Cristian Aliaga en una calle de Dublín, sin preocupaciones. (foto de Sara Fasanella).
Corre el mes de junio del año 2017. El narrador, ensayista y docente autor de obras fundamentales para la literatura argentina que firma el siguiente texto se dispone a presentar en público The Foreign Passion editado en Gran Bretaña. Un adelanto, entonces, de lo que ese libro dirá en castellano un año después con la publicación argentina de La pasión extranjera.
Por Carlos Gamerro
En la mayoría de las ciudades y pueblos de la Patagonia está prohibido a los comerciantes entregar la mercadería en bolsas de polietileno. Esto es porque, arrastradas por los feroces vientos, tarde o temprano quedarán atrapadas en los arbustos o colgadas de los alambrados como espantapájaros desmembrados, o enganchadas en una mata a cientos de kilómetros de distancia, en tierras que raramente visitarán quienes las usaron y descartaron; y allí permanecerán años y años, porque la descomposición es más lenta en el desierto y la estepa patagónica no dispone de vegetación que las cubra ni de colores que las disimulen.
Así, las extensas planicies susurrantes que subyugaron a Darwin, Hudson y Gerald Durrell van adquiriendo poco a poco el aspecto de quemas de basuras, sin ciudades a la vista que las justifiquen o al menos las expliquen.
En el campo, más que en las ciudades, en los países desiguales, más que en los desarrollados, en las proliferantes ciudades tercermundistas, más que en las urbes saneadas y racionalizadas, lo nuevo reemplaza a lo viejo y el progreso no deja rastros. Volando sobre éstas, el ángel de Benjamin no derramaría una lágrima, pues no hay ruinas a la vista, salvo las restauradas y comodificadas: todo es nuevo y flamante, o al menos restaurado y reciclado.
Pero en las áreas rurales del tercer mundo, y también en sus ciudades, lo nuevo no reemplaza a lo viejo, se le agrega, y siguen coexistiendo lado a lado el moderno hotel y la fábrica abandonada, la vía férrea en desuso y la atestada autopista, los restos de algún estadio y los restos del paisaje. En ningún lugar que yo conozca es esto más cierto que de la estepa patagónica. Demasiado espacio, por una parte, y espacio desnudo; demasiada poca gente; es más fácil y sobre todo más barato volver a construir unos metros más allá que demoler o limpiar.
El viajero que va en busca de lo pintoresco sabe recortar, con su escritura o con su cámara, lo típico, o lo exótico, lo bonito, lo mostrable: creará encantadores estampas que deleitarán a sus destinatarios, que jamás sospecharán todo lo que había ahí nomás, a metros o centímetros, en el fuera de cuadro. Así mira, típicamente, el turista en la Patagonia.
La mirada de Cristian Aliaga, en cambio, recoge lo que quedó fuera del marco, las basuras que ensucian la pureza del paisaje, sea este natural o urbano. Criada y entrenada en la Patagonia, donde todo está a la vista todo el tiempo, sale luego al mundo donde puede detectar los rincones más escondidos, pero siempre visibles para quien sabe buscarlos, donde barren sus restos sociedades más sofisticadas o quizás apenas más apretadas. No es exactamente, o al menos no únicamente, la inversión del viaje colonial: desde que las colonias existen los colonizados más pudientes han realizado el viaje iniciático a la metrópoli, para traer la luz de la civilización a sus congéneres menos afortunados. La singularidad, claro está, es que el colonizado contaba el viaje a los otros colonizados, no a los amos coloniales, a los que poco o nada podía interesarles.
Recién en su decadencia los imperios empiezan a escuchar la voz de las otrora posesiones imperiales, y así la primera versión de este libro de Cristian Aliaga se publicó en Inglaterra en la excelente edición bilingüe a cargo de Ben Bollig.
En este sentido, el gran precursor de Aliaga, al cual está dedicada una de las páginas más memorables de su libro, fue aquel otro viajero inverso llamado Guillermo Enrique Hudson, que tras entrenar su mirada para abarcar el arco que va de la morfología de una flor o de una avispa a las inmensidades de la pampa, y a ver del horizonte desde la altura del caballo, tuvo que descender a la bicicleta y las perspectivas más próximas de colinas arboladas, pero que aun así miraba Inglaterra con un aparato mental, emocional y óptico que se forjó en la Patagonia y la pampa.
Si David Viñas, en su Literatura argentina y realidad política, clasificaba a los viajeros argentinos que partían hacia Europa según lo que iban a buscar y traían de vuelta, cabría agregar ahora a sus categorías la del viajero humilde que enciende una vela en Santa Cruz o Chubut y parte en busca no de la luz (o al menos el brillo) de la civilización sino de iluminaciones parciales y fragmentarias, buscando puntos de solidaridad y simpatía entre nuestras desvergonzadas ruinas a cielo abierto y las más pudorosas, y a veces por eso más tristes, de los países más desarrollados; un viajero que no busca padres tutelares sino hermanos en la desposesión y la desgracia.
Por momentos, el tono de las prosas itinerantes de Cristian Aliaga recuerda el de Las ciudades invisibles de Italo Calvino. En ese libro, Marco Polo recorre comarcas lejanas para llevar noticias de sus dominios al Gran Khan, que le presenta en breves y fulgurantes piezas verbales, análogo verbal de las joyas, sedas y obras de arte que los viajeros coleccionan y llevan como prueba de su paso por ellas. Cristian Aliaga es el viajero que va detrás de la caravana, recogiendo lo que Marco Polo descarta.
*Texto para la presentación de The Foreign Passion en Espacio Enjambre, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, junio de 2017.
Fuente: El saber oscuro y peligroso del poeta. Edición de Ben Bollig y Luciana Mellado. La Otra, México, 2020.