...) deciden transformar en palabras los silencios compartidos en «las historias tristes» de sus familias. Éstas tratan, principalmente, sobre los años de encierro que sus abuelos y abuelas pasaron en los campos de concentración donde el Estado nacional los fue confinando después del sometimiento.
Los hechos implícitos en los relatos del regreso reconstruye un contexto histórico de represión y violencia física pocas veces mencionado en las historias oficiales. Gran parte de los pobladores mapuches y tehuelches han escuchado de sus padres y abuelos las historias testimoniales sobre los campos de concentración, las deportaciones forzadas, la desintegración de las familias y la explotación esclava de la fuerza de trabajo indígena (...).
En la memoria está el recuerdo de los traslados a pie atados detrás de los caballos militares, el cansancio y la imposibilidad de detener la marcha porque serían castigados, la tristeza de ver que los parientes se morían en el trayecto, eran abandonados; el recuerdo de los tiempos de encierro, del hambre, de las «pilas de muertos» que debían enterrar, de los castigos físicos y las burlas... pero también de cómo algunas madres evitaron separarse de sus hijos escondiéndolos entre sus ropas o cómo algunos otros lograban sortear la vigilancia haciéndose pasar por muertos para escaparse después.
Mauricio Fermín de Vuelta de Río (Cushamen),(...) considera que la historia nacional ha omitido precisamente los acontecimientos que ellos nunca han podido olvidar. Sus antepasados recordaban que, después de «entregarse al ejército», eran tomados como cautivos y «los llevaban a pata, y al que se cansaba lo mataban ahí nomás y listo, a los chiquillos los ponían a asar como un cordero y los dejaban ahí plantados». Su abuela tenía 13 años cuando la llevaron con la madre y el hermano de ella, Leudosio Lienlián, a los campos de concentración junto con la «tribu de Ñancuche» («una época triste»). Ella contaba que tenían que cavar zanjas en la tierra para enterrar a la gente que allí moría. Fermín cree que fue un tiempo después que a su abuela la trasladaron a los cuarteles de Buenos Aires, donde la «pusieron a hacer harina». Allí, donde estaban encerrados, pasaban mucha miseria y, para sobrevivir, robaban harina atando bolsitas en el cuerpo de los niños con el fin de pasar las pesquisas. Los militares hacían guardias y, en ocasiones, los «sacaban a caminar fuera de los cuarteles». En estos años de trabajo hemos constatado que distintas personas y en lugares diferentes han recibido de sus antepasados fragmentos e imágenes de una historia que nunca ha sido escuchada, retomada ni respondida en las versiones hegemónicas de pasado.
Dos particularidades de género, en el contenido y la forma, caracterizan a estas «performances». Por un lado, la asociación del sufrimiento con la experiencia femenina (...). Incluso la protagonista del relato generalmente es una mujer. Por otro lado, y en la misma dirección, la fórmula «sabía llorar la abuelita cuando contaba...» -que se repite en diferentes contextos de ejecución- inscribe la narrativa en la transmisión de estos conocimientos del pasado por vía femenina, aun cuando los narradores hayan sido o sean hombres. En este contexto adquieren sentido las palabras de un dirigente mapuche cuando expresaba que él había heredado de la familia de su madre las historias tristes de su linaje.
«Ahí es donde lo llevaban, lo llevaban. Dice que veía gente, que enfermaban las mujeres que tenían criatura, dice que les cortaban la cabeza. Una galleta dice que le daban por semana, si comió alcanzaba un cachito y si no... te morías por ahí nomás... sabía llorar mi pobre abuelita, yo me crié con mi abuelita... me conversaba... sabía llorar y, después que lloraba bastante, seguía conversando» (Futa Huao 2004).
«Porque mi abuela fue... se escapó de una... adónde... no sé de adónde es que vino... ¡Qué! sabía conversar y sabía llorar mi abuelita, yo sabía poner atención. Mi abuela lloraba cuando se acordaba. Lo llevaron, ella se escapó de ahí... Ahí se salvó mi madre, salvaron mi madre...» (Cushamen 2003).
En tanto estas historias fueron narradas por aquellos antepasados que lograron escapar o resistir, ellas se enmarcan en la figura del «regreso». Es decir, el reencuentro con sus parientes o la constitución de un nuevo grupo de pertenencia que, en todos los casos, implica el retorno «a casa».
Veamos, entonces, una de las tantas historias sobre el regreso que circulan entre las personas mapuches y tehuelches de la Patagonia. El retorno de la mujer cautiva (generalmente la abuela o una pariente) es tratado poéticamente en una conocida narrativa tradicional: el «Nawel Ngütram» (Historia del Tigre), cuyo texto ha sido escuchado a ambos lados de los Andes desde el siglo XIX. Cuando la conversación gira en torno a los tiempos tristes de persecución y encierro, distintas versione del Nawel Ngütram actualizan las experiencias colectivas de los antiguos. Mauricio Fermín nos contaba:
«Triste, sí (...) Mi abuela sufrió mucho. Cuando ella vino. Se entregaron los viejos de ella y lo llevaron a Buenos Aires, se entregó porque dicen que lo mataban ahí nomás. Entonces ella después vino, no sé si vino al año o año y medio. Creo que estuvo ahí un año y medio parece que estuvo ahí. Prisionero de Roca (...) Entonces por eso mi abuela disparó de allá de la guerra, se escapó... donde estaban todos los compañeros muriendo, y ella se salvó, dejaron heridas pero se salvó. Dice que como vio que se retiraban un poco los que andaban matando gente, dice que se rodó para allá para el lado de un zanjoncito, hecho un canalcito, y se metió ahí. Fue rodando, fue rodando... y después... al rato... aparecieron de vuelta, porque la iban a matar. Entonces dice que venían recorriendo, encontrando otros muertos, como diez muertos ¿vio? Y ella calladita nomás, calladita, dice. Pero quería ir para el pueblo de los otros parientes que tenía, entonces dice que había salido como tres leguas de donde la habían atropellado... de repente cuando apareció el tigre. Y ése, dijo ella, este bicho es bueno, entonces le empezó a hacer rogativas y... lo quedaron mirando así el tigre, porque lloraba así con la manito, como ser humano, después entonces siguió el viaje... Dice que le dijo «yo estoy de viaje». Dice que el tigre le hacía señas que vaya yendo nomás, y ella lo acompañó, de que eso debe ser así, y se fue con el tigre a la par, no cerca pero iba a la par. Y después que llegaron a un lugar, ya habían salido lejos, como diez leguas o veinte leguas de donde se encontraron, oyeron un bramido y encontraron el animal ése (un toro salvaje o «chïpey toro»). Bajaron un y valle y había uno de esos animales salvajes, entonces de ahí se subió a un palo blanco. El toro que empezó a escarbar el árbol , con las manos así, daba vuelta en el árbol y de repente que se empezó a mover el árbol «bueno, ahora estoy lista», pensó ella. Y el tigre estaba muy echadito... y de repente estiró los brazos, estiró bien, y pasó el rasguño entre la piedra, para afilar las uñas, y se vino despacito, atrás de animal, y se vino despacito, despacito, dice que se vino, cuando se acercó un poco dice que pegó el salto y le rajó la panza al animal. Y dice que lo miraba desde arriba la compañera. Como lo estaba mirando le dijo que bajara y que comiera algo, y ella bajó a comer. Dice que no pudo... como era todo grasa, pura grasa era el animal. Y se fue comió un poco y se fue... ahí estaba el compadre. Llegaron donde están los parientes de ella, dice que desapareció el compañero, no lo vio más. Ahí llegó. Éste vino una legua, dos leguas nomás, no lo encontró más. Y cuando llegó ya dice que se quedó toda estropeada. Y cómo te salvaste, dice que le dijeron los hombres. «Yo rodé por un canalcito que existía y pasaron lo de la matanza y no me vieron nada», y se salvó. (Mauricio Fermín 2004)».
Fuente: Los Pliegues del Linaje. Ana María Ramos.
Fotografía: Hija del lonko Sayeñanku prisionera en los cuarteles de regimiento El Tigre, Buenos Aires (?), ca. 1885.
Del fb de Wangu Len
Fuente: Resumen Latinoamericano