Marina Yuszczuk: "Con los indígenas se habilitó su destrucción total"
Por Astrid Riehn
Una niña recorre animada un imponente edificio de estilo neoclásico, sube y baja escaleras, se pierde en sus pasillos.
A su alrededor se desembalan cajas con fósiles y se disponen cráneos humanos en vitrinas como si se tratara de la vajilla de la abuela.
La meticulosa coreografía que se desarrolla a su alrededor es la de la ciencia de fines del siglo XIX, impulsada por la fe ciega del positivismo. La niña es Virginia Moreno, única hija mujer del perito Francisco Moreno, y el edificio que va creciendo con ella es el Museo de Ciencias Naturales de la Plata.
Distante, incluso despótico, su padre, absorbido por la laboriosa rutina de la institución que comanda, no muestra el menor interés por esa hija de 12 años que lo venera y sueña con dedicarse a la ciencia como él.
La madre, postrada en la cama por una sucesión de partos fallidos, es casi un espectro; su presencia apenas se adivina detrás de la puerta de su cuarto. Con sus hermanos mayores lejos, Virginia está sola.
Sin embargo, todo cambia el día en que llega al museo un grupo de indígenas patagónicos, entre ellos un joven llamado Lákax, y con ellos una serie de misteriosos sucesos.
Después de La sed, protagonizada por una vampira que vaga por Buenos Aires entre los siglos XIX y XXI, y con la que ganó el Primer Premio Nacional de Novela Sara Gallardo en 2021, Marina Yuszczuk vuelve al gótico en Historia natural (Blatt & Ríos), ambientada en los primeros años del Museo de la Plata, cuya construcción comenzó en 1884, apenas dos años después de la fundación de La Plata, y que fue concluida en 1888. Para ello se basó en parte en hechos reales, pero también dejó volar su imaginación (ver recuadro). "Como escritora no me interesa para nada hacerle justicia a una figura histórica", aseguró Yuszczuk en entrevista con Tiempo Argentino.
-¿Cómo surgió la inspiración para esta novela?
-Lo primero que tuve fue el personaje de Virginia. También tenía ganas de escribir sobre un espacio como el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, que me gusta mucho. El dato que hizo que todo eso cuajara -que lo podría haber inventado, pero hay cosas que simplemente aparecen y son como un regalo- fue que, en los primeros años, mientras construían el museo, Moreno y su familia vivieron ahí.
-¿Qué te gusta de este museo?
-¿Viste que hay lugares, como los museos, donde uno de alguna forma vuelve a ser chico otra vez? Estás ahí y querés abrir todas las puertas, sobre todo las que está prohibido abrir, hay escaleras que se pierden, altillos, y eso tiene algo de castillo. Me fascinó la idea de que hubiera una nena recorriendo ese espacio con una mirada deslumbrada, que es la que te pide este museo. Porque para mí tiene algo que lo hace especial, y es que todavía ves el museo de 1880: mucha vitrina, estantería, algunas etiquetas de varias décadas atrás; los animales taxidermizados son viejos, están medio rotos, se ven como las distintas capas de estos últimos 140 años.
-¿Volviste muchas veces para escribir la novela?
-Volví una vez antes de meterme a full con la novela para mirar todo y sacar fotos, después ya no. Cuando uno está escribiendo ficción se da una dinámica medio rara entre la realidad y la imaginación. Por momentos necesitás ir y registrar sensaciones, y luego necesitás olvidar un poco, porque si no la realidad se impone de una manera demasiado contundente. Lo que sí hice mientras escribía fue mirar fotos del museo, porque todo el tiempo el ejercicio era imaginar esa época, cuando la ciudad de La Plata era muy nueva y alrededor no había nada. Los árboles que están ahora no estaban, era un descampado. Parece un detalle paisajístico, pero no lo es: realmente levantaron un museo enorme en el medio de la nada. Además, La Plata es una ciudad única porque la construyeron de cero como capital provincial y empezaron por esos edificios enormes. Me parece un momento fascinante del país.
-La sed también está ambientada en el siglo XIX. ¿Qué te atrae de ese siglo?
-Es el momento en el que las cosas se estaban gestando, y creo que en el siglo XIX también lo sentían así. Porque si leés los diarios de los viajes de Sarmiento o de Moreno, está todo el tiempo esa sensación de que el mundo estaba transformándose a todo vapor y de que todo estaba por hacerse. Querían inventar una nación y tenían que pensar cómo iba a organizarse políticamente, cómo iba a ser la intelectualidad, el idioma que íbamos a hablar, cómo se iba a diagramar el territorio. Estaban discutiendo todo desde cero, y tenían una sensación de aventura y de euforia y de que todo iba a ser increíble porque el progreso era espectacular. Estaban como arrojados a la Historia. Literalmente, la mitad del país no se conocía. Estaba ocupado por las poblaciones indígenas, que estaban desde hace siglos ahí, pero no sabían lo que había. Nosotros vivimos en el crepúsculo de todo eso, ¿no? Con una sensación muy diferente, apocalíptica.
-En tu novela aparece el lado oscuro de ese progreso...
-Para mí, lo más difícil es mirar algo de dos maneras contradictorias o tensionadas, es decir, los dos aspectos de una misma cosa, y no quedarnos con ninguno de los dos, entender que todos juegan. Hay algo muy brutal y salvaje, incluso cruel, en la manera en que se fue armando esta idea de progreso. ¿Quiénes iban a ser sus beneficiarios? ¿Quiénes iban a ser los protagonistas y quiénes iban a quedar afuera? Era medio darwiniano. En el caso de los indígenas, como se consideraba que estaban más atrasados y que no había manera de que se integraran en la civilización, se habilitó su destrucción total, que fue básicamente la Campaña del Desierto. Hubo sobrevivientes, pero se buscó la destrucción total de la vida tal como ellos la conocían.
También fueron salvajes muchos aspectos de la historia que idealizamos, como la llegada de los inmigrantes. ¡Los detestaron! Surgió toda una literatura que hablaba de que lo que había venido desde Europa era la peor calaña, que traían enfermedades, vagancia y anarquismo.
En Virginia, justamente porque es una nena, hay una mirada idealizada del padre y de toda esa generación. Y obviamente, está equivocada. Tiene una visión muy limitada de la época que está viviendo.
-El Moreno de tu novela es realmente detestable...
-Sí, está un poco pasado de rosca, no sé si Moreno era tan así (risas). Ese Moreno es ficcional y tiene que ver con la relación particular que quería construir con la hija, la de un padre que no sabe qué hacer con esa chica, con tenerla ahí, que le molesta porque le genera preguntas en las que no quiere ni pensar. Además, mientras lo iba escribiendo me empezó a caer mal, entonces dejé que fluya.
-¿Por qué?
-Fue una especie de decepción, la decepción que probablemente podés tener con cualquier figura histórica cuando te acercás y empezás a verla de otra manera a la que te enseñaron. Sin embargo, a Sarmiento, por ejemplo, lo adoro. Sarmiento era un personaje desagradable, vulgar, pero escribía tan bien que para mí eso lo ubica en otro plano. Lo mismo Mansilla... tan graciosos, tan brillantes como escritores. No me pasó leyendo a Moreno. Me pareció un tipo más bien aburrido, como una especie de buen alumno esforzado. Y después toda esa pica que tuvo con Florentino Ameghino, que fue real, ese intento de sabotearlo porque Ameghino era más prestigioso que él como científico... Por otro lado, quería que, como personaje, Moreno fuera soberbio para representar también cierta época. Fue una generación de hombres que se sentían un poco los dueños del país. Moreno, por ejemplo, donó su colección al museo pero a cambio pidió ser el director vitalicio, con esta idea de que el museo era suyo. De hecho, él se retira del museo cuando pasa a la órbita de la universidad. Estaba instalada la idea de que la patria dependía de ellos y de que estaban escribiendo la Historia.
-En La sed y en Para que sepan que vinimos hay madres en el centro de la novela. En esta hay un padre. ¿Por qué?
-Vivimos en una sociedad que se transforma muy rápido también y la idea de familia y de masculinidad cambiaron: hay padres que se separan, pasan tiempo con los hijos, les hacen trenzas a las nenas... pero cuando yo era chica, eso no existía, y de ahí para atrás ni hablar. Entonces, de repente, cuando un padre se quedaba solo con su hija, era una situación súper tensa. Y eso para mí es muy interesante porque ahí surge la otredad absoluta de la hija mujer. Con el hijo varón, el padre siempre puede conectar por algún lado, pero con la mujer es territorio desconocido, y a veces eso se traduce en un rechazo, que es lo que pasa en esta novela.
Es también parte de la experiencia de mi generación. No era común que las hijas mujeres tuviéramos mucha relación con nuestro padre. Y cuando por algún motivo te quedabas sola con él, era incomodísimo.
-Después de leer tus novelas previas, estaba esperando todo el tiempo el surgimiento de lo sobrenatural. Pero en esta, el horror es lo real. Y el fantasma pareciera ser Virginia, a la que nadie ve.
-Sí, pero los indígenas también son como fantasmas. Para las personas que vivían en Buenos Aires o en otras ciudades en el siglo XIX, eran una presencia medio fantasmal. Tenían miedo de que aparecieran, pero a la vez nunca los llegaban a ver. Las descripciones de los malones también eran como de aparición sobrenatural. En La cautiva de Esteban Echeverría hay algo de película de terror cuando aparecen. En una pintura como La vuelta del malón, que es de la década de 1890, su representación también es terrorífica. Ya el hecho de que hablaran otra lengua ponía a los blancos en guardia: eran otredad pura. Sin embargo, en la historia real, los indígenas del museo se fueron muriendo uno atrás del otro de enfermedades. Estaban mal alimentados, en malas condiciones habitacionales. Es muy triste la historia. Es algo que no tenemos nada resuelto en nuestro país. Por eso luego se trató de construir esta idea de que somos una nación de migrantes, "el país más europeo de Latinoamérica". Por eso, para mí, en esta novela lo sobrenatural no hacía falta. «
Indígenas en el museo
Como otros museos de la época, el Museo de La Plata exponía en sus vitrinas restos de indígenas, muchos de ellos muertos durante y después de la Conquista del Desierto. Y lo hizo durante un periodo de tiempo sorprendentemente largo, durante casi 100 años.
Entre los restos había cráneos y huesos obtenidos en exhumaciones no autorizadas de enterramientos indígenas, pero también los de algunos miembros de un grupo de indígenas -se estima que unos 15- que vivieron en el museo en tiempos del perito Moreno, entre ellos los caciques Inacayal y Foyel y sus familias, así como un joven fueguino llamado Maish Kensis (en quien la autora se inspiró para el personaje de Lákax). Cuando no eran fotografiados desnudos y exhibidos como objetos de estudio ante investigadores, eran obligados a trabajar en la construcción del museo y en otras tareas.
El 19 de abril de 1994 se produjo en Argentina la primera restitución de restos humanos conservados en una institución académica con fines científicos: ese día, los restos óseos de Inacayal, que permanecían en el Museo de La Plata, fueron trasladados a Tecka, Chubut, y colocados en un mausoleo.
A esta primera restitución le siguieron otras, como las de los restos de Maish Kensis a la comunidad Yaghan de Bahía Mejillones de Chile el 11 de diciembre de 2020.