Géneros

15 años de matrimonio igualitario: todo lo que el derecho no sabía nombrar

Por Greta Pena

A quince años del matrimonio igualitario: deseo, clase y disidencia en el centro de la ley.

Durante mucho tiempo, el matrimonio funcionó como una tecnología de clasificación: legalizaba ciertos afectos y silenciaba otros, regulaba quién podía cuidar, heredar, nombrar; quién debía callar, ceder o desaparecer. Su apertura a las parejas del mismo sexo no resolvió automáticamente esa historia, pero la alteró en su centro.

Ese desplazamiento fue producto de una irrupción política. Las formas de vida disidentes en vez de reclamar un lugar en el orden existente, exigieron, además del reconocimiento, una transformación en la gramática con la que el Estado nombra lo legítimo.

Hay momentos en que la lengua del Estado, forzada por una insistencia de lo real, se ve obligada a decir. La aprobación del matrimonio igualitario en Argentina, en julio de 2010, fue uno de esos instantes. No tanto porque incorporara a las personas LGBTI a una institución largamente restringida, sino porque marcó el ingreso de nuevas subjetividades al centro mismo del lenguaje jurídico.

La aparición del deseo -y de la voluntad como forma legítima de organización de la vida- desordenó una matriz legal que, hasta entonces, se sostenía sobre el peso de lo biológico, lo hereditario y lo normado.

El movimiento LGBTI+ apostó a cristalizar un nuevo paradigma, supo que este asunto no ponía en juego simplemente el derecho a casarse, era la posibilidad de reorganizar lo común desde otros principios: la autonomía corporal, la autoidentificación, la voluntad procreacional, la multiplicidad de filiaciones, la despatologización de las identidades.

Y, también, el acceso concreto a derechos materiales. Porque mientras ciertos sectores podían, con mayor o menor dificultad, encontrar formas alternativas de garantizarse seguridad jurídica, asistencia médica o resguardo patrimonial, hubo quienes nunca tuvieron esa opción. Para muchas personas LGBTI+ en condiciones sociales precarias, el matrimonio significó, por primera vez, el acceso a una obra social, la posibilidad de tramitar un crédito en conjunto, de proteger a sus hijxs, de no quedar en desamparo ante la muerte de la persona con quien compartieron la vida. En esos casos, el derecho no fue abstracto, fue techo, cobertura, continuidad, existencia.

El impacto fue profundo y no se limitó a la población beneficiaria directa. Modificó el modo en que se conciben las relaciones familiares, las filiaciones, la transmisión del apellido, la organización de los cuidados. Habilitó que la voluntad procreacional se impusiera al dato genético, que la filiación no dependiera exclusivamente de la sangre, que la palabra "madre" o "padre" pudiera aparecer más de una vez en un mismo documento. Las prácticas y experiencias del colectivo LGBTI pusieron en cuestión el principio mismo de la verdad biológica como organizador del orden legal.

De manera global y en los últimos años, todos los fascismos cosplay incluyen en su repertorio de odio, y de manera protagónica, a la inclusión de las diversidades sexuales e identidad de género no hegemónicas. Y eso responde a la amenaza que implica desarmar una arquitectura entera de jerarquías de género, sexualidad y parentesco, entre otras. La virulencia de los discursos antiderechos responde a la ampliación de garantías legales, pero sobre todo a su poder para tocar fibras estructurales.

A veces, para desmantelar una casa, primero hay que moverse dentro de ella, me sugiere el trabajo de Sara Ahmed. Lo que hoy se disputa es la legitimidad de los sentidos que esas leyes lograron instalar.

A quince años del matrimonio igualitario, urge defender lo conseguido y sostener una perspectiva que siga interrogando el marco que la contiene para no estabilizar lo que se quiere transformar. Esta premisa siempre estuvo clara en la militancia política de cada organización, de cada activista que durante décadas han visibilizado sus cuerpos en lo público para que reine en el pueblo el amor y la igualdad.

En un tiempo donde las conquistas se desdibujan, donde el lenguaje vuelve a cerrarse sobre sí mismo, donde se intenta reinstalar la crueldad y el despojo, recordar esa fuerza transformadora es una necesidad política. Porque el deseo, cuando se vuelve palabra colectiva, tiene la potencia de volver a escribir las condiciones mismas de existencia.

Fuente: LatFem