Cultura

Memoria del Indio Solari

Fernando García. El País - Sección Cultura.

Dice el Indio Solari, líder del grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, que son recuerdos que mienten un poco. Sin embargo allí, en la narración, está el artista complejo y visionario.

Comunicándose a través de un videíto casero desde su búnker en el oeste del conurbano bonaerense, Indio Solari agradece y dice que "esto no estaba en la agenda de mi futuro".

Está sentado en una silla de diseño y lleva puesta una chaqueta estilo combat y anteojos oscuros, como de costumbre. El mensaje es breve y será visto en un acto en el cual la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y el Senado de la Nación se han unido para declarar al best seller Recuerdos que mienten un poco de interés cultural.

En el acto en el local La Trastienda están Mariano Recalde, un legislador kirchnerista que supo conducir Aerolíneas Argentinas; Santiago Carreras, senador por la provincia de Buenos Aires por el Frente para la Victoria y el periodista y escritor Marcelo Figueras, quien trabajó dos años junto a Solari para dar forma a estas memorias. Dada la enorme repercusión editorial que tuvieron las memorias de Solari desde su salida en marzo y que Argentina atraviesa un año electoral, esta suerte de caricia de la política al rock podría verse como un acto opositor. Referentes de segunda línea del kirchnerismo celebran los recuerdos de Solari casi como un triunfo propio.

De alguna manera, vinculan la riquísima experiencia de vida que Solari al fin decidió envasar entre dos tapas con la épica en la que esa fuerza derivada del peronismo se reconoce. Así, el éxito editorial de Solari, su vida misma, son señalados menos como un grito tardío de la contracultura que como un peldaño en la pelea por el regreso al poder.

Solari, que en este libro se encarga de recordarnos su larga marcha por el lado salvaje, resulta ahora agasajado casi como un ciudadano ilustre, un ejemplo. Parece un contrasentido y de algún modo lo es. Pero Solari también juega el juego. Aceptar la distinción y filmarse en ese estilo Dalai Lama urbano o líder carismático en el exilio es mandar un mensaje al poder político a cargo, al macrismo.

Solari seguramente hubiera rechazado un reconocimiento que viniera de esa fuerza y del mismo modo cuesta imaginar, que aún con intenciones proselitistas, los legisladores vinculados a Cambiemos hubieran querido agasajarlo de algún modo. Cuando los Redondos empezaron a ser un grupo de estadios, Solari machacaba en cada una de las entrevistas con que ellos venían de una época en la que "la cultura no daba premios". El éxito editorial (y político) de este libro de memorias pareciera indicar que, como cantaba Dylan, los tiempos cambiaron.

GÉNERO HÍBRIDO

Solo con los libros que se han escrito sobre la leyenda de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota se podría llenar el estante de una biblioteca: de la ficción al ensayo y la crónica periodística. Sin embargo, hasta ahora, casi veinte años desde la separación del grupo, Solari no había prestado su voz a ninguno de estos relatos más allá de la cita extraída de alguna de las entrevistas que, a cuentagotas, dio a la prensa gráfica y más eventualmente a la radio.

Las casi 800 páginas de Recuerdos que mienten un poco son, por fin, su versión de las cosas. La voz áspera de Los Redondos se remonta desde la historia de su familia de origen (abriendo a los lectores el álbum familiar e incluso un diario de su madre) a la que formó con su pareja Virginia ("Viruta") y su hijo Bruno y revisa puntillosamente una vida que tiene casi la misma duración que la cultura rock a la que, en Argentina, ha contribuido a definir con su lírica y enigmática presencia.

El género elegido aquí es híbrido. Solari no ha escrito sus memorias (el plan original era que Figueras fuese una suerte de ghost writer) sino que sus recuerdos están sostenidos por una larguísima conversación con el periodista y escritor aunque sin la forma de una entrevista periodística. No se trata de un ida y vuelta entre entrevistador y entrevistado sino que la voz de Figueras muchas veces asume la forma del archivo para apuntalarlo. Otras expone sus propios puntos de vista para que Solari termine por legitimarlos.

Resulta notorio cómo el periodista insiste en ubicar a la voz de Los Redondos en la genealogía nacional y popular cuando si hay una tradición a la que abona Solari es la de la contracultura norteamericana: de la poesía beat a la antipsiquiatría y el New American Cinema. Ni Discépolo ni Rodolfo Walsh ni el peronismo estuvieron alguna vez en su radar.

La experiencia de entrevistar a Solari dice que rara vez sus respuestas se ajustan enteramente a la pregunta y que su discurso toma bifurcaciones impensadas. Ordenar su voz en forma cronológica hace que la pieza de conversación se vuelva por momentos un espejismo.

El libro gordo del Indio no tiene valor sólo por lo que ha decidido contar sino por cómo lo hace. Más allá de revelar cuestiones pendientes como la circunstancia de la separación o el origen del nombre de Los Redondos, Solari exhibe una prosa oral riquísima donde se mezclan la voz del "hombre psicodélico" (así se llama a sí mismo) informada por años de lecturas y experiencias alternativas y la de una erudición popular adquirida en la peripecia argentina de los últimos cincuenta años. Por más que haya elegido recluirse en una quinta de Parque Leloir, un barrio residencial y acomodado del oeste bonaerense, Solari exhibe en su discurso lo que se podría llamar "calle". Dicho en sus propios términos: es alguien que "se ha untado las mantecas".

Toda la precuela de Indio Solari, cuando simplemente era Carlos Alberto Solari (entre las ilustraciones del libro se exhibe su cédula de identidad número 2.286.640, reliquia de estatura casi religiosa) resulta fascinante. Sus recuerdos no son una sumatoria de episodios sino que están impregnados de experiencia sensible. Como cuando repasa la llegada de la música a su vida. Página 26: "Frente al correo estaba la plaza principal, que tenía una pérgola donde tocaban distintas bandas: la de la Municipalidad, la de la Marina... Nélida me llevaba y yo me fascinaba con el brillo de los vientos. Los músicos de la Marina usaban polainas y yo las imitaba, subiéndome mis soquetitos blancos. Tendría 3 o 4 años. Volvía a casa flotando en el aire, colocado como si hubiese salido de un recital. Mis viejos no eran melómanos, pero ponían música clásica en la radio. Todavía tengo la cañita que usaba entonces como batuta. Me la devolvió mi vieja antes de morir. En aquel entonces me ponía encima de un papel de diario que oficiaba de escenario, delante de una radio vieja -esas que parecían catedrales de madera- y "dirigía" desde ahí. En casa no había muchos discos. Estaban, sí, esas colecciones típicas de la época, que armaba la revista Selecciones del Reader's Digest: Música para soñar y reposar. Venían en una caja, las partes más reconocibles de las obras clásicas: Chopin, Wagner".

Solari pinta así un mundo de pueblo, el de la ciudad de Paraná, ya casi inexistente y del que fue testigo. Eso sucedió antes de su definitiva mudanza a La Plata, ciudad cuya trama sociocultural en los 60 y 70 es también la materia de este libro. Evitando la tentación de la sociología barata, el cantante es capaz de bocetar en un párrafo el mundo que lo rodeaba en su adolescencia. La ciudad de las diagonales exhibía una falsa aristocracia que alardeaba en las confiterías céntricas mientras los hijos de la clase media que las familias mandaban a estudiar a Europa volvían con la información de la psicodelia y la contracultura antes de que circulara en los medios. Ya entonces Solari se movía hábilmente entre los intersticios. Una frase suya que aparece muy pronto en su racconto bien podría ir a parar a esas banderas que su fans se esmeran en desplegar en las así llamadas misas ricoteras. Solari dice en forma de sentencia que "siempre tuve amigos en el cielo y en el infierno. Del cielo me gusta el clima, nomás. Del infierno, la compañía".

Imposible no sentirse atraído por esa filosofía de estaño. Lo mejor que tiene Recuerdos que mienten un poco (debe ser cierto) es que captura la atmósfera de lo que significa estar sentado frente a Solari escuchándolo hablar: una suerte de encantador de serpientes que hace que se olviden, un poco, las premisas con las que se armó el libro. Este cronista recuerda una entrevista (citada por Figueras en el libro) en el vestuario del Estadio Centenario antes del concierto que Los Redondos dieron en Montevideo en 2000. En penumbras y ayudado por un whisky escocés, Solari se había remontado a su infancia sin que la entrevista lo pidiera y, de pronto, estaba evocando el impacto de haber escuchado por vez primera a Los Beatles.

Con una campera rompevientos y un cuidado puntilloso por la voz, Solari hablaba de aquel grito: "Yeah, yeah, yeah". El estremecimiento final, onomatopéyico, de "She loves you", decía, le había abierto todas las puertas cuando ni siquiera había entendido la letra.

BANDA ORIENTAL

Además de los encuentros que Solari mantuvo con Homero Alsina Thevenet, relatados en la página 426 del libro (ver recuadro), hay una conexión uruguaya poco explorada que el músico descubre en la página 101 donde se refiere a un viaje junto a una novia de su vida pre Redondos, Andrea. "Ya era una época jodida, entonces. Lo primero que hicimos fue ir a Uruguay. Había un conocido que tenía una empresa de camiones y movía mercadería rumbo a Brasil. (...) Cuando llegamos a Treinta y Tres Orientales (sic), nos pararon en un destacamento que, como en las películas, estaba cubierto de arena como protección contra potenciales ataques guerrilleros. Además estaba todo empapelado con carteles al estilo BUSCADO. (...) Daba la sensación de que había más fugitivos, en ese momento, que gente viviendo en Uruguay. Encima yo tenía barba en esa época. Nos miraban torcido, éramos raros".

Por años, a partir de una historia relatada por Fenton, bajista de la etapa clandestina de Los Redondos, se especuló con los posibles vínculos de Solari y las organizaciones armadas de la militancia revolucionaria. El cantante repasa aquel episodio en un comité del Partido Humanista pero deja claro que la búsqueda era distinta. Página 160: "La militancia orgánica no tenía que ver con mis ideales. Yo no podía pensar como un montonero. Estaba afuera de ese menú. Compartía parte de la mirada, eso de estar en contra de la opresión (...) pero nuestros caminos no eran los mismos. Yo quería ser dueño de mi vida. Por eso tenía discusiones con ellos".

Recuerdos que mienten un poco se complementa con fotografías de distintas épocas de Solari, ¡cuando estaba a cargo de un hogar de niños!, y de algunos de sus dibujos inspirados en el expresionismo pop del historietista Robert Crumb. Sin embargo, hay que leer las descripciones que hace de sí mismo para tener una pintura más completa. En la página 73 detalla: "Yo andaba con el pelo largo y con una camisa roja con una especie de diamante pegado. Me ponía unos pantalones anchos azules, con estrellas plateadas acá y unos zapatos de taco alto que se usaban en esa época" ¡Qué daríamos por tener un holograma de ese Indio glam perdido en La Plata!

Los hermeneutas de Solari valorarán la descripción que el cantante hace tema por tema de sus discos con Los Redondos y solista. Su historia es también la de su público que incluye mártires como Walter Bulacio, joven asesinado en 1991 tras concurrir a un concierto de Los Redondos, o la de un grupo que pasó de la intelligentsia underground a una masividad fuera de control. En ese sentido su balance tiende a menospreciar como snob al público que apostó por el cabaret dadaísta que el grupo presentaba a principios de los 80, y a idealizar a los "desangelados" (aquí sí se verifica un paralelo con el "descamisado" peronista), público que se mueve como una turba para verlo en distintos lugares de la Argentina.

Al cierre de esta nota circuló por las redes sociales un insólito video de una banda de bronces de la policía argentina interpretando algunos viejos hits de Los Redondos. Como si aquella ensoñación de Solari niño con la orquesta militar de Paraná se hubiera corporizado ahora en una pesadilla. Interés cultural, versiones en tiempo de marcha, demasiados honores para una vida que se esmeró en salirse del GPS de la cultura de su época. Está claro que hablamos ahora de un best seller y no ya del enigmático cantante calvo cuya voz introducía versos dolidos e inauditos para el oído del rock argentino y rioplatense. Atrapado en libertad, cantaba él mismo en una de las canciones de Oktubre (1987), premonitoria obra de un artista a todas luces visionario.

Fuente: El País