El mundo

Una crónica desde las calles de Santiago: el futuro es un lugar extraño

Un semáforo dado vuelta y su señal -el hombre verde que camina- patas arriba. Eso fue lo que me señaló el brasileño. Venía fumando una colilla de cigarro, seguramente recogida del suelo. ¿De dónde eres? Le pregunté: de Río de Janeiro. Estuve ahí cuando tenía quince años, pero eso no venía a cuento, porque lo que sí venía era la historia que me contó: "llevó cinco años viviendo en Chile. Aunque soy de otro país, tengo que luchar por todos; tengo que alimentarme, mantenerme cuerdo, trabajar. Estos días no he podido trabajar bien: he recogido basura para comer. Vivo en una carpa frente al metro Salvador. Ahí estoy, hago una cosita, gano plata y me mantengo, pero amigo, estoy en la calle y hoy soy un chileno y debo luchar por los chilenos". Su cara decía mucho más de lo que me contó. En mi mochila llevaba varias mandarinas que compré al inicio de mi travesía. Le di una y me contestó: "esta mandarina la guardo en mi corazón". Nos dimos un abrazo y seguí mi caminata: frente a mí, el Cerro Santa Lucía y una marcha que me sacó lágrimas: cada vez eran más los que ahí llegaban, con carteles, con su familia, con el sol de frente y toda una represión policial en ciernes.

En la calle Vergara me acerqué a los militares apostados en la ex - estación República. Les pregunté cómo estaban. "Agotados", dijo uno. ¿Almorzaron? Nada. Sobrevivían con unas barras de cereales y agua. Turnos de más de diez horas y con suerte dormir dos en el cuartel. Les pregunté qué les parecía lo que había dicho Piñera sobre que estábamos en una guerra y - jaque mate- se miraron, esbozaron sonrisas y todo quedó más que claro. Ingenuo o no me fui y seguí hacia La Moneda donde me resultó más difícil hablar con la policía; esquivaban completamente las preguntas. Hasta que encontré en la calle Nueva York a una con su casco y escudo, sacando un caramelo del bolsillo. "Es que no he comido nada desde las siete de la mañana". Eran las cuatro de la tarde. ¿Y hasta qué hora tienes que estar acá? "Hasta que esto se acabe" ¿Y si esto no se acaba más? ¿Te parece justo ese trato? "Tengo que cumplir". Mira, te estás cayendo al suelo.

Ya a esa altura yo era un sospechoso, pero es que en realidad todo el día había sido un sospechoso. En la mañana conversando con un chófer de micros que se había quedado toda la noche con un fierro defendiendo el consultorio del vandalismo. "Yo estaba en eso, después del medio asado con las tremendas chelas, cuando mi mujer me dijo que había fallecido su mamá... pfff... no tení idea lo que fue mi día, cabro". Choque de manos, hasta pronto. Sospechoso por hablar con el conserje del edificio donde trabajo: "son unos payasos los que nos gobiernan, ¿cómo pueden salir a decir que estamos en guerra?". Cuídese, nos vemos pronto. Sospechoso de conversar con una señora en el camino de vuelta que apoyaba a los chiquillos que llegaban a Plaza Italia. "Yo dejé de ver la tele. Usted no sabe, tengo el celular lleno de vídeos terribles de los militares y la policía reprimiendo. No justifico los saqueos y el lumpenaje ¿se dice todavía así? Pero es que si me paran, me voy presa". No se va a ir presa, querida, siga en la lucha, manténgase fuerte, gracias por bancar a nuestros cabros. Sospechoso de saludar a un colectivo de artistas en calle Sazie que repartían fotos de Gladys Marin (la histórica militante comunista), completamente organizados: pertrecho de limones, agua con bicarbonato, primeros auxilios, camillas, todo lo que se pudiera buscar. "Soy de Uruguay, vecino, y aquí estoy. Nosotros damos atención y resguardo a quien lo necesite". Gracias, amiga, toda la buena onda. Sospechoso de hablar con un ciclista que había recibido un perdigón en la cara la noche anterior, en la zona este de Santiago. Me mostró su marca: "por suerte no le dispararon a mi hermana que está embarazada y que estaba al lado mío, hueón. ¡Chucha madre! ¡Están desbocados estos culiados!". Sospechoso de todo. Todos somos sospechosos.

Y así fue como logré dar con la Plaza Italia, a lo lejos, en una batalla que yo era incapaz de luchar, salvo imponiendo mi presencia como un número, como otro más en la gran jugada. En cada intersección las piedras y el gas lacrimógeno estaban a la orden del día. Unas chicas me bañaron en bicarbonato y volví a sentir el fuego de las barricadas. Un momento histórico, dijo mi hermana horas más tarde cuando le conté, sin embargo estos días han sido históricos y es imposible que un escritor, que una escritora no estén allí: dando la batalla de Chile, segunda parte, ojalá la final. Por eso es que me encontré a mi cumpa, el poeta y editor Juan Carlos Villavicencio, el Oscuros Ríos, con tan sólo un pañuelo y agitando, y también vi a su compañera y su hermano y a un amigo: corriendo de los guanacos, los zorrillos y esa fauna ancestral de la represión. Los encapuchados saltando sobre las paradas de micro, las banderas mapuches, más y más ciclistas, el humo del plástico quemándose, la ferocidad: reclamar esta ferocidad inaceptable de tener una serie de políticos incompetentes, irresolutos en cualquier término que -como dijo el muchacho que es conserje de mi edificio, estudiante de economía- "hoy lograron trabajar como nunca; aprobaron tres leyes históricas: la congelación del alza a las tarifas de transporte; la baja de los sueldos de los diputados y senadores; la mejora de pensiones". Más claro, imposible: la presión del asfalto.

Sin embargo lo que pueda ser aquí contado es una parte del conflicto. Mientras escribo los chicos bailan al ritmo del caceroleo en plena calle, un amigo avisa que le quemaron la oficina en el centro de Quillota, otro de la inminencia del enfrentamiento en La Cruz, hay 11 muertos y cientos de videos que circulan de la armada irrumpiendo a balazo limpio en Valparaíso, de militares arrojando personas desde sus móviles, de policías robando, quemando supermercados, aterrorizando en las ferias libres. Mi verdulero lo dijo: "los paramos a esos hueones y eran todos pacos de civil. Creen que somos hueones los del gobierno, pero no cumpita, nos tenemos que defender entre todos porque siempre estuvimos solos".

La escritora chilena Cynthia Rimsky nos enseñó a todos a salir a la calle y tomar notas. Nos enseñó a conversar, a tomar fotografías, a hacer de un libro una multiplicidad de voces. Ramal es eso, Los perplejos es eso, sin embargo dentro de su literatura hay un libro bastante particular, El futuro es un lugar extraño, una novela en donde las frustraciones de una trabajadora y luchadora social se aglomeran, en una mixtura de presente y pasado, y en donde, en un momento la Caldini -la protagonista de esta historia- tiene una especie de ensoñación de una insurrección que se produce en Chile: la gente sale a la calle y lucha y se expresa libremente: abren los ojos. Esa novela hoy es el único título que puede llevar esta crónica: ¿Qué pasará mañana, Cynthia? ¿Qué va a pasar en este país mientras pasan los helicópteros? No lo sabemos, pero en la Alameda hoy se escuchaba un solo grito: "¡Chile despertó / despertó / despertó / Chile despertó".

Fuente: diegopersonae.wordpress.com