Opinión

El nocivo encanto de la distinción política

Por Sebastián Sayago*.

El discurso político es esencialmente confrontativo. El actor político (individuo, grupo o partido) está obligado a manifestar y resaltar sus diferencias con otros actores. No solo debe afirmar que lo que los otros hacen o dicen está mal, sino que además debe decir que él quiere, puede y sabe hacer las cosas mejor. Esto forma parte del dispositivo del discurso político. Se desprende, entonces, que un político que no se esfuerza por distinguirse del resto no cumple adecuadamente las reglas del juego.

El ethos político está fundado en la distinción y la confrontación. Todo lo bueno o lo malo que sucede es explicado a partir de este mecanismo discursivo. Ya se sabe: el otro es el culpable de lo que sucede o es la amenaza que puede empeorar la situación.

Para la ciudadanía, la distinción política resulta encantadora, espectacular, incluso festiva. Se disfruta de la confrontación exacerbada, las acusaciones, el morbo de la grieta (la que haya). Se deposita la esperanza en alguna figura que tenga la autoridad y la valentía para levantar el dedo y señalar lo que está mal y, si no tiene tales atributos, que al menos haga el esfuerzo. Y los políticos responden a las expectativas: quienes han estado juntos aparecen luego distanciados y devenidos en enemigos acérrimos y quienes han estado enfrentados pueden aparecer abrazados y dispuestos a luchar contra un enemigo común. Todos se muestran convencidos y la verosimilitud de la puesta en escena dura la extensión de una campaña electoral.

El éxito del show

El encanto de la distinción política garantiza el éxito del show, del remanido número de los políticos intercambiando chicanas y acusaciones a través de los medios de comunicación. No siempre fue así: antes, no hace mucho, los principales líderes eran personas carismáticas, con dotes oratorias. Ahora eso no hace falta para triunfar en política: el marketing compensa y disimula estas carencias.

Ahora bien, el juego de la distinción tiene un efecto funesto. Los políticos se esfuerzan tanto en diferenciarse del resto que hacen imposible un acuerdo que priorice la nación, la provincia o el municipio por encima de los intereses sectoriales. Si vociferamos a cuatro vientos que el otro está equivocado y que miente, ¿cómo podríamos sentarnos con él para consensuar un proyecto más allá de nuestra rivalidad?

Seguramente hay puntos en los que podría haber mucha coincidencia. Por ejemplo, en las provincias patagónicas, la importancia de la salud y de la educación públicas, la necesidad de diversificar la matriz productiva para comenzar a superar el extractivismo. Debería ser posible acordar líneas estratégicas en algunos campos, detallando objetivos, recursos, acciones, a mediano y largo plazo. Entonces, los cambios de gobierno no serían "borrón y cuenta nueva", porque se trascendería el cortoplacismo ya naturalizado en la gestión política.

Pero la distinción política impide esta posibilidad, porque el político cree conveniente exagerar siempre las diferencias, con el anhelo de llegar al gobierno para empezar de cero y dejar su sello. No reconoce en ello un fracaso y un perjuicio para el Estado y la ciudadanía.

Y así seguimos, como pasajeros de un vehículo que va de banquina en banquina a volantazos, siempre a punto de volcar o derrapar. En vez de pensar y analizar las oportunidades perdidas, todo el potencial desaprovechado, reímos y celebramos el show del momento.

* Docente e investigador en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.