La servidumbre perfeccionada: esclavos del algoritmo, prisioneros del clicPor Txema García*
Pensábamos que la esclavitud era una página cerrada de la historia. Que las cadenas se habían oxidado, que los grilletes eran piezas de museo. Pero nos equivocamos. Hoy la esclavitud no se impone con látigos, sino con notificaciones. No se firma con sangre, sino con clics. No se perpetra en campos de algodón, sino en oficinas abiertas, en plataformas digitales, en discursos que nos venden libertad mientras nos atan con algoritmos.
Vivimos en una sociedad que ha perfeccionado el régimen de servidumbre. El individuo ya no es ciudadano: es usuario, cliente, dato. El desclasado, el apolítico, el ignorante, el emprendedor ingenuo... todos giran en torno a un sistema que nos devora mientras nos promete éxito, visibilidad, pertenencia. Pero lo que recibimos es ansiedad, precariedad, aislamiento. Somos piezas de una maquinaria que no entendemos, pero que se alimenta cada día con nuestro tiempo, nuestra atención, nuestro deseo. Y buena parte de ello nos llega por nuestro teléfono.
El algoritmo es el nuevo capataz. Decide qué ves, qué sientes, qué crees. Te premia si confrontas (¡dále al like!), te castiga si reflexionas (te censuro y no te viralizo). Te empuja a odiar al pobre, al migrante, al diferente, mientras oculta a los verdaderos amos del cortijo: los fondos de inversión, los complejos militares-industriales, las transnacionales que saquean el planeta. Todo realizado sigilosamente, como una gran maniobra de distracción. Una coreografía de espejismos. Nos enfrentan entre los de abajo para que no miremos hacia arriba.
La sociedad actual es un teatro de sombras. Las redes sociales simulan comunidad, pero son vitrinas de soledad. El trabajo simula dignidad, pero es una carrera sin meta. La política simula representación, pero es un juego de máscaras. Y el individuo, perdido en este laberinto, ya no sabe qué papel cumple. Cree que emprende, pero lo que hace es sobrevivir. Cree que opina, pero lo que hace es repetir. Cree que elige, pero lo que hace es aceptar.
Wilhelm Reich lo vio venir. En Psicología de masas del fascismo, denunció cómo la represión emocional y la estructura autoritaria del carácter hacían posible el ascenso del totalitarismo. Hoy, esa estructura se ha digitalizado. La obediencia se ha convertido en scroll. La represión, en productividad. El miedo a la libertad, en miedo al algoritmo. Y la izquierda, si quiere ser transformadora, debe dejar de jugar en este tablero amañado. Debe enseñar a leer entre líneas, a desconectar, a organizar, a resistir. Porque esta esclavitud no se rompe con clics. Se rompe con conciencia. Con cuerpo. Con calle. Con comunidad.
En Psicología de masas del fascismo (1933), Wilhelm Reich se preguntaba por qué las masas obreras, que deberían luchar por su emancipación, terminaban apoyando regímenes autoritarios que las oprimían. Su respuesta no se limitaba a lo económico: Reich introdujo la dimensión emocional, sexual y cultural como clave para entender el fascismo. La represión del deseo, la obediencia inculcada en la familia patriarcal, el miedo a la libertad y la necesidad de pertenencia eran, para él, los ingredientes psicológicos que explicaban la sumisión de las masas.
En el Estado español, partidos como Vox y el PP han construido su discurso sobre el miedo y la confrontación. Promueven la idea de que el "otro" -el extranjero, el feminismo, el independentismo, la diversidad sexual- amenaza la unidad, la seguridad y la identidad nacional.
Mientras esto ocurre, ¿quiénes se benefician realmente? Muy sencillo: 1) las grandes eléctricas, la banca y los fondos buitre, que siguen acumulando beneficios récord mientras millones de personas sufren pobreza energética, tienen empleos precarios y no pueden acceder a una vivienda digna. 2) Las multinacionales que controlan sectores estratégicos como la alimentación, las medicinas, la sanidad privada o la educación concertada. 3) El complejo militar-industrial que se refuerza con presupuestos crecientes, mientras se recortan servicios públicos. 4) Las corporaciones tecnológicas que, por medio de los algoritmos de las redes sociales, amplifican el discurso del odio y la polarización, generando una falsa sensación de participación mientras manipulan emocionalmente a los usuarios.
Todo esto encaja con lo que Reich denunció: el fascismo no se impone solo desde arriba, sino que se alimenta de estructuras emocionales profundamente arraigadas. La ultraderecha ofrece orden, pertenencia, identidad. Pero lo hace a costa de la libertad, la empatía y la conciencia crítica.
Hoy, esa estructura emocional sigue vigente. La ultraderecha contemporánea no ha inventado nada nuevo: ha perfeccionado el manual. Fija enemigos externos para desviar la atención de los verdaderos beneficiarios del sistema. Así que necesitamos de forma urgente argumentos para luchar contra este sistema de servidumbre perfeccionada porque el enemigo no es el otro, es el sistema que nos enfrenta entre nosotros los explotados.
La ultraderecha señala al migrante, al pobre, al disidente, al queer. Pero el verdadero enemigo está en los consejos de administración, en los algoritmos que moldean el pensamiento, en los tratados comerciales que blindan el expolio. La izquierda debe dejar de jugar a la reacción y volver a la raíz: señalar al poder económico, al extractivismo, a la financiarización de la vida.
La tecnología no es neutral, es ideología codificada. Los algoritmos no solo censuran: moldean deseos, emociones, creencias. La izquierda debe entender que la batalla digital no es estética, sino estructural. No basta con tener presencia en redes: hay que construir soberanía tecnológica, medios digitales propios, plataformas descentralizadas.
La democracia representativa está agotada. Los parlamentos se han convertido en escenarios de marketing político. Las decisiones reales se toman en despachos opacos, en consejos de administración, en cumbres blindadas, en lobbies transnacionales. La izquierda debe apostar por formas de democracia directa, deliberativa, comunitaria. Hay que volver a la asamblea, al barrio, al contacto personal.
Y es que hay propuestas reales y prácticas para un nuevo rumbo basadas en pedagogía crítica digital, como pueden ser la creación de escuelas populares de alfabetización algorítmica, enseñar cómo funcionan las redes, cómo manipulan y cómo resistir a este marea de fakes que nos inunda, formando militantes en comunicación no dependientes de plataformas corporativas.
Hay que crear, y esto es urgente, infraestructuras propias, impulsar medios alternativos, cooperativas tecnológicas, redes federadas (como Mastodon o Peertube) y recuperar el control sobre los canales de comunicación.
Hay que repolitizar el deseo. La izquierda debe hablar de placer, de cuerpo, de afectos. Reich lo dijo: sin liberar el deseo, no hay revolución.
Hay que crear espacios donde la política no sea solo discurso, sino experiencia compartida, vínculo, comunidad.
Hay que impulsar redes de ayuda mutua. Frente al "sálvese quien pueda", construir redes de cuidados, bancos de tiempo, cooperativas de consumo, espacios de resistencia cotidiana, porque la solidaridad no es un valor abstracto: es una práctica concreta que puede desmontar el individualismo neoliberal.
La desobediencia institucional debiera ser otro pilar fundamental del tránsito hacia una más sociedad más justa, sin esperar a que un gobierno nos salve de la catástrofe. La izquierda debe desobedecer cuando las leyes protegen el expolio.
Si queremos transformar esta sociedad, este sistema, hay que apoyar la insumisión, la ocupación, la autogestión. Crear flotillas de libertad que naveguen fuera del mapa oficial.
Vivimos en un mundo en el que el algoritmo es el nuevo inquisidor: decide qué es verdad, y que merece ser visto. El clic es el nuevo voto sin poder: se contabiliza, pero no transforma. La red social es el nuevo confesionario donde se expone la intimidad, pero no se recibe consuelo. La izquierda institucional es un barco varado, necesita astilleros nuevos, velas nuevas, rutas nuevas.
*Periodista y escritor
Fuente: Conocimiento Libre
Por Txema García*
Pensábamos que la esclavitud era una página cerrada de la historia. Que las cadenas se habían oxidado, que los grilletes eran piezas de museo. Pero nos equivocamos. Hoy la esclavitud no se impone con látigos, sino con notificaciones. No se firma con sangre, sino con clics. No se perpetra en campos de algodón, sino en oficinas abiertas, en plataformas digitales, en discursos que nos venden libertad mientras nos atan con algoritmos.
Vivimos en una sociedad que ha perfeccionado el régimen de servidumbre. El individuo ya no es ciudadano: es usuario, cliente, dato. El desclasado, el apolítico, el ignorante, el emprendedor ingenuo... todos giran en torno a un sistema que nos devora mientras nos promete éxito, visibilidad, pertenencia. Pero lo que recibimos es ansiedad, precariedad, aislamiento. Somos piezas de una maquinaria que no entendemos, pero que se alimenta cada día con nuestro tiempo, nuestra atención, nuestro deseo. Y buena parte de ello nos llega por nuestro teléfono.
El algoritmo es el nuevo capataz. Decide qué ves, qué sientes, qué crees. Te premia si confrontas (¡dále al like!), te castiga si reflexionas (te censuro y no te viralizo). Te empuja a odiar al pobre, al migrante, al diferente, mientras oculta a los verdaderos amos del cortijo: los fondos de inversión, los complejos militares-industriales, las transnacionales que saquean el planeta. Todo realizado sigilosamente, como una gran maniobra de distracción. Una coreografía de espejismos. Nos enfrentan entre los de abajo para que no miremos hacia arriba.
La sociedad actual es un teatro de sombras. Las redes sociales simulan comunidad, pero son vitrinas de soledad. El trabajo simula dignidad, pero es una carrera sin meta. La política simula representación, pero es un juego de máscaras. Y el individuo, perdido en este laberinto, ya no sabe qué papel cumple. Cree que emprende, pero lo que hace es sobrevivir. Cree que opina, pero lo que hace es repetir. Cree que elige, pero lo que hace es aceptar.
Wilhelm Reich lo vio venir. En Psicología de masas del fascismo, denunció cómo la represión emocional y la estructura autoritaria del carácter hacían posible el ascenso del totalitarismo. Hoy, esa estructura se ha digitalizado. La obediencia se ha convertido en scroll. La represión, en productividad. El miedo a la libertad, en miedo al algoritmo. Y la izquierda, si quiere ser transformadora, debe dejar de jugar en este tablero amañado. Debe enseñar a leer entre líneas, a desconectar, a organizar, a resistir. Porque esta esclavitud no se rompe con clics. Se rompe con conciencia. Con cuerpo. Con calle. Con comunidad.
En Psicología de masas del fascismo (1933), Wilhelm Reich se preguntaba por qué las masas obreras, que deberían luchar por su emancipación, terminaban apoyando regímenes autoritarios que las oprimían. Su respuesta no se limitaba a lo económico: Reich introdujo la dimensión emocional, sexual y cultural como clave para entender el fascismo. La represión del deseo, la obediencia inculcada en la familia patriarcal, el miedo a la libertad y la necesidad de pertenencia eran, para él, los ingredientes psicológicos que explicaban la sumisión de las masas.
En el Estado español, partidos como Vox y el PP han construido su discurso sobre el miedo y la confrontación. Promueven la idea de que el "otro" -el extranjero, el feminismo, el independentismo, la diversidad sexual- amenaza la unidad, la seguridad y la identidad nacional.
Mientras esto ocurre, ¿quiénes se benefician realmente? Muy sencillo: 1) las grandes eléctricas, la banca y los fondos buitre, que siguen acumulando beneficios récord mientras millones de personas sufren pobreza energética, tienen empleos precarios y no pueden acceder a una vivienda digna. 2) Las multinacionales que controlan sectores estratégicos como la alimentación, las medicinas, la sanidad privada o la educación concertada. 3) El complejo militar-industrial que se refuerza con presupuestos crecientes, mientras se recortan servicios públicos. 4) Las corporaciones tecnológicas que, por medio de los algoritmos de las redes sociales, amplifican el discurso del odio y la polarización, generando una falsa sensación de participación mientras manipulan emocionalmente a los usuarios.
Todo esto encaja con lo que Reich denunció: el fascismo no se impone solo desde arriba, sino que se alimenta de estructuras emocionales profundamente arraigadas. La ultraderecha ofrece orden, pertenencia, identidad. Pero lo hace a costa de la libertad, la empatía y la conciencia crítica.
Hoy, esa estructura emocional sigue vigente. La ultraderecha contemporánea no ha inventado nada nuevo: ha perfeccionado el manual. Fija enemigos externos para desviar la atención de los verdaderos beneficiarios del sistema. Así que necesitamos de forma urgente argumentos para luchar contra este sistema de servidumbre perfeccionada porque el enemigo no es el otro, es el sistema que nos enfrenta entre nosotros los explotados.
La ultraderecha señala al migrante, al pobre, al disidente, al queer. Pero el verdadero enemigo está en los consejos de administración, en los algoritmos que moldean el pensamiento, en los tratados comerciales que blindan el expolio. La izquierda debe dejar de jugar a la reacción y volver a la raíz: señalar al poder económico, al extractivismo, a la financiarización de la vida.
La tecnología no es neutral, es ideología codificada. Los algoritmos no solo censuran: moldean deseos, emociones, creencias. La izquierda debe entender que la batalla digital no es estética, sino estructural. No basta con tener presencia en redes: hay que construir soberanía tecnológica, medios digitales propios, plataformas descentralizadas.
La democracia representativa está agotada. Los parlamentos se han convertido en escenarios de marketing político. Las decisiones reales se toman en despachos opacos, en consejos de administración, en cumbres blindadas, en lobbies transnacionales. La izquierda debe apostar por formas de democracia directa, deliberativa, comunitaria. Hay que volver a la asamblea, al barrio, al contacto personal.
Y es que hay propuestas reales y prácticas para un nuevo rumbo basadas en pedagogía crítica digital, como pueden ser la creación de escuelas populares de alfabetización algorítmica, enseñar cómo funcionan las redes, cómo manipulan y cómo resistir a este marea de fakes que nos inunda, formando militantes en comunicación no dependientes de plataformas corporativas.
Hay que crear, y esto es urgente, infraestructuras propias, impulsar medios alternativos, cooperativas tecnológicas, redes federadas (como Mastodon o Peertube) y recuperar el control sobre los canales de comunicación.
Hay que repolitizar el deseo. La izquierda debe hablar de placer, de cuerpo, de afectos. Reich lo dijo: sin liberar el deseo, no hay revolución.
Hay que crear espacios donde la política no sea solo discurso, sino experiencia compartida, vínculo, comunidad.
Hay que impulsar redes de ayuda mutua. Frente al "sálvese quien pueda", construir redes de cuidados, bancos de tiempo, cooperativas de consumo, espacios de resistencia cotidiana, porque la solidaridad no es un valor abstracto: es una práctica concreta que puede desmontar el individualismo neoliberal.
La desobediencia institucional debiera ser otro pilar fundamental del tránsito hacia una más sociedad más justa, sin esperar a que un gobierno nos salve de la catástrofe. La izquierda debe desobedecer cuando las leyes protegen el expolio.
Si queremos transformar esta sociedad, este sistema, hay que apoyar la insumisión, la ocupación, la autogestión. Crear flotillas de libertad que naveguen fuera del mapa oficial.
Vivimos en un mundo en el que el algoritmo es el nuevo inquisidor: decide qué es verdad, y que merece ser visto. El clic es el nuevo voto sin poder: se contabiliza, pero no transforma. La red social es el nuevo confesionario donde se expone la intimidad, pero no se recibe consuelo. La izquierda institucional es un barco varado, necesita astilleros nuevos, velas nuevas, rutas nuevas.
*Periodista y escritor
Fuente: Conocimiento Libre