El país

Buenos Aires neoliberal: un bien común usurpado y vacío de sentido

Gabriela Massuh.

Días atrás me puse a revisar libros con fotos de Buenos Aires. Hacían un recorrido por la ciudad en blanco y negro que abarcaba aproximadamente las décadas de 1910 a 1960. Extrañamente, no me provocaban nostalgias. Tampoco esa típica jactancia porteña de añorar la gloria de un conglomerado urbano que ya fue. Cuando Adrián Gorelik analiza la formación de los barrios porteños a comienzos del siglo XX, sostiene que el trazado previo de la grilla de manzanas que cuadriculaba el territorio de la ciudad permitió que los barrios se conformaran como ámbitos políticos de convivencia compartida. Esa grilla de calles rectas, a menudo repudiadas por su tediosa monotonía, fue precisamente la marca de la voluntad política del Estado de guiar la expansión; la grilla ofició de vía de propagación del espacio público a toda la ciudad, convirtiéndola en un tablero de mezcla cultural, simultaneidad social y manifestación pública. Buenos Aires creció en función de un espacio público integrador de la diversidad. Y creció con el cuidado de otorgarle a ese espacio territorios de integración social en sus plazas, su arbolado, sus bosques, así como políticas de salud, vivienda, educación.

Aquella ciudad tenía una atmósfera peculiar. Una huella a la vuelta de la esquina. Nunca mejor expresado que por aquel "y de pronto sentí Buenos Aires" del Borges de diecinueve años volviendo a su ciudad natal. Esas fotografías me abrían los portales de mi propia remembranza: la atmósfera de una ciudad que tenía misterio, árboles y sombras para el verano tórrido, parques sin cemento, sin rejas, con bancos de madera; una ciudad que podía ser caminada durante el día o la noche, una ciudad que sorprendía a cada paso con las huellas del pasado y, en ese pasado, con un retazo de nuestra historia común: la pobreza de la inmigración interna, las primeras vidas de los inmigrantes árabes, judíos, italianos, todos. Las huellas del tango, las ochavas, las veredas altas de La Boca, el empedrado, los piringundines bochornosos, la prostitución del puerto. Una ciudad amplia, abierta, cosmopolita, con espacio público, mucho cielo y un largo trazo de costa abierta al río. Llegué a bañarme en la Costanera Sur, quién diría.

Redescubrí Buenos Aires después de la dictadura cuando se cayeron las engorrosas vallas de lo que los militares habían declarado zona prohibida. La recorría no a pie, sino en bicicleta. Me metía en los lugares antes vedados, sobre todo las inmediaciones de la Costanera Sur y lo que después fue Puerto Madero. Estaba empecinada en volver a pisar la dársena en la que había amarrado el Augustus, transatlántico de la línea C que nos había llevado a mi madre y a mí hasta Génova, desde donde tomaríamos el tren para Alemania. Quería recuperar la imagen de Buenos Aires vista desde el barco que se alejaba; no encontré la dársena, pero descubrí los docklands ennegrecidos por el tiempo. En la parte baja del espigón del antiguo balneario de la Costanera, donde hoy se encuentra el ingreso a la Reserva Ecológica, todavía quedaban restos de los vestuarios. Allí se reunían, durante todo el año, unos hombres que parecían salidos de una revista del Maipo a tomar sol en cueros; parecían estar en un hotel de primera ubicado en el fin del mundo. La escena era fascinante por su idéntica dosis de lujo y sordidez. Después de contemplarlos durante horas, aterida por la curiosidad de saber quiénes eran y por qué estaban precisamente allí, volvía a pedalear hacia el norte por la antigua rambla, siempre desierta. Llegaba a la zona del puerto nuevo, donde solía anclar la Fragata Sarmiento. Era la época del programa cultural en barrios; la gente se ponía a plantar huertas en los baldíos o a armar orquestas espontáneas en las plazas. Palermo Viejo era todavía la trastienda de la ciudad, territorio imaginario de aromas de madreselvas y jazmines, también de viejos talleres mecánicos donde crecían como hongos ateliers de danza y pintura alquilados por nada.

Eran las mismas atmósferas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, que de alguna manera siguen vivas en mi memoria, pero no en la realidad. Porque ya no puedo evocar ese pasado desde ninguna de sus huellas. Es decir, ya no puedo ser flâneur. O flâneuse en este caso. Camino y no descubro nada.

Cabe la pregunta: ¿cuándo empezó a hacerse extraña la ciudad? ¿Cuándo se apagó su misterio? ¿Cuándo empezó eso de sentirse ajeno en el propio territorio, eso de sentir que a una le han extraído el suelo donde pisaba para dejarla parada en algo que ya no es sólido sino apenas una corteza donde sólo se hace equilibrio? ¿Desde cuándo Buenos Aires ya no es Buenos Aires?

Los cambios se inician a comienzos de los años 1990, década infame de privatizaciones monumentales que pretendían pagar la misma eterna deuda externa que podemos pagar cada vez menos, una de las tantas décadas de neoliberalismo en que se vende al mejor postor lo que es bien del Estado: bien común. Concretamente me refiero a la privatización de Puerto Madero, ciento cuarenta y siete hectáreas al pie de la Casa Rosada, casi en plena City porteña, de las cuales estaba disponible el setenta y cinco por ciento. Eran un bocado suculento para la angurrienta codicia del Estado y del capital privado al que servía.

Por decreto, sin pasar por el Parlamento de la Nación, el entonces recién electo presidente Carlos Menem decidió, de un día para otro, crear una sociedad anónima donde el Estado estaba en minoría, la sociedad Corporación Antiguo Puerto Madero SA. A ella le cabría la confección de un plan maestro de desarrollo urbano para promocionar inversiones, actividades inmobiliarias y la construcción de obras nuevas o remodelaciones, es decir, armar "un polo de desarrollo urbano basado en una genuina inversión, con participación de capitales nacionales y extranjeros, como asimismo la venta y/o locación de las tierras pertenecientes al área en cuestión, con el indudable beneficio fiscal que este representa". En ese decreto no había una sola palabra sobre la función del espacio público, áreas de recreación, usufructo, beneficio o acceso al predio de la comunidad en su conjunto.

Puerto Madero fue la mayor reconversión urbanística de la ciudad en años democráticos antes de la llegada de Mauricio Macri como intendente de Buenos Aires. Hoy Puerto Madero no tiene una escuela, un correo, una placita donde buscar sombra. Es tierra exclusiva de gente rica y el cuarenta y cinco por ciento de sus departamentos están vacíos. Es el barrio más seguro, custodiado por la Prefectura, la Gendarmería, la Policía de la Ciudad... Tan seguro es que un suicidio puede convertirse en un crimen si esos custodios del orden así lo deciden.

Puerto Madero fue el modelo de gestión del gobierno que está al frente de la ciudad desde hace doce años. Doce años de ignominia y negocio en los que se han privatizado casi quinientas hectáreas de tierras públicas para ponerlas a disposición del mercado inmobiliario. Se redujeron de manera drástica los espacios verdes (de nueve metros cuadrados por habitante a 2,9 en la actualidad), se incrementó la población en las villas miseria de doscientos cincuenta mil habitantes a seiscientos mil, se destruyó la identidad de los típicos barrios porteños de clase media, se desafectaron hospitales públicos con el fin de aprovechar sus predios y, con el mismo fin, se vendieron establecimientos de enseñanza pública sin prever una sustitución adecuada.

Durante estos doce años el Gobierno de la Ciudad arrebató a sus habitantes la memoria urbana, sustituyéndola por un marketing de progreso, de ingreso en un futuro de muchos colores y de un bienestar que nunca llegó para la mayoría. La ciudad parece haber crecido ya no hacia el París que fue meca de las nostalgias argentinas, ni siquiera hacia la admirada Nueva York, sino hacia Dubái o Doha, ciudades donde todo el mundo, menos los trabajadores de la construcción, concentra una riqueza bochornosa. En este período se construyeron veinte millones de metros cuadrados de inmuebles. Mientras tanto, la población de los carenciados que viven en las villas crecio? un sesenta por ciento.

Porque mientras la ciudad se expande en su burbuja de cemento especulativo y aparente bienaventuranza no se construyó una sola escuela, un solo jardín maternal, ni un solo metro de subterráneo que no estuviera ya planificado, ni una sola vivienda social. Lo más llamativo: mientras todo el mundo parece creer que esas torres van a ser habitadas por una población en crecimiento, la ciudad mantiene desde 1946 la misma cantidad de habitantes (tres millones). Repito: somos los mismos tres millones que la habitábamos en 1946.

Entonces, ¿para quiénes se construye? Hoy por hoy existe en Buenos Aires una nunca bien revelada cantidad de departamentos suntuarios y viviendas ociosas. El censo nacional de 2010 arrojó una cifra espeluznante: casi un veinticuatro por ciento de inmuebles están vacíos en la ciudad. Está claro: se construye no para vivir, no se construyen bienes de uso, ni siquiera de cambio. Se construye para especular. Las viviendas son parte de ese capitalismo financiero que produce bienes ya no para el consumo sino para incrementar la ficción superavitaria del mercado.

Una ciudad a la que se le borran las huellas del pasado se convierte en un territorio vacío de sentido. Se produce ya no sólo la imposibilidad de recorrer el entramado urbano como podría haberlo hecho un flâneur, sino que se instala otro sentido: el de la enajenación de quien recorre un ámbito apenas conocido, como si lo familiar le hubiera sido usurpado. Es no solamente la sensación del expropiado, sino la de quien ha sido expulsado de un ámbito al que pertenecía por derecho de vida. La subjetividad urbana se ha convertido en la del migrante: no tiene historia o la lleva a cuestas. Su pasado no tiene huellas tangibles: va a morir con él porque sólo está en su memoria y ya no la comparte con nadie. La conciencia de este nuevo sujeto urbano es la de sobrevivir sobre una corteza incierta, escindido entre un pasado desaparecido como referencia material y un futuro imaginable sólo a través de dos símbolos: el de Blade Runner para los pobres y el de Truman Show para los ricos.

Fuente: Revista Otra Parte