Opinión

La campaña al desierto y el racismo como una marca fundacional del Estado argentino

Por Federico Pita

Quiero comenzar con la siguiente afirmación: no hay justicia social sin justicia racial. Esta no es una frase retórica, ni un recurso de impacto. Es una premisa política e histórica. Porque si la Argentina quiere pensarse a sí misma como una democracia, con igualdad de oportunidades y derechos para todas y todos, tiene que enfrentar de una vez por todas el hecho de que el racismo no es un problema accesorio ni importado: está en la génesis misma de nuestro Estado.

Cuando decimos génesis, decimos Constitución. El artículo 25 de la Constitución de 1853, que se mantuvo en la reforma de 1949 y en la de 1994, establece que "el gobierno federal fomentará la inmigración europea". Esa frase, aparentemente inocua, contiene el núcleo del proyecto político de la nación argentina: un país pensado para europeos, y por lo tanto, un país que debía negar, invisibilizar y, cuando fuera necesario, eliminar a quienes no entraban en ese ideal de blanquitud. No es un detalle jurídico. Es un mandato constitucional que sigue vigente, y que legitima la idea de que la igualdad sustantiva es selectiva y condicional.

Ese mandato se tradujo rápidamente en lo que podemos reconocer como la primera gran política de Estado en la Argentina: las llamadas "conquistas del desierto". De Rosas a Roca, esa política significó el aniquilamiento sistemático de la otredad. La noción de "desierto" no era geográfica: era ideológica. Nombrar como desierto a territorios habitados desde hacía siglos por pueblos originarios fue el recurso discursivo que antecedió al genocidio. Fue la manera de convertir la violencia de la expansión estatal en un acto de progreso, y de naturalizar que para poblar había que vaciar, que para civilizar había que exterminar, que para fundar la nación había que blanquearla.

De esta manera, el racismo no quedó reducido a un prejuicio social o a un resabio cultural: quedó inscripto como política de Estado. Un racismo estructural e institucional, que definió quiénes eran considerados ciudadanos plenos y quiénes eran cuerpos descartables. Y esto, lejos de ser un episodio cerrado del siglo XIX, constituye un legado que seguimos arrastrando hasta el presente.

A partir del retorno democrático de 1983, se abrió un horizonte nuevo de derechos y libertades. Fue un momento de enorme esperanza colectiva. Sin embargo, en materia de racismo, lo que predominó fueron enfoques que podríamos llamar "no racistas". Es decir, políticas y discursos que rechazaban la discriminación explícita, que impulsaban el respeto a la diversidad, que se alineaban con lo que entonces comenzaba a llamarse la corrección política. Ese paso fue importante, sin dudas, porque permitió instalar una sensibilidad social distinta, menos tolerante a la discriminación abierta. Pero no fue suficiente.

¿Por qué no fue suficiente? Porque lo "no racista" no alcanza para desmontar lo que es estructural e institucional. Rechazar el insulto, la ofensa o el prejuicio explícito, pero dejar intacto el artículo 25 en la Constitución, es quedarse a mitad de camino. Impulsar programas que hablen de diversidad sin traducirse en redistribución de poder real, es construir sobre cimientos que siguen siendo excluyentes. Por eso, ese marco de "no racismo" no logró consolidar una sociedad con igualdad sustantiva, y en los últimos años vemos cómo se reactivan, con enorme fuerza, los viejos discursos del odio, las violencias raciales y el desmantelamiento de políticas públicas que habían intentado reparar, al menos en parte, ese legado histórico.

Estamos, entonces, frente a una disyuntiva histórica: o seguimos administrando los efectos de un racismo estructural que ya forma parte de nuestro ADN institucional, o damos un salto cualitativo hacia una sociedad antirracista. Y aquí quiero hacer una distinción clara: ser racista es sostener activamente la exclusión y la jerarquización de unas vidas sobre otras; ser no racista es simplemente no practicarlo, pero sin cuestionar sus bases; y ser antirracista es comprometerse activamente a desarmar esas estructuras, esas instituciones y esos discursos que reproducen desigualdad.

La urgencia, hoy, es esa: pasar de lo no racista a lo antirracista. Porque no alcanza con no discriminar: hay que transformar. No alcanza con denunciar los discursos de odio: hay que construir discursos, prácticas e instituciones que los vuelvan inviables. No alcanza con reconocer la diversidad: hay que garantizar igualdad sustantiva, redistribución de poder, ciudadanía plena y efectiva para quienes históricamente fueron negados.

Refundar una democracia radical argentina implica, por lo tanto, romper con esa tradición de exclusión que viene desde la Constitución de 1853 y que se sostuvo incluso en reformas posteriores. Refundar significa animarnos a imaginar un proyecto de país que no se construya sobre la negación del otro, sino sobre las reparaciones históricas y el reconocimiento pleno de todos y todas. Refundar significa asumir que la igualdad sustantiva no puede ser un eslogan de campaña: debe ser la base de un nuevo pacto constitucional, político y social.

Por eso insisto: no hay justicia social sin justicia racial. Y el desafío que tenemos por delante no es menor. Se trata de decidir si queremos una democracia que solo administre desigualdades o una democracia radical que se atreva a erradicarlas de raíz. Se trata de decidir si aceptamos como destino los discursos de odio que hoy se recrudecen, o si construimos colectivamente un horizonte de justicia social que sólo será real si es también justicia racial.

Ese es el compromiso que tenemos que asumir en este tiempo histórico. Y esa es, también, la invitación que quiero dejarles: pensar y actuar en clave antirracista, porque de eso depende no solo el futuro de nuestras luchas, sino el futuro mismo de nuestra democracia.

*Intervención pronunciada en el panel "Justicia social frente a la crisis nacional: trabajo, salud, cultura, educación y DDHH", en la VII Semana de la Investigación y Desarrollo de la UMET 2025. 29 de septiembre de 2025, Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET).

Fuente: Página 12