Opinión

El vínculo conflictivo entre alumnos y docentes: ¿Es posible hablar de autoridad en las escuelas secundarias?

Por Daniela Catena

Me gustaría comenzar con lo que creo necesario dejar de lado en la enseñanza media o nivel secundario: el concepto de autoridad pedagógica como algo estático, preestablecido en las instituciones y determinado por el sistema educativo.

Si bien es cierto que en el último tiempo el concepto migró hacia una forma de autoridad que se podría construir colectivamente dentro de un marco institucional, dicha construcción no significa nada si no cuenta con el reconocimiento de quienes quedarían sujetos o involucrados en esa relación de autoridad, es decir, lo que llamaríamos legitimidad pedagógica.

Las relaciones que se establecen en las instituciones educativas son diversas y, aunque cada escuela cuente con un Acuerdo Escolar de Convivencia (A.E.C., siempre en revisión) formulado de manera participativa, colectivamente, involucrando a los distintos actores de la institución, las reglas son complejas y cambiantes.

En las escuelas secundarias confluyen menores y adultos, personas con formación en pedagogía y otras que no cuentan con ella, personas que trabajan, o brindan un servicio o gozan del mismo. El fin de la institución es educativo y formativo, la diversidad es cuantiosa y las aulas heterogéneas, también en tiempo y espacio. Los escenarios educativos son mutantes, a veces incluso son caóticos y subjetivos pero, sin embargo, se tiene que producir el acto pedagógico.

Antes de entrar al aula pienso en lo que me convoca como docente: hay un espacio curricular, un programa, un contenido, un saber. Pero para que todo eso pueda encontrar su camino, primero es necesario el deseo, que el grupo y los individuos que lo conforman estén predispuestos a que suceda la enseñanza-aprendizaje en todas sus direcciones, a la escucha activa, a realizar aportes, a la retroalimentación, a querer habitar ese espacio colectivo.

Se puede ser ‘autoritario' y obligar por ejemplo al silencio, imponerse y que nadie se mueva de su banco, o incluso lograr que copien mecánica e irreflexivamente un texto del pizarrón, pero si lo que se busca es el aprendizaje significativo, en términos de ese acto pedagógico que se da en múltiples direcciones y que requiere actores involucrados, con cierta autonomía y atentos a la producción de dicho aprendizaje, entonces eso no puede ser obligado.

Partiendo desde y hacia la legitimidad pedagógica, necesitamos estudiantes dispuestos a esa relación de enseñanza-aprendizaje, o más bien pre-dispuestos a ella.

Hubo un tiempo en el que la autoridad pedagógica era impuesta porque sí, en principio por el rol mismo de la o el docente. Dicho rol determinaba quién tenía la capacidad para desempeñarse como figura de autoridad en el espacio áulico y no se cuestionaba. Por suerte, o como consecuencia de varios procesos históricos y sociales, hoy los estudiantes cuestionan casi todo, y no aceptan las cosas porque sí.

Considero que la formación docente debería ser permanente dado que los sujetos-que-aprenden y las sociedades cambian permanentemente. Al no contar con esa capacitación, los docentes nos vamos alejando de esas niñeces o adolescencias y termina sucediendo que la escuela no tiene nada que ver con las vidas ‘reales' de los estudiantes, lo cual desalienta a que se habiten las escuelas de manera sostenida en las trayectorias escolares y en algunos casos como consecuencia se producen repitencias o deserciones.

La ausencia de formación permanente no es la única causa de esto, pero sí a menudo ensancha la brecha entre los adultos y los adolescentes que convivimos en las escuelas secundarias de nuestro país. Si no hay posibilidad de diálogo, de compartir un plan, un código, una forma de habitar en común las escuelas, el acto pedagógico no se va a producir.

Luego podríamos reflexionar acerca del trabajo docente desprofesionalizado, o las diferentes situaciones económicas en cada provincia de nuestro país, lo cual muchas veces provoca que un docente-taxi se sature de horas cátedra para lograr un salario digno y ello va en detrimento de la calidad educativa y de su calidad de vida, atentando doblemente contra el derecho a la educación de los adolescentes y al trabajo de los docentes, o las situaciones de las familias con menores escolarizados y economías precarizadas sostenidas en el tiempo.. pero la responsabilidad estatal esta vez quedará para otro momento.

Retomando el análisis de la legitimidad pedagógica, creo que podemos volver a revisar la forma en que nos acercamos a los estudiantes para que luego ellos quieran acercarse a los espacios curriculares. Ver lo que no se ve, escucharlos porque tienen tanto para decir, recoger sus voces y saberes, que sepan que saben, que ahí estamos todos para aprender. Considero que resignificar la escuela como espacio educativo para querer habitarlo es condición previa para que el acto pedagógico suceda, y elegir palabras amables es un buen comienzo para ello.

*Docente y escritora.