Argentina a sangre y fuego: 70 años del golpe que derrocó a PerónPor Ricardo Ragendorfer
Mariano Grondona fue parte de los comandos civiles que participaron de la asonada.
Hace exactamente, 70 años, o sea, el 16 de septiembre de 1955, comenzaba en la ciudad de Córdoba el golpe de Estado que puso fin al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón.
Aquello culminaría exactamente una semana después.
Pues bien, semejante epílogo hizo que el diario Clarín, ya en su edición del viernes 23, titulara: "Cita de honor con la libertad", y con la siguiente bajada: "También para la República la noche ha quedado atrás", no sin informar en un recuadro que el general Eduardo Lonardi asumía la presidencia de la Nación. ¿Acaso la pesadilla había terminado o, en realidad, comenzaba?
Es que, por aquel entonces, la sociedad argentina estaba muy polarizada. Lo prueba -a modo de ejemplo- una carta enviada desde México por un joven médico rosarino a su madre. En su primer párrafo se lee:
"Querida vieja: al parecer cayó tu odiado enemigo de tantos años (...). Y toda la gente católica y de derecha que conocí en este país se mostraba también muy contenta. Mis amigos y yo no. Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él sino por lo que significaba para toda América, pues mal que te pese, Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte".
El remitente de esta misiva era nada menos que Ernesto Guevara, antes de convertirse en el legendario comandante de la revolución cubana.
Y sabía de lo que hablaba. No en vano, poco antes había tenido que salir a las apuradas de Guatemala debido al golpe del coronel Carlos Castillo Armas que derrocó a Jacobo Árbenz. Un antecedente continental de la autoproclamada "Revolución Libertadora".
Pero no todos los muchachos de su generación pensaban como él.
En este punto, bien vale poner el foco sobre a uno en particular. Se trataba de un integrante de los comandos civiles, quienes fueron parte de la vanguardia opositora al peronismo; específicamente, una mano de obra barata abocada a la realización de sabotajes y atentados.
La cuestión es que este sujeto de 22 años, un estudiante de Derecho en la UBA que pertenecía a una familia de abolengo, supo abrazar la metodología de la acción directa, habiendo participado, el 15 de abril de 1953, en la colocación de dos bombas durante un acto de la CGT en Plaza de Mayo con el saldo de seis muertos y 90 heridos, además de no haber sido ajeno a otros hechos virulentos.
Era nada menos que Mariano Grondona, mucho antes de convertirse en un famoso comentarista político.
En fin, tramas casi secretas que cuelgan en los márgenes de la Historia y que describen el clima trepidante de la época. Un clima azuzado por la Iglesia Católica, la Unión Cívica Radical (UCR), la Sociedad Rural Argentina (SRA) los empresarios más poderosos del país y un sector de las Fuerzas Armadas.
Pero vayamos al fondo del asunto.
A sangre y fuego
El antecedente más luctuoso del golpe había sucedido el 16 de junio de 1955. Durante la madrugada hubo breves lloviznas, mientras las ramas de los árboles se sacudían por las ráfagas del viento.
Ya al amanecer, el clima se aquietó sin componerse del todo. De modo que no se aplazaría un acto oficial en la Plaza de Mayo. Su plato fuerte sería el paso por el cielo del lugar de una flotilla integrada por aviones Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, en perfecta formación.
A la hora señalada, un trueno de turbinas se hizo oír a lo lejos; ese trueno fue cada vez más audible. Hasta que, entre las nubes, emergieron las pequeñas formas de lo que, desde el sitio del festejo, parecían aves de metal. Parte del gentío aplaudía y los niños agitaban banderitas de cartulina.
¿Acaso eran los aviones del festejo?
Segundos después, todo se sacudió al compás de la primera explosión. Y, súbitamente, el humo oscureció el horizonte. Eran las 12:40 cuando las bombas empezaron a caer a borbotones.
El dato de tal complot articulado por la Marina de Guerra -con la orden del contralmirante Isaac Francisco Rojas- se había filtrado a último momento, pero no a tiempo como para evitarlo.
La gente, entre los bombazos, corría en diferentes direcciones.
Aquel jueves hubo allí 308 muertos y 800 heridos.
El putsch había sido conjurado. Pero, esa matanza sería el comienzo de la cuenta regresiva que culminaría tres meses después con la expulsión de Perón del Sillón de Rivadavia. Y entonces hubo otro baño de sangre.
El primer muerto fue un suboficial de la Policía Federal asesinado en la madrugada del 16 por un grupo de civiles en el barrio de Belgrano. Y la mayor cantidad de víctimas fatales se produjo en el ataque golpista a la jefatura policial de Córdoba, aunque no le fue a la zaga el bombardeo de la Marina de Guerra al barrio bonaerense Campamento de Ensenada ni el ataque al Regimiento 5 de La Plata, a las que se sumaron numerosas bajas ocurridas en enfrentamientos entre tropas leales y sediciosas, además de los civiles asesinados en fábricas y talleres al consolidarse la caída del gobierno peronista.
De modo que -según una investigación efectuada en 2017 por el Archivo Nacional de la Memoria- entre el 16 y el 21 de septiembre, hubo no menos de 157 vidas truncadas por los insurrectos al mando de Lonardi, Rojas y el general Pedro Eugenio Aramburu.
La Fusiladora
Esa "primavera gorila" -tal como supo definirla John William Cooke- parecía sólida y auspiciosa. Pero no demoró en exhibir sus grietas internas. Siete semanas después un golpe palaciego reemplazó a Lonardi por Aramburu.
Pese a que la obra del presidente saliente fue impecable (en apenas horas disolvió el Congreso Nacional, depuso a los integrantes de la Corte Suprema, a las autoridades provinciales, municipales y universitarias, además de poner "en comisión" a todo el Poder Judicial), sus pares lo consideraban un "blando" por haber demorado la proscripción del peronismo, algo que Aramburo hizo de un plumazo. La parte "sana" de la población lo aplaudía de pie.
De su puño y letra fue la firma que, primero, ordenó los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, perpetrados el 9 de junio de 1956. Allí hubo cinco muertos y siete sobrevivientes. Una medida ejemplificadora, ya que todos pertenecían a la resistencia peronista (el caso fue explorado por Rodolfo Walsh en su libro Operación masacre). Tres días más tarde dispuso pasar por las armas al general peronista Juan José Valle, junto a 17 militares que lo secundaron en su levantamiento contra el gobierno de facto, que pasaría a la posteridad como "La Revolución Fusiladora".
Ese ciclo castrense (el segundo del siglo XX, luego de que el general José Evaristo Uriburu volteara a Hipólito Irigoyen en 1930) se diluyó lentamente; fue como la llama de una vela al consumirse. A comienzos de 1958, el sucesor de Aramburu fue el doctor Arturo Frondizi, quien se impuso en un acto electoral condicionado por la proscripción del peronismo.
Pero el carácter criminal de la "Fusiladora" dejó su huella metodológica durante las dos siguientes décadas.
En los gobiernos militares posteriores, especialmente, a partir de 1966 ya con el general Juan Carlos Onganía en el poder, se aplicarían métodos acordes con la "Doctrina de la Seguridad Nacional". O sea, la "guerra de inteligencia" donde -según la palabra de sus instructores- "las batallas más encarnizadas se desarrollan en los interrogatorios". Un eufemismo para naturalizar la tortura.
Ya el 22 de agosto de 1972, el fusilamiento de 19 guerrilleros del ERP, FAR y Montoneros (tres sobrevivieron) en la Base Aeronaval "Almirante Zar", de Trelew, resultó un ominoso anticipo de los tiempos por venir.
Los 30.000 desaparecidos durante la última dictadura dan cuenta de ello.
Por entonces, Aramburu ya no estaba entre nosotros.
Secuestrado en mayo de 1970 por la organización Montoneros, terminó sometido a un -diríase- juicio revolucionario, antes de ser ejecutado.
Fue el último -aunque tardío- fotograma de la Revolución Libertadora.
Fuente: Tiempo Argentino
Por Ricardo Ragendorfer
Mariano Grondona fue parte de los comandos civiles que participaron de la asonada.
Hace exactamente, 70 años, o sea, el 16 de septiembre de 1955, comenzaba en la ciudad de Córdoba el golpe de Estado que puso fin al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón.
Aquello culminaría exactamente una semana después.
Pues bien, semejante epílogo hizo que el diario Clarín, ya en su edición del viernes 23, titulara: "Cita de honor con la libertad", y con la siguiente bajada: "También para la República la noche ha quedado atrás", no sin informar en un recuadro que el general Eduardo Lonardi asumía la presidencia de la Nación. ¿Acaso la pesadilla había terminado o, en realidad, comenzaba?
Es que, por aquel entonces, la sociedad argentina estaba muy polarizada. Lo prueba -a modo de ejemplo- una carta enviada desde México por un joven médico rosarino a su madre. En su primer párrafo se lee:
"Querida vieja: al parecer cayó tu odiado enemigo de tantos años (...). Y toda la gente católica y de derecha que conocí en este país se mostraba también muy contenta. Mis amigos y yo no. Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él sino por lo que significaba para toda América, pues mal que te pese, Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte".
El remitente de esta misiva era nada menos que Ernesto Guevara, antes de convertirse en el legendario comandante de la revolución cubana.
Y sabía de lo que hablaba. No en vano, poco antes había tenido que salir a las apuradas de Guatemala debido al golpe del coronel Carlos Castillo Armas que derrocó a Jacobo Árbenz. Un antecedente continental de la autoproclamada "Revolución Libertadora".
Pero no todos los muchachos de su generación pensaban como él.
En este punto, bien vale poner el foco sobre a uno en particular. Se trataba de un integrante de los comandos civiles, quienes fueron parte de la vanguardia opositora al peronismo; específicamente, una mano de obra barata abocada a la realización de sabotajes y atentados.
La cuestión es que este sujeto de 22 años, un estudiante de Derecho en la UBA que pertenecía a una familia de abolengo, supo abrazar la metodología de la acción directa, habiendo participado, el 15 de abril de 1953, en la colocación de dos bombas durante un acto de la CGT en Plaza de Mayo con el saldo de seis muertos y 90 heridos, además de no haber sido ajeno a otros hechos virulentos.
Era nada menos que Mariano Grondona, mucho antes de convertirse en un famoso comentarista político.
En fin, tramas casi secretas que cuelgan en los márgenes de la Historia y que describen el clima trepidante de la época. Un clima azuzado por la Iglesia Católica, la Unión Cívica Radical (UCR), la Sociedad Rural Argentina (SRA) los empresarios más poderosos del país y un sector de las Fuerzas Armadas.
Pero vayamos al fondo del asunto.
A sangre y fuego
El antecedente más luctuoso del golpe había sucedido el 16 de junio de 1955. Durante la madrugada hubo breves lloviznas, mientras las ramas de los árboles se sacudían por las ráfagas del viento.
Ya al amanecer, el clima se aquietó sin componerse del todo. De modo que no se aplazaría un acto oficial en la Plaza de Mayo. Su plato fuerte sería el paso por el cielo del lugar de una flotilla integrada por aviones Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, en perfecta formación.
A la hora señalada, un trueno de turbinas se hizo oír a lo lejos; ese trueno fue cada vez más audible. Hasta que, entre las nubes, emergieron las pequeñas formas de lo que, desde el sitio del festejo, parecían aves de metal. Parte del gentío aplaudía y los niños agitaban banderitas de cartulina.
¿Acaso eran los aviones del festejo?
Segundos después, todo se sacudió al compás de la primera explosión. Y, súbitamente, el humo oscureció el horizonte. Eran las 12:40 cuando las bombas empezaron a caer a borbotones.
El dato de tal complot articulado por la Marina de Guerra -con la orden del contralmirante Isaac Francisco Rojas- se había filtrado a último momento, pero no a tiempo como para evitarlo.
La gente, entre los bombazos, corría en diferentes direcciones.
Aquel jueves hubo allí 308 muertos y 800 heridos.
El putsch había sido conjurado. Pero, esa matanza sería el comienzo de la cuenta regresiva que culminaría tres meses después con la expulsión de Perón del Sillón de Rivadavia. Y entonces hubo otro baño de sangre.
El primer muerto fue un suboficial de la Policía Federal asesinado en la madrugada del 16 por un grupo de civiles en el barrio de Belgrano. Y la mayor cantidad de víctimas fatales se produjo en el ataque golpista a la jefatura policial de Córdoba, aunque no le fue a la zaga el bombardeo de la Marina de Guerra al barrio bonaerense Campamento de Ensenada ni el ataque al Regimiento 5 de La Plata, a las que se sumaron numerosas bajas ocurridas en enfrentamientos entre tropas leales y sediciosas, además de los civiles asesinados en fábricas y talleres al consolidarse la caída del gobierno peronista.
De modo que -según una investigación efectuada en 2017 por el Archivo Nacional de la Memoria- entre el 16 y el 21 de septiembre, hubo no menos de 157 vidas truncadas por los insurrectos al mando de Lonardi, Rojas y el general Pedro Eugenio Aramburu.
La Fusiladora
Esa "primavera gorila" -tal como supo definirla John William Cooke- parecía sólida y auspiciosa. Pero no demoró en exhibir sus grietas internas. Siete semanas después un golpe palaciego reemplazó a Lonardi por Aramburu.
Pese a que la obra del presidente saliente fue impecable (en apenas horas disolvió el Congreso Nacional, depuso a los integrantes de la Corte Suprema, a las autoridades provinciales, municipales y universitarias, además de poner "en comisión" a todo el Poder Judicial), sus pares lo consideraban un "blando" por haber demorado la proscripción del peronismo, algo que Aramburo hizo de un plumazo. La parte "sana" de la población lo aplaudía de pie.
De su puño y letra fue la firma que, primero, ordenó los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, perpetrados el 9 de junio de 1956. Allí hubo cinco muertos y siete sobrevivientes. Una medida ejemplificadora, ya que todos pertenecían a la resistencia peronista (el caso fue explorado por Rodolfo Walsh en su libro Operación masacre). Tres días más tarde dispuso pasar por las armas al general peronista Juan José Valle, junto a 17 militares que lo secundaron en su levantamiento contra el gobierno de facto, que pasaría a la posteridad como "La Revolución Fusiladora".
Ese ciclo castrense (el segundo del siglo XX, luego de que el general José Evaristo Uriburu volteara a Hipólito Irigoyen en 1930) se diluyó lentamente; fue como la llama de una vela al consumirse. A comienzos de 1958, el sucesor de Aramburu fue el doctor Arturo Frondizi, quien se impuso en un acto electoral condicionado por la proscripción del peronismo.
Pero el carácter criminal de la "Fusiladora" dejó su huella metodológica durante las dos siguientes décadas.
En los gobiernos militares posteriores, especialmente, a partir de 1966 ya con el general Juan Carlos Onganía en el poder, se aplicarían métodos acordes con la "Doctrina de la Seguridad Nacional". O sea, la "guerra de inteligencia" donde -según la palabra de sus instructores- "las batallas más encarnizadas se desarrollan en los interrogatorios". Un eufemismo para naturalizar la tortura.
Ya el 22 de agosto de 1972, el fusilamiento de 19 guerrilleros del ERP, FAR y Montoneros (tres sobrevivieron) en la Base Aeronaval "Almirante Zar", de Trelew, resultó un ominoso anticipo de los tiempos por venir.
Los 30.000 desaparecidos durante la última dictadura dan cuenta de ello.
Por entonces, Aramburu ya no estaba entre nosotros.
Secuestrado en mayo de 1970 por la organización Montoneros, terminó sometido a un -diríase- juicio revolucionario, antes de ser ejecutado.
Fue el último -aunque tardío- fotograma de la Revolución Libertadora.
Fuente: Tiempo Argentino