Cultura

Francisco Madariaga, el poeta del veneno salvaje

Por Rodrigo Galarza

Tuvo que venir a nacer nomás y a morir en el mismo mes del "arapoty", aunque sabemos que los poetas no mueren, "se quedan encantados", como dijera alguna vez su amigo y compañero de germinaciones Enrique Molina.

Coco Madariaga escribía desde los ardores de la sangre, esa que desata "la tormenta de la raza", la que suelta caballadas solo visibles para los que se dejan bautizar por las grandes aguadas de los desamparados, por el aura de las brujas blancas. Su voluntad creadora nacía de la insumisión, de las bodas más íntimas de los sueños prenatales, con el eco de los gritos de antiguos salteadores de caminos, de peones de alcoholes bravíos y las más pobrísimas viejecillas, esas hadas leves, merodeadoras del misterio, fumadoras de los juncales del estero, que al atardecer se inclinan por piedad a los soles que han caído al degüello.

Se ha hablado bastante sobre el surrealismo en la poesía de Madariaga, sobre su natural vivencia en esta corriente, no como una decisión u orientación de su espíritu, sino como exigencia del caracú. Sin embargo, se ha señalado menos el fondo social de su palabra, al menos en Corrientes. El poeta de Yaguareté Corá puso en movimiento una poesía reivindicativa a través de la exploración marginal del lenguaje, aunando vanguardia y criollismo, y eludiendo siempre lo folclórico. Él mismo lo expresa en el poema "Canto no popular": (...) "oh mis pequeños seres del desamparo, / canto mi canto con un lenguaje no popular, / pero cercano a vuestros vestidos miserables / El vestido las telas livianas de las mejillas despintadas / el olor de los motines talados de la miseria...".

Su voz grave levantaba con elegancia la columna de su cuerpo. Voz de mando con resonancias de caña ruda y proletaria. Siempre estaba emponchado, aunque fuera de traje citadino. Con antigua hidalguía se acomodaba el apero. La cincha bien ceñida, más cercana a la alzada porque sabía que "no tienen puerta para huir los amores".

Se cumplen veinte años de su muerte. Recuerdo la llamada por teléfono del poeta Sánchez Aguilar: "Francisco Madariaga ensilló el ruano definitivo". Afuera los zorzales ignorantes de muestra tristeza cantaban exultantes, quizá porque sabían mejor de nuestras pobres mezquindades, que "los poetas no mueren, se quedan encantados".

MUESTRARIO MÍNIMO

La selva liviana

3

La imaginación arde envuelta en las ruedas de

un tren desorientado.

Bananas y bananas caen al aire.

Una mujer desnuda, una escopeta en un templo,

roe lentamente en el anillo de su corazón.

Frutera de la desgracia, frutera del destino.

Rehén de la colina

1

Oh candoroso embriagado entre loros,

entre isletas subiendo hasta el nivel de la colina,

canta en tu boca el canto ardiente de otra boca,

y cuando la sangre sube hasta tus ojos es

porque están quebradas todas las fulguraciones

del sollozo en tu pecho.

Canta, viejo rehén de la colina.

Arde, candoroso de alcohol negro, que con palmas

salvajes tienen hijos que retornan al viento,

al gemido del clima en el olor áspero y cruel

de las arañas del estero,

en aquel paisaje de cristal desprendido del fuego.

El riesgo de la verdad

Caes en mí como una brusca levedad del clima,

del agua,

de una oblicua y desterrada colina,

castigo delicado de un paisaje solamente hollado

por su propia demencia.

Mi desnudez asume así tu cálido cristal

y se destina más al fondo del celo con piel sonriente

candente de tu herida.

Adorada mía tapizada de rayos,

con tu colina bajando todas las aguas de la locura.

Niña mía, con la boca cargada del esplendor del

plátano, alguien,

alguien tiene que depender

del canto.

(de El pequeño patíbulo, 1954)

Las jaulas del sol

II

Vengan allí a la casa del diamante calentado por

el agua, al huerto donde el hombre se recoge

para no caer del globo.

Un día, un paso, un día mil pasos, una bestia sueño,

pero con todos los amores permitidos por su amor.

Ni una pérdida.

No, no, tribu mía de mi raza. Raza de ganancia y de lujo,

acopladora, niveladora para el fuego, tambora para

los vientos dementes que saben adorar.

Tenía un camino de patos y de rezos. Al fondo, el agua,

luego, los ojos de los hombres con sus telas

flotando sobre el sol y aquí la misma marca

de globo entre las piernas ¡y un odio por lo estéril!

Oh madre de todos los amores, ven a mí, adórame con

tus hijas. Tiernísima del bosque, ven a mí, yo tengo

una bolsa de fuego cautivado por los gatos

monteses pegada sobre el labio,

¡reviéntame en tu olor!

Cortina de cuero y olor a ojos de infierno matándome

en el bosque.

No tienen puerta para huir los amores.

Círculo de sol repleto de pájaros; tranquilidad de María,

la mecedora de la tarde.

(de Las jaulas del sol, 1960)

Criollo del universo

El blanco océano gira en mi corazón

mientras canta el otro océano de

plata amarilla,

que se desprende de las aguas del sol.

Ya es muy tarde para ser sólo de una provincia,

y muy temprano para pertenecer,

todo,

al planeta del venidero y sangrante

resplandor.

Oh, acude a mí, a mi jerarquía de peón del planeta,

gaucho con trenzas de sangre,

mi padre,

y ensíllame el mejor caballo ruano del universo:

para atravesar el agua de oro de la muerte,

y escucharme,

todo,

siempre en ti.

El blanco océano solloza por la inmortalidad.

(de Resplandor de mis bárbaras, 1985)

Lluvia en las Pirquitas

a Leonardo Martínez

Va a seguir siendo mía la lluvia cuando yo muera,

todo va a seguir siendo mío,

el trueno conservará intacto su sonido casi negro,

y el árbol a orillas del corral gozará con ese trueno,

mientras el olor a presencia de la tierra en la lluvia

será el mismo olor de mi ausencia.

Así le sucede y le sucederá a todo lo que es pertenencia del planeta.

Entonces, a no gemir, mi lejano palmar, cuando yo muera,

porque somos un pormenor de presencia de lo inmortal.

(de Criollo del universo, 1998)

Fuente: El Litoral