Opinión

La pandemia, el pánico y la situación de la Palabra

Por Ivonne Bordelois*.

Aquí me tienen, tratando de transmitir por este medio, todavía desacostumbrado para muchos, algo que tenga que ver con el "fundamento y vuelo de la cultura" -justo cuando parecemos escuchar como un gran estruendo remoto que se va acercando y parecen amanecer -o amenazar- tiempos imprevisibles, en donde se trepanan los fundamentos de la cultura y tanto el temor como la esperanza se trenzan y se justifican. Se nos predica el vivir al día para no sucumbir a la angustia del futuro, pero son pocos los que invocan o invitan a una nueva imaginación, a un género de deseo que vaya más allá que el regreso a nuestros rencuentros afectivos y a nuestras prácticas creativas o a nuestras cotidianas rutinas laborales.

Por eso pienso en la tenacidad y la confianza que se precisan para proponer, como lo hace ese adalid entrañable que es el Teuco para todos nosotros, estas actividades que realizamos, y que a muchos pueden parecerles inútiles -asistir a una ponencia cultural o pronunciarla, cuando tantos otros asuntos candentes -al parecer- nos demandan. Y sin embargo estas ceremonias tienen algo que ver con lo que yo llamaría el instinto de salvación. Se trata de salvarnos de eso que Oliver Sacks, tan adecuadamente, llama la "inmensidad atropellada, dura y despreocupada del mundo." Y aquí hablo de lo cotidiano y de lo político, de lo económico y de lo médico: estoy hablando de la totalidad de nuestras vidas. Y precisamente en el centro de esa totalidad algo nos está atacando, desorientando, disolviendo; algo nos está enfrentando, confundiendo, dividiendo.

Y nos preguntamos dónde están las herramientas que nos salvan: la nuestra es la palabra. La palabra, y la belleza y la verdad que alientan y se esconden en el corazón de cada palabra. Contra la adversidad de los tiempos, contra esa formidable aplanadora que es la realidad diaria, contra la campaña de incesante aplastamiento que llevan a cabo los medios, guardamos ese talismán que nos alza y nos sostiene.

Se trata de una empresa desesperada, la de la salvaguarda y celebración de la palabra. Aquello que menciona Saul Bellow cuando dice: "Me parece que el arte tiene que ver con lograr la quietud en medio del caos. Una quietud que también caracteriza a la plegaria y al ojo del huracán. Creo que el arte tiene que ver con fijar la atención en medio de la distracción." Y yo quisiera justamente fijar la atención en la palabra y las palabras que nos rodean en este momento. Quisiera hablar de la palabra oyente. Y así, me propongo y me pongo a escuchar la palabra pandemia, por ejemplo.

Pandemia y pandemónium

Pandemia es, mal que nos pese, hermosa palabra, porque tiene sonoramente el pan (el nuestro de cada día) y tiene históricamente, etimológicamente, al dios Pan, encabritado y bailarín, y hace pensar en un pandemónium, o en un extraño pan mezclado de academia. Pan en griego es lo total (panteísmo, panamericano) y demia tiene que ver con pueblo (democracia, demagogia). Pandemia es entonces algo que atañe a la totalidad del pueblo -y aquí pueblo puede querer decir la población planetaria, universal. Parece que en un momento dado Pandemia fue el sobrenombre de Venus, simplemente porque todo el mundo la conocía: nadie podía ignorar a una estrella que era a la vez lucero del alba y lucero vespertino.

A mí el nombre me recuerda los panderos -acaso los panderos del Apocalipsis... Pero más precisamente, se asocia con la pantera, que es la fiera entre todas las fieras. Y ante todo, para mí la pandemia se relaciona con el pánico, la reacción que desencadenaba el dios Pan, porque a esta divinidad silvestre, que hacía apariciones repentinas y terroríficas en las noches, se le atribuían los ruidos misteriosos que se oían por montes y valles. Pánico, nos dice algún diccionario, es miedo grande, temor excesivo, cobardía extrema.

Y también me impresiona que dentro de la palabra pandemia no haya asomos del significado de enfermedad: la palabra se refiere sólo a una totalidad envolvente, y yo creo que en el fondo es lo total lo que nos produce más pánico, más asombro, más desconcierto que la enfermedad misma. Acaso porque interiormente hemos asociado siempre, de una manera inconsciente, la idea de lo total con un poder supremo, un imperio invencible de rostro humano inimaginable. El que ahora todo el planeta esté sometido a un ser invisible, el que de pronto nos hayamos vuelto uno (pero un uno amenazado, agobiado, aterrado), uno solo inmenso e inmensamente herido, uno que sospechábamos pero que escondíamos, eso es la pandemia. Pero también somos un enorme mutante, desafiante, alzado, que cuestiona y protesta, que examina y descarta y propone remedios y vacunas, que desconfía del cártel de las empresas farmacológicas mundiales, que lucha por los chicos encerrados, por las mujeres golpeadas, por los adolescentes suicidas, un uno universal que reclama un futuro más respirable. Eso también es la pandemia.

Maestra despiadada, la Pandemia ha venido a enseñarnos hasta qué punto hemos estado equivocados. Porque todos nosotros -a pesar de provenir de distintos espacios políticos - hemos criticado siempre, sin duda, los desmanes del capitalismo salvaje, de ese neoliberalismo con la herida inmensa que produce en la mente humana la ansiedad inoculada del consumo desenfrenado, de la competitividad, del afán de lucro imponiéndose a todos los valores culturales y espirituales a los que adherimos. Pero al mismo tiempo, era la nuestra una crítica desesperanzada, porque en el fondo imaginábamos -por lo menos yo lo imaginaba- que no había manera de detener el aparato descomunal de esas fuerzas negativas instaladas -al parecer con miras a la eternidad- en el corazón de nuestras vidas y nuestras sociedades.

Ya en este sentido despunta una leve esperanza en nosotros, cuando advertimos lo que implica la nueva austeridad a la que forzosamente nos hemos visto compelidos por las sucesivas y fatigantes cuarentenas. Porque cuando la mente colectiva se libera de esa ilusión, de ese maya que crea la propaganda masiva, porque se sabe por adelantado que los inútiles objetos de deseo que se nos proponen están fuera de nuestro alcance, pero ante todo, que no nos son tan necesarios como se los predica, la comunicación -la felicidad de poder comunicarnos horizontalmente sin intermediarios ensordecedores que sólo aspiran a nuestra dependencia, nuestra esclavitud, nuestro dinero- parece fluir por sí sola y devolver su lugar natural a la palabra, esa cosa liviana y sagrada que no está ligada a ningún sistema ni imperio financiero.

Y por todo y a pesar de todo, la pandemia y el encierro que ella conlleva me ha permitido reflexionar acerca de las enfermedades y las fortalezas de una palabra que también vive atacada por el virus: el permanente virus de la propaganda, de la retórica, de la deformación que le imprimen los cachivaches de la publicidad con los que se la pulveriza, se la minimiza, se la achicharra, se la encoge, se la vuelve insignificante, desprovista de su propia energía, su vuelo, su color o gracia. Justamente la privación de tantos bienes prescindibles parece enfatizar la grosería de esa propaganda que exalta lo innecesario a costa de lo único que realmente nos importa.

Alguna vez tuve el privilegio de escuchar a Lagos, ex presidente de Chile y estadista agraciado excepcionalmente con un extraordinario don de palabra. Y una de las cosas centrales que dijo Lagos es que en el futuro no desdeñable que cabe a los pueblos latinoamericanos en la crisis mundial, será crucial nuestro sentido de la riqueza y relevancia de la cultura que poseemos. "Nadie recuerda ahora, nos dijo, quiénes eran los economistas que guiaban al mundo en tiempos de Shakespeare o Dante, pero todos recordamos a Dante y a Shakespeare".

El poder de la palabra radica precisamente en su permanencia, más sólida que la de la imagen, en la memoria de las generaciones. De la Revolución Francesa, para la mayoría de nosotros queda un relato muchas veces confuso, siempre trágico, acerca de los sangrientos conflictos entre Marat, Robespierre, Danton y tantos otros. Pero las que brillan inapelables son las palabras que sobrevivieron a tanta catástrofe: Liberté, egalité, fraternité. Sin ser historiadores, de la Revolución Rusa evocaremos con dificultad las feroces intrigas de poder entre Trotsky, Lenin y Stalin, pero todos recordaremos sin esfuerzo el lema que sacudió al planeta en ese entonces: "Proletarios del mundo, uníos". En el 68 tembló Occidente frente a una juventud exasperada que reclamaba memorablemente: "L´Imagination au pouvoir"

De nuestra Revolución de Mayo podremos discutir largamente los enfrentamientos entre Moreno y Saavedra sin llegar a un pleno acuerdo, pero nadie se atreverá a impugnar el lema legendario: "El pueblo quiere saber de qué se trata". Y nos reconocemos plenamente en uno de nuestros lemas más trágicos: "Nunca más".

Ardientes, oportunas, necesarias, estas palabras han quedado grabadas en nosotros con imborrables letras de fuego: son emblemas, propuestas, mandatos, verdades sin los cuales nuestra historia más profunda se volvería irreconocible, nuestras utopías más caras sin fundamento, nuestra memoria se vaciaría de esperanza. Y es ése el poder de las palabras.

Entonces viene la pregunta inevitable: ¿dónde queda la poesía en este tsunami? Como dice Hölderlin: "¿Para qué poetas en estos días aciagos?" ¿No se resalta más su dosis de gratuidad, de superfluidad, de inutilidad absoluta, cuando los mercados se desploman, las deudas se agigantan, las hipotecas se desvanecen, las fábricas cierran, poblaciones enteras se ven expuestas al hambre y a la desolación?

Y aquí nos rescata desde la tentación cenagosa del llamado sentido común, la voz, la advertencia de Aristóteles: "La poesía es más verdadera que la historia". Y recordamos las palabras proféticas de Alejandra Pizarnik: "La poesía es el lugar donde todo es posible". Los poetas no tenemos roles ni la poesía funciones, pero acaso haya una misión, y ésta sería el regresar a la palabra su liturgia propia, su dignidad sagrada, su capacidad simultánea de juego y de misterio. La poesía tiene una virtud estructurante mucho más amplia de lo que suele reconocerse. A veces superamos ciertas crisis o pasajes oscuros o muertos de nuestra vida simplemente porque la memoria -a veces inconsciente- de algunos grandes poemas nos sostiene. El testimonio de gente que ha vivido en la cárcel o en campos de concentración es muy relevante al respecto.

Un ejemplo muy fuerte en este sentido se nos da con Primo Levi y su experiencia en Auschwitz, cuando logra sobrevivir gracias a los versos de la Divina Comedia rememorados y traducidos a un joven camarada francés que participaba su infortunio. No fueron los bonos ni las acciones las que los salvaron, sino las palabras de un florentino insigne, muerto seis siglos antes: la belleza y la vida permanente que significan y transportan esas palabras.

Y aún en el confinamiento que crea la pandemia aparece el espacio reparador donde vuelvo a escuchar a los poetas que nos resucitan, como este Silvio Rodríguez: "Abracadabra, curandera mi palabra/ todo mal pone bien /sana del odio y vacuna también/ abracadabra siga la pata en su cabra/ girasol, alelí, la mariposa besó al colibrí."

Y también por la pandemia aprendemos a valorar el alcance de la gestualidad cotidiana, tal como la enuncia Luis Pescetti: "Esas miradas furtivas de la calle, cuando alguien te mira pasar, de soslayo, nos estaban sosteniendo y no nos dábamos cuenta qué importantes eran".

Como esas miradas, la poesía consiste en devolver a la vida lo que le arranca a la vida el mundo adverso que nos acorrala. Y esto lo hace por su naturaleza misma de ser el corazón, el motor mismo del lenguaje. Como nos lo han dicho los pensadores alemanes: El habla no es un instrumento disponible, sino aquel acontecimiento que ofrece la más alta posibilidad de ser hombre. Es preciso entender la esencia del lenguaje por la esencia de la poesía. Es decir, la poesía no se hace con palabras, como quería Mallarmé -oponiéndose a los que creen que se hace con ideas. En realidad, es al revés: las palabras se hacen con la poesía.

La poesía consiste en empujar el brillo de la vida, constantemente, empujar ese ser más poderoso, puro y profundo, que existe en la realidad, ese ser que somos todos nosotros y no solamente el poeta, empujarlo a través de la palabra, liberarlo a su cierta existencia. El poeta no construye ese ser: lo invoca, lo conjura, lo adivina, lo intuye. Es ese ser el que construye al poeta, y no viceversa

Sabemos también que si la palabra es necesaria en tiempos de crisis, no es, con todo, suficiente. No hay entre nosotros quien pueda decirle al mundo: "Levántate y anda". Pero sí podemos detectar y delatar aquella palabra que se esconde en los pliegues del enemigo y aumenta la destrucción entre nosotros, porque esa falsa palabra existe y día a día aumenta sus estragos, y es nuestra obligación denunciarla.

Así, cuando necesariamente ha disminuido de forma drástica el consumo, porque tanto la producción como el comercio han frenado abruptamente, suena más que nunca desproporcionada la propaganda histérica que nos aturde con promociones y promesas aptas sólo para la parte privilegiada de la población. La pobreza aumenta y también aumentan obscenamente los programas de cocina, mientras se desalojan o decaen los programas culturales. La crítica se vuelve calumnia, el enfrentamiento insulto, la novedad fake news, la justa indignación griterío. Una falsa alegría invade los medios -yo recuerdo al gran Antonio Porchia: "No pretendas alegría. Triste eres menos triste." Que haya lugar para la tristeza digna, para el luto necesario; que la esperanza no se vista de fiesta exagerada. Que en tiempos que se precian de feministas las noteras no se sientan obligadas a disfrazarse de muñecas sexuales.

Porque a lo que estamos asistiendo es a la sustitución de la palabra por la imagen centrada en el objeto de consumo, del falso deseo. Una propaganda invasiva y ruidosa va desterrando el espacio de la conversación y la reflexión. Cuando se degrada el poder de la palabra en su energía plena se castra la capacidad expresiva y creativa de los individuos y se oscurece la conciencia

La disputa ente imagen y palabra no es una disputa entre alma y cuerpo: es una disputa entre cuerpo y cuerpo - un vaivén incesante del cuerpo visual al cuerpo auditivo, del cuerpo disociado al cuerpo unido, de la visión a la escucha y de la escucha a la visión. En la alternancia de la imagen y la palabra, entre el ser espectador y el ser oyente, se juega una nueva dimensión antropológica, una identidad política y social diferente para todos nosotros.

La palabra amenazada por la imagen avasallante puede perder su sustancia vital y olvidar su destino crítico, pensante y comunicante. A su vez, la imagen puede ser traicionada en su impacto por un discurso plagado de mentiras verbales. Y no se trata solamente de los canales sensoriales que se encuentran en juego, sino de las implicaciones que conlleva este giro cultural. Lo veloz, lo fugaz, lo fragmentario de las imágenes en movimiento son también los valores intrínsecos del posmodernismo. La constante prédica acerca de la caída de las certidumbres, la denuncia de la falsedad del mundo de las esencias inmutables, de la autoridad del dogma, acarrean también, como daño colateral, la acusación de la palabra como sustento de ese mundo en que asentaron su poder los filósofos del pasado.

Por eso, no es retórico afirmar que la palabra y la recuperación de la palabra son instancias de salvación. Contrariamente al objeto de consumo al que el capitalismo nos propone, la palabra es gratuita, es solidaria -nos comunica a todos, más allá de nuestras procedencias generacionales, sociales o ideológicas, y es inagotable. Virtudes que hacen del lenguaje la única institución auténticamente democrática que nos queda. Ensanchar y ahondar la conciencia del lenguaje va de par en par con la conciencia de la democracia creativa, solidaria y gratuita a la que nos debemos y que se nos debe.

Pero ¿cómo se implementa el despertar de la conciencia lingüística? El lenguaje viene y llega a nosotros por el dulce intermedio materno; pronto se nos vuelve una costumbre, un vestido inadvertido como una piel cotidiana. Con el tiempo se van abriendo los oídos del habla y se nos van presentando los giros, las travesuras y los enigmas de nuestro idioma a través de formas inocentes que esconden distintos sentidos, novedades inesperadas si se las sabe atender y presenciar desde el lugar apartado, algo escondido pero siempre feliz, de los que no pretenden poseer la lengua sino que saben escucharla.

Ese rincón es el del niño y el del extranjero, que se asoman a los extraños ángulos, a los ecos sorprendentes y a los curiosos colores que muestran las palabras cuando se las encuentra por la primera vez. En el territorio del lenguaje, bueno es ser a la vez niño y extranjero -volver a un jardín lejano o recordarlo desde otro país- porque así nos diferenciamos de los infames que "hacen uso de la palabra" abusando mecánicamente de sus encantos, sin advertir su peso, su reflejo, su proyección, su misterio.

De hecho, se nos invita frecuentemente a hacer uso de la palabra. Pero hacer uso de la palabra (horrible expresión) significa en la mayoría de los casos abusar de ellas, remitiéndolas a su capacidad meramente instrumental: las palabras informan, comunican, ordenan, expresan deseos o temores, implementan la propaganda comercial o política; las palabras identifican, memorizan, organizan la realidad. En todos estos aspectos es cierto que las palabras aparecen como instrumentos eficaces y sirven - es decir, que nos sirven: son nuestras sirvientas.

Pero este listado olvida una de las propiedades esenciales de la palabra: la palabra es ante todo una instancia de conocimiento. Se nos ha enseñado exclusivamente a comunicarnos entre nosotros con la palabra y olvidamos que la primera tarea es comunicarnos primero con la palabra misma. No se trata sólo de hablar con palabras, sino de escuchar a la palabra misma, no en lo que nosotros queremos decir sino en lo que ella tiene que decirnos.

Maurice Merleau Ponty decía: "Antes que un objeto, la palabra es un ser." Y todos nosotros sentimos inmediatamente, inevitablemente, qué poderosa es la verdad de esta afirmación. Al "hacer uso" de la palabra exclusivamente en los sentidos que hemos enumerado, en cierto modo la estamos prostituyendo. Y sabemos que lo malo de la prostitución es que en la prostitución el cuerpo de quien se prostituye se vuelve instrumento del placer de otro, en vez de ser sujeto de placer por sí mismo, para sí mismo.

Esta diferencia entre ser instrumento y ser sujeto es fundamental para distinguir la verdad de nuestras relaciones con el mundo. Una cosa es someterse a ser instrumento y algo muy distinto es atreverse a ser sujeto capaz de relacionarse con otros sujetos. Y asimismo algo muy diferente es intercambiar palabras entre nosotros como si fueran consignas, estampillas o figuritas de colores en vez de animarnos a presenciarlas en su propia identidad, como palabras personas que son, en el aire y el tiempo que las constituye y les corresponde. Debemos acertar a internarnos en su misteriosa irradiación, respetándolas, adivinándolas, admirándolas.

Debemos permanecer en guardia, sin embargo, porque las palabras no sólo se trivializan o desaparecen sino que también descienden por el tobogán indetenible del desfonde idiomático que se difunde indeteniblemente por los medios de comunicación y las redes sociales. Las palabras y sus contenidos y connotaciones no sólo evolucionan sino que involucionan en cierto sentido. Algunos ejemplos que todos conocemos deberían hacernos reflexionar, como la vasta difusión de expresiones discriminatorias que entran sin dificultad en nuestra cultura. Uno se pregunta por ejemplo qué significa la expresión

VIP = Very important people. en tiempos democráticos - Recursos Humanos, en tiempos humanistas La puta que te parió, en tiempos feministas

Otras involuciones: Antes nos rompíamos el alma, ahora nos rompemos el culo. Antes nos moríamos de risa, ahora nos cagamos de risa. Antes alguien tenía cara de pocos amigos, ahora tiene cara de orto. Parecería que se nos invita a asistir a un descenso cloacal del lenguaje. Descenso de la palabra, desfonde de la palabra. Descenso y desfonde de la conciencia.

Frente a la palabra así rebajada, frente a la palabra amenazada por la imagen, frente a la palabra desaparecida no por un silencio reparador, sino acallada por el estruendo permanente de un discurso ensordecedor, frente a estas categorías tan reductoras de nuestra capacidad verbal, yo propongo otra especie, la de la Palabra Oyente. La palabra oyente es la que está atenta a los giros del idioma que nos advierten de las sombras y las luces que están escondidas en las palabras más cotidianas, y nos despiertan al grande e inacabable juego del despertar de la conciencia lingüística.

Hay mañanas en que leer el diario es una expedición al infierno y parece que se necesitaría todo el resto del día para recuperarse. Antes que profecías o definiciones prefiero callar y acercarme a los pequeños grupos desconocidos que desde el llano afirman otra manera de la vida, los que todavía cantan la zamba de mi esperanza, aquella "amanecida como un querer -sueños, sueños del alma- que a veces mueren sin florecer". O acercarme a los grandes poemas de nuestro idioma que todavía confían en la esperanza y hablan del vuelo que nos ha convocado:

Por una extraña manera mil vuelos pasé de un vuelo porque esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera Esperé solo este lance y en esperar no fui falto pues fui tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance.

(San Juan de la Cruz)

Podemos preguntarnos si renacerá el lenguaje desde el caos mismo. Pero el lenguaje no necesita renacer: siempre está viviendo. Los que morimos somos nosotros, y a veces morimos por falta de amor al lenguaje, que es lo más hermoso que tenemos, lo más hermoso que somos. Como dice el Teuco: "Señores, la poesía actúa como un instinto de preservación de todo lo que existe".

Para los religiosos, el lenguaje es una manera de Dios. Para los no religiosos, una manera de estar juntos. (Juntos es también una manera de Dios). Si el lenguaje desciende, nosotros descendemos con él. Si el lenguaje asciende, con él nos elevamos.

Como la vida, él está antes y estará después que nosotros. Somos y seremos juzgados por la libertad y la belleza de nuestro lenguaje, por la verdad, el coraje y la transparencia con que lo transmitimos. Hay más fuerza en el mundo cuando nos sentimos unos con el lenguaje, penetrados de su energía total, volando alto, tan alto que lleguemos a dar alcance a nuestra caza.

*Texto pronunciado en el Ciclo organizado en agosto por la Casa de Salta en Buenos Aires, presentado por el poeta Teuco Castilla.