Opinión

"Patria es Humanidad": una visión del racismo y la discriminación en Europa y en Comodoro

Por Sebastián Sayago*.

En Jerez de la Frontera, ciudad ubicada en el sur de la Península Ibérica, hay un equipo de fútbol llamado Alma de África. Compite en la categoría más baja del fútbol español: la cuarta de Andalucía y octava de España. Está conformado por inmigrantes de más de 15 países: Camerún, Congo, Nigeria, Mali, Mauritania, Bolivia y Guatemala, entre otros. Se dice que, en los entrenamientos y en el vestuario, conviven alrededor de 200 lenguas y dialectos y varias religiones.

Son inmigrantes que vivían (y viven) en condiciones precarias, muchos de ellos en la calle. Tomaron el fútbol como un modo de encuentro, una forma de pararse unos a lado de los otros y levantar la cara frente a una sociedad que los discrimina. Muchos de ellos pasaron grandes penurias y sobrevivieron a guerras, traficantes de personas y viajes en pateras.

El pasado fin de semana fueron noticia porque, cansados de ser objeto de discriminación, salieron a la cancha con camisetas que, en vez de nombres, tenían los insultos que cotidianamente reciben: "mono", "esclavo", "sudaca", "sin papeles", "indio", "gitano", "gorila". Fue un modo de levantar la voz y denunciar el hostigamiento que reciben por ser de origen africano o sudamericano, por ser pobres, por haber huido de sus países para subsistir y aspirar a una vida digna.

En Comodoro Rivadavia, dos fines de semanas antes de la lección de moral dada por Alma de África, un partido de fútbol estuvo a punto de ser suspendido a raíz de los insultos sufridos por un jugador de 15 años, boliviano. El racismo y la discriminación también son prácticas habituales aquí y, por supuesto, trascienden el mundo del deporte. En todo caso, un espectáculo futbolístico da el marco propicio para que quienes se divierten humillando a grupos estigmatizados lo hagan impunemente.

El rechazo y la celebración

Cada tanto se publica alguna noticia sobre la cantidad de inmigrantes en Chubut o sobre la posibilidad de que los extranjeros paguen por su atención en los hospitales públicos. Cuando esto ocurre, los comentarios en las redes sociales manifiestan, con crudeza, la fuerza de los prejuicios y de las actitudes xenófobas que hay entre nosotros.

Se los responsabiliza de todos los males, se suman características negativas y se exige al Estado que ponga un freno a la llegada de inmigrantes (claro, no a todos, sino a los de los grupos estigmatizados por aspectos étnicos y/o socioeconómicos).

El problema nunca es la falta de planificación urbana, la dificultad para acceder a las tierras, la escasez de empleo, la crisis económica, la insuficiencia del servicio de salud, es decir, la gestión política. Ellos constituyen el problema, porque están aquí, porque quisieron venir y pretenden quedarse con nosotros.

Estos comentarios xenófobos están fundados en la cuestionable idea de que alguna vez fuimos una comunidad pura, homogénea y pacífica, en la que todos trabajábamos y éramos argentinos y nos unía el amor a la Patria. Se deriva de lo anterior la exigencia de que se eche a estos extranjeros antes de que nos contaminen, para recuperar esa comunidad ideal a tiempo y de una vez por todas.

Como la sociedad es contradictoria, paralelamente celebramos la diversidad cultural. Sin ir más lejos, el pasado 25 de mayo, muchos hijos de esos padres y madres discriminadores actuaron en la escuela caracterizados como negros, mulatos y mestizos, bailaron candombe y representaron la idea de una revolución popular, digno inicio de una nación. Y hay otras fiestas comunitarias en las que esos inmigrantes aparecen públicamente y son aplaudidos, como en el carnaval.

La discriminación étnica, de clase y de género surge cuando hay una matriz cultural que impide ver al otro como uno mismo, cuando el enojo y la frustración encuentran un blanco fácil que parece explicarlo todo, porque cuestionar la cultura y el orden político y económico es mucho más complejo.

La aceptación

Para nadie es fácil dejar su país, su familia, sus amistades, su entorno geográfico, su lengua y arriesgar la vida para llegar a un lugar donde a duras penas puede ganarse el pan y, a cambio, tiene que soportar gestos de desprecio y ofensas.

El inmigrante espera que, al final, lo perdonen por estar ahí y por ser como es, que progresivamente lo dejen de molestar (a él y a su familia) y lo terminen aceptando. Pero esa aceptación debe ser algo más que un deseo individual: debería ser el objetivo de una política de Estado que se materialice en la escuela y en los medios de comunicación.

Hace un año, el presidente Macron concedió la ciudadanía francesa a Mamoudu Gassama, conocido como el "Spiderman sin papeles", luego de que arriesgara su vida para salvar a un niño que pendía de un balcón en un cuarto piso. El premio obedeció a un clamor popular: un joven proveniente de Mali hizo lo que no se había atrevido a hacer ninguno de los ciudadanos franceses que contemplaban azorados la dramática escena. Fue un hecho que sirvió de contrapunto frente al resurgimiento del fascismo europeo.

Una tarde de enero de 2017, en un barrio de comodoro Rivadavia, dos muchachos argentinos asesinaron de un balazo en el pecho a Jhon Blas Gutiérrez, un joven ingeniero boliviano egresado de la Universidad Nacional de la Patagonia, que había vuelto de su trabajo y estaba ayudando a sus padres en la atención de una tienda. Ese acontecimiento también produjo un gran impacto social, pero la indignación no llevó a una reflexión generalizada sobre la inmigración en la ciudad.

De un modo poco visible, en la compleja instancia de la vida cotidiana, hay resistencias y cambios, comprensión y negación. Operan obstáculos ideológicos que impiden entender que el otro (y la otra) es alguien como yo, que quiere alimentar a sus hijos, darles educación, atención médica, elementos para un futuro mejor, en el que no tengan que emigrar.

La discriminación social promueve la lucha de los pobres contra los pobres, de los que tienen algo contra los que no tienen nada. El problema de fondo no es el flujo migratorio ni la mano de obra barata, sino el capitalismo, que devora países, masacra poblaciones enteras, condena al hambre y a la miseria a generaciones en todo el planeta. Si asumiéramos que, de diferentes modos, todos somos víctimas de ese sistema, que no hay tantas diferencias entre quienes solo podemos vender nuestra fuerza de trabajo (y sacrificar gran parte de nuestra vida) a cambio de un salario que en general es escaso, podríamos entender que, como afirmó José Martí, "Patria es Humanidad". O debe serlo.

*Docente e investigador en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.