Opinión

Capitalismo en crisis: Deriva ideológica

Por Pablo Sanz.

Como afirma David S. Landes en la introducción de la obra Estudios sobre el nacimiento y desarrollo del capitalismo (Editorial Ayuso, 1972, pág. 7 y sigs.), el capitalismo es mucho más que un modo de producción y de su orden institucional sucesor del feudalismo, desarrollado y extendido mundialmente desde Europa. Es también una forma de concebir la sociedad humana, determinándola por el proceso económico, por las fuerzas, posibilidades y condiciones del mercado y de la tecnología. Efectivamente, el capitalismo y la revolución científico-técnica hicieron posible lograr ganancias sin precedentes en la productividad y pusieron en movimiento una espiral de costes decrecientes, incrementando la demanda y un crecimiento económico más poderoso que en ningún otro tiempo pretérito, a pesar de sus crisis y depresiones periódicas o cíclicas.

Más allá de sus raíces anglosajonas vinculadas a la tecnificación del trabajo humano, en el siglo XVII, el éxito histórico del capitalismo fue básicamente el de acabar con la dialéctica propia del Antiguo Régimen entre los productores -mayormente el campesinado- y los titulares de los medios de producción -la nobleza y la alta burguesía mercantil- que eran los que principalmente consumían y disfrutaban el excedente. Junto con la revolución industrial precedente, la revolución francesa constituyó, en este sentido, la inauguración política del capitalismo moderno, superando el mercantilismo y la fisiocracia. A partir del proceso revolucionario francés comenzaron a derogarse en Europa los privilegios gremiales y se introdujo en el comercio continental y en su legislación el concepto de libertad de empresa y de movimiento de capitales. Como expone José Luis Sampedro en su opúsculo El mercado y la globalización, "la burguesía mercantil, con su dinero, emergió como un nuevo poder que acabaría desplazando a los señores feudales" (Editorial Destino, 2002, pág. 58).

La economía europea experimentó entonces un gran revulsivo gracias a la iniciativa privada, la protección de los derechos de propiedad y la aplicación de las innovaciones científico-técnicas a la producción y el comercio. La economía doméstica del estamento de los productores dejó de estar centrada únicamente en la subsistencia y comenzó a adoptar paulatinamente dinámicas más abiertas y competitivas, aprovechando que el consumo -más allá del basado en la subsistencia- había dejado de ser un privilegio. En el siglo XIX la burguesía económica conquistó definitivamente el poder político y fue desplazando a la nobleza y aristocracia de las estructuras de poder en el contexto del Estado Liberal.

Además de la separación del producto de los medios de producción y de la concentración de éstos por parte de una sola clase social, el mecanismo del capitalismo decimonónico fue, en definitiva, ir convirtiendo a las clases productoras también en consumidoras asiduas, una vez liberadas de la servidumbre. La liberación de los productores por parte capitalismo se hizo con respecto a la tierra. El trabajador dejaba de estar vinculado a la tierra y por tanto a un señor feudal. Pasó entonces a alquilar su trabajo al capitalista, haciéndose población errante en busca de patrón, una clase desarraigada y nómada.

El trabajo del asalariado se desglosa pues en dos funciones, primeramente, en producir la plusvalía de la que se apropia el capitalista y seguidamente, en su tiempo de ocio o descanso, en consumir lo que producen los de su misma clase social, contribuyendo así a enriquecer más aún al capitalista, reintegrándole la renta salarial. De hecho, como explica Ernest Mandel -y es una premisa completamente vigente- "puede decirse que el acceso a la propiedad de los medios de producción se hace imposible a la inmensa mayoría de los asalariados y que la propiedad de los medios de producción se ha convertido en un monopolio en manos de una clase social, de la que dispone de los capitales, de las reservas de capitales y que, por la única razón de que ya los posee, puede acumular nuevos capitales" (Capítulo II de su trabajo Iniciación a la economía marxista, Editorial Nova Terra, 1976, pág. 50).

La magia del capitalismo moderno fue precisamente orientar la producción hacia la demanda, haciendo que en el contexto de la revolución industrial el proletariado también fuera asumiendo ciertas rutinas y patrones de ocio y consumo. Los capitalistas o propietarios de los medios de producción fueron descubriendo que de nada servía producir más cantidad de mercancía si no existía un mercado de demanda con suficiente liquidez dineraria y por tanto con cierta capacidad de pago estable. La producción debía pues respaldarse con la venta, de forma que el pago del salario se destinara en gran medida a satisfacer los precios de los bienes ofertados. De este modo, la renta salarial se reintroduce prácticamente en su totalidad en el ciclo capitalista a través del consumo básico y gasto corriente, o del ahorro a través de los productos y servicios bancarios diseñados evidentemente para beneficiar a los banqueros.

En este sentido, las conquistas sociales de los movimientos obreros pueden concebirse, en realidad, como ciertas cesiones del capitalismo burgués y liberal para integrar al proletariado en la nueva y más eficiente sociedad de consumo. La primera fase de derechos laborales permitió ir transformando y a la vez potenciando y legitimando el propio capitalismo y el régimen político que lo amparaba. El Estado Liberal se metamorfoseó así en un Estado Social. El surgimiento de la clase media occidental a lo largo del siglo XX es el resultado de esa hibridación entre productores y consumidores, un estrato social intermedio surgido para neutralizar la revolución socialista, dotando de poder adquisitivo y un espíritu de "pequeño burgués" a los miembros de las clases asalariadas. El salario se constituyó pues en una renta que se reingresaba en el capital a través del consumo.

El siglo XX occidental experimentó el proceso de desactivación ideológica del movimiento obrero, en el mismo momento en que su base social fue accediendo a la propiedad y a mayores cotas de consumo de bienes y servicios esenciales y no esenciales. El tardocapitalismo industrial se legitimó definitivamente estimulando el ocio y entretenimiento de los trabajadores. Un proceso social bastante análogo al que experimentó China tiempo después, tras el maoísmo. Deng Xiao Ping supo vislumbrar que la única posibilidad viable de que el partido comunista chino pudiera conservar el poder en el largo plazo sería permitiendo que la economía nacional adoptase la forma de un capitalismo de Estado. En términos parecidos puede valorarse la transformación de Rusia tras la caída de la URSS. En la medida en que el obrero se "desproletariza", la causa del socialismo deja de tener sentido, porque el proletario, aunque de facto pudiera seguir siéndolo en términos de alienación ante la oligarquía capitalista transnacional, pasaba a gozar ahora de un acceso amplio a mercados de bienes y servicios, ya en su nuevo estatus de consumidor y usuario.

Ahora bien, la dicotomía entre capitalismo y socialismo nunca fue realmente veraz. No representan un antagonismo ideológico teórico ni existencial por cuanto el socialismo real se presenta en sus mismas fuentes compartiendo con el capitalismo toda su carga de modernidad, universalismo y progresismo. De hecho, como apunta Ruiz-Giménez, en su ensayo sobre La Propiedad (Ediciones Anaya, 1961, p. 13), Marx pretendió que el conjunto de las relaciones de producción que constituyen la estructura económica de la sociedad fueran la base real o el fundamento en que descansan la superestructura jurídica y política y las formas sociales de la conciencia. En este sentido, aunque metodológicamente puedan divergir, entre capitalismo y socialismo hay un fundamento antropológico materialista y determinista que está en la base de la praxis de ambos sistemas, ya sea ejecutado mediante el mercado o el Estado.

El capitalismo avanzado supo desactivar la lucha de clases a partir del aburguesamiento de la clase obrera occidental, dándole acceso a algunos derechos de propiedad, como la vivienda, el vehículo particular y electrodomésticos, habitualmente mediante el crédito. La inclusión bancaria de la clase obrera occidental fue el principal revulsivo del sistema financiero, que pasó a disponer de una considerable proporción de ciudadanos-clientes fidelizados y endeudados, y por tanto dependientes de las políticas de tipos de intereses y de comisiones de la banca comercial privada y de la política monetaria de la banca central.

De ese modo, las expansiones cuantitativas de la oferta monetaria se utilizaron para estimular los mercados cuando estos colapsaban. Lo inaudito de la fase actual -turbocapitalista- es que el abuso de esta política monetaria desde 2008 hasta la actualidad ha dado lugar a unos tipos de interés muy bajos o nulos, que alientan el endeudamiento de amplias capas sociales, tanto en los países más avanzados como de los emergentes. Se devalúa la divisa fiduciaria emitiendo masivamente dinero para inyectarlo en el mercado y superar así la crisis de liquidez y solvencia del Estado, de la banca y de las grandes empresas.

Por otra parte, la neutralización de la lucha de clases mediante el "Estado de Bienestar" ha conducido el debate público hacia la órbita del "pensamiento único" y de lo "políticamente correcto". Los supuestos consensos democráticos dentro del sistema capitalista corregido por el Estado Social, con gobiernos de corte socialdemócrata, inmunizan cualquier debate de fondo que cuestione los principales postulados y estructuras en que se sustenta este sistema. La clave de esta neutralización ha sido la consolidación y blindaje legal de los principales oligopolios industriales, agroalimentarios, farmacéuticos, energéticos, de telecomunicaciones, financieros y mediáticos. La política cotidiana se limita a discurrir sobre aspectos adjetivos y secundarios de su funcionamiento, pero muy escasamente sobre los elementos dogmáticos que articulan el paradigma capitalista. La clave de bóveda se sintetiza fundamentalmente en la primacía del factor capital sobre el trabajo y la legitimación de la concentración de los capitales y propiedades de los medios de producción.

La socialdemocracia contemporánea cristalizada por el acervo de la Escuela de Frankfurt y de Mayo del 68 se desliza por planteamientos redistributivos en la aspiración de reformar la mecánica del capitalismo, que es medularmente desigualitario por efecto de la superconcentración de la propiedad que genera. Sin embargo, el consenso progresista dominante en el espacio público no plantea una reordenación material de sus estructuras de control ni de gestión. El progresismo oficialista y su psicología de masas persigue en realidad un capitalismo estatista de "rostro humano" que no discute las bases fundamentales de la primera distribución. Se insiste en lo tangencial del sistema: reivindicaciones de corte identitario y colectivista que se traducen en políticas de redistribución de renta (ayudas, subsidios, subvenciones, pensiones), sin cuestionar el núcleo problemático y conflictual del sistema, que es su tendencia o inercia a la concentración de la riqueza, de la propiedad, de la información y del poder.

Esta "oligarquización" se lleva a cabo actualmente a otro nivel, tecnofinanciero y ciberespacial, en la que emerge una cibercracia globalista cuya transnacionalidad y supraestatalidad ha derogado de facto los viejos conceptos de jurisdicción y soberanía. Que los portavoces y mayordomos de las élites sean los primeros que por ejemplo afirmen desde sus púlpitos de los mass mediala la conveniencia de instaurar un sistema de renta básica universal debería suscitar la primera sospecha. Esta propuesta da idea del horizonte de ingeniería social al que dirigen este sistema, en el que ya les sobran amplias capas sociales dentro del proceso productivo. El poder es detentado por un estamento minoritario de magnates, burócratas y tecnócratas que detenta la propiedad y el control de los algoritmos, de los datos y de los robots y máquinas, a través de la exclusividad y el monopolio de sus patentes, programas de software y plataformas de Internet.

Mientras tanto, amplias capas sociales quedan excluidas, descartadas. Aparece una población inactiva e incapaz de (re)incorporarse a un mercado laboral globalizado y cada vez más dinámico que ofrece una estabilidad personal y familiar cada vez más débil. Los súbditos de esta cibercracia globalista constituyen una incipiente nueva clase social, no asalariada sino subsidiada, pero alienada igual o mayormente a partir de la renta básica y de mucho ocio cibernético y distractivo, instrumentos con los que entre tanto se neutraliza la lucha de clases comprando su obediencia y sumisión política.

Pues bien, lo que se presenta supuestamente como una antítesis del sistema capitalista en la forma de algunos presuntos partidos políticos de izquierda y sindicatos obreros, actúa en realidad como una fuerza netamente prosistémica. Aparece una disidencia controlada en la forma de supuestos colectivos contestatarios, movimientos sociales, plataformas y organizaciones no gubernamentales que, por lo general y más allá de sus eslóganes, discurren por los mismos cauces de la mercantilización ideológica y mediática. Su praxis contribuye, en última instancia, a la segmentación de los grupos sociales en un magma de diversidades y causas polimorfas y desestructuradas entre sí (ecopacifismo, género y feminismo, animalismo, eugenesia etc.). El capitalismo, a través de la socialdemocracia y del progresismo liberal de lo "políticamente correcto", divide y disuelve cualquier movimiento de resistencia que proponga alternativas auténticas y realmente desafiantes.

Mientras el engranaje del capitalismo global pudo funcionar en su normalidad expansiva y financista, es decir, hasta 2008, un sector de las clases populares -aspirante a clase media- siguió legitimando el programa político de sus propias élites, tanto a nivel democrático como en sus conductas habituales de consumo y ocio. Pero el doble crash de 2008 y 2020, ha demostrado finalmente que el capitalismo se resuelve siempre mediante socialismo estatal. Las pérdidas bursátiles y la insolvencia bancaria se sufragan a través de rescates con fondos públicos, emisión y devaluación de la moneda, endeudamiento estatal y la precarización social que afrontan sobre todo las clases populares mediante recortes de derechos laborales, subidas de impuestos indirectos y la depauperación del tejido social y familiar de los pequeños y medianos comerciantes. Tras la erosión de las pequeñas propiedades privadas y familiares se introduce el Gran Capital Mercantil y Estatal, creando sus respectivas redes clientelares, mediáticas y de dependencia social, a través de los cuales se compra masivamente el voto democrático. El resultado es una sociedad civil ortopédica, anestesiada, sin iniciativa ni resortes defensivos ante el asalto de las corporaciones multinacionales o la voracidad administrativa de los burócratas.

La insostenibilidad de la huida hacia delante del capitalismo financiero está cuestionando la legitimidad de todo el sistema. Pero no hay que confundir la auto-deslegitimación sociopolítica del capitalismo con un hipotético renacimiento de políticas socialistas o comunistas, en sentido clásico. La propia esencia del socialismo o del comunismo es internacionalista. Este carácter mundialista o universalista impide a estas ideologías dar una solución coherente a las problemáticas contemporáneas, porque el factor trabajo tiende a seguir al gran capital, y éste es transnacional.

Por esta razón no es de extrañar el alineamiento de buena parte de la izquierda occidental con los postulados tecnocráticos de las Naciones Unidas y de su Agenda 2030, así como su sumisión al programa ideológico de Foro de Davos (Foro Económico Mundial). Bajo esta concepción globalista, las soberanías nacionales estorban. El dinero es apátrida y por tanto ha de ser capaz de migrar fácilmente, permeando las fronteras según los intereses de sus poseedores. El gran capital necesita por eso mismo de un marco jurídico dúctil y maleable, de la movilización -también internacional- de la mano de obra, de los "recursos humanos". De ahí la impotencia que están mostrando los partidos socialistas y los sindicatos occidentales en la presente coyuntura, al no poder superar la contradicción entre su universalismo dogmático y la demanda efectiva de protección estatal de las clases trabajadoras occidentales.

En este contexto de insatisfacción social de las clases trabajadoras occidentales, la irrupción del populismo de derechas, de índole patriótico e identitario, ha sabido en ciertos lugares dar respuesta a la necesidad de protección social frente al globalismo. Lo ha hecho recuperando los conceptos estatales de "frontera" y "soberanía" como ideas-fuerza con los que frenar la ofensiva de un gran capital que impone "sociedades abiertas" y un cosmopolitismo forzoso, con la importación masiva de poblaciones de migrantes. Como es lógico, esta dinámica disolvente experimentada sobre todo en los entornos suburbanos de Occidente está haciendo competir a las clases trabajadoras locales o autóctonas con las nuevas poblaciones foráneas y desarraigadas que entran, las cuales compiten a un precio mucho menor, devaluando aún más el trabajo.

A este respecto, no se puede desconocer que la absorción de la mano de obra sobrante y su traslado a otras latitudes es un mecanismo de ajuste y compensación que es intrínseco del capitalismo y que opera como una suerte de válvula de escape, desde prácticamente sus orígenes. Así puede leerse en el estudio Hegemonía y declinación económica de Europa, de Emilio de Figueroa (Editorial Aguilar, 1958, págs. 82-87 y 156-160). Tampoco se puede desconocer que este mismo globalismo desarma la cultura y las costumbres locales para introducir el idioma de la metrópoli angloamericana junto con los contenidos de su sustrato y programación ideológica y mercantil, patrocinada por las grandes corporaciones multinacionales y las principales instituciones mundialistas (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio y OCDE).

Antes bien, como ya se está comenzando a vislumbrar -y no es nuevo en la historia contemporánea-, parece más probable que la pauperización de los grandes estratos de la población occidental no de paso al reimpulso de un socialismo ortodoxo y doctrinario sino precisamente al auge de unos nacionalismos de nuevo cuño. La ideología nacionalista promete establecer y proteger un orden estable, neutralizando la lucha de clases endógena. Ésta se exporta o deslocaliza a las periferias geográficas del sistema económico. El nacionalismo puede derivar fácilmente, como atestigua la historia reciente, en reivindicaciones territoriales, en políticas de segregación étnica y lingüística, y en su última fase, en colonización económica.

A pesar del cosmopolitismo que se implantó en Occidente en la última fase del capitalismo precrítico (hasta 2008), la vuelta a un cierto nacionalismo que sustente el capitalismo de Estado parece más congruente con la resistencia de las clases medias y trabajadoras occidentales a su pauperización, degradación y extinción. En este sentido, un posible "neonacionalismo" parece estar surgiendo en algunos sitios, para tratar de recuperar un orden estabilizador que sólo un Estado paternalista e intervencionista puede garantizar ante unas sociedades y mercados abiertos y convulsos. Por esta razón, el desmoronamiento social del actual modelo capitalista global promete no tanto la emergencia de un nuevo socialismo internacionalista sino más bien la emergencia de una desglobalización neonacionalista con vocación de restaurar el orden estatolátrico y sociológico "perdido". Para ello, es posible que la emergencia de esta ideología neutralice progresivamente la lucha de clases endógena para a continuación deslocalizarla a las periferias económicas y geográficas, mediante políticas exteriores ofensivas, colonialistas y tal vez militaristas.

De hecho, el capitalismo y la guerra van casi siempre anudados, pues como decíamos al comienzo, más allá de la revolución industrial inglesa, las bases jurídico-políticas del capitalismo moderno hay que encontrarlas en la revolución francesa y por ende en las guerras napoleónicas, que hicieron de la economía de guerra el principal proceso industrializador y de modernización económica en las diferentes naciones ocupadas. Tal y como afirma Cole, estas naciones pudieron progresar porque la ocupación militar francesa durante la guerra las había convertido en "verdaderos centros del industrialismo continental, y sus industrias habían sido fomentadas decididamente durante el período en que las fábricas inglesas habían estado excluidas de los mercados continentales" (Introducción a la historia económica, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pág. 51).

En este sentido, las dos guerras mundiales vienen a confirmar en el sangriento siglo XX la constante histórica de que las crisis económicas tienden a resolverse mediante el conflicto armado. La guerra, una vez agotado el comercio y viciadas las relaciones de intercambio, es el instrumento capitalista por defecto para reactivar la demanda y de ese modo reimpulsar el crecimiento económico. Primero destruyendo y luego reconstruyendo, aliviando entre tanto la presión demográfica y dinamizando el desarrollo de la tecnociencia. Si en el siglo XXI otra guerra mundial parece imposible de imaginar -la "tercera"- es porque las potencias que las pudieran emprender carecen de la firme expectativa de obtener un desenlace favorable para ellas, principalmente por los desastrosos efectos colaterales que tendrían para sí mismas las explosiones termonucleares o una guerra bacteriológica.

Sin embargo, la imposibilidad de una gran guerra no implica en absoluto que el negocio de la guerra remita. Antes bien, es todavía mayor el beneficio directo que las grandes estructuras de poder obtienen con las escaladas de rearme y el juego de la creación artificial de tensiones en lugares remotos. Es por ello que, frente a la paradoja de la imposibilidad de una gran guerra, presenciamos una serie de conflictos de baja intensidad entre las grandes potencias a través de actores intermedios. Una hipotética Tercera Guerra Mundial sería a este respecto un conflicto híbrido y frío, la culminación del capitalismo financiero postindustrial, el pináculo del orden mundial establecido en Bretton Woods.

La enorme dimensión que han adquirido las industrias privadas de seguridad y defensa, contratistas de los Estado, así como el gasto presupuestario en materia militar, certifican esta evidencia. De hecho, como ya avizoró Galbraith en La sociedad opulenta (1958), en pleno contexto de guerra fría y keynesianismo, "los gastos de defensa contribuían a financiar la ejecución de una política keynesiana, y de esta forma, contribuían a alcanzar el principal objetivo liberal" (Editorial Planeta De Agostini, 1992, pág. 15). Es probable que las tensiones geopolíticas actuales y la depredación capitalista de los recursos naturales a escala global desemboque inexorablemente en una política de bloques y en un enfriamiento de la globalización. Los innegables intereses existentes tras la escenificación de la pandemia, como revulsivo del mercado, liderado por la industria farmacéutica, ha puesto al sistema capitalista y su política monetaria expansiva en "modo bélico", apuntan a una cierta desglobalización y quizá a una nueva guerra fría con episodios calientes deslocalizados o externalizados.

Ahora bien, lo cierto es que la guerra tradicional a gran escala ciertamente ha sido descartada, al menos por el momento. Ha sido reemplazada por otras formas más lucrativas y creativas de conflicto, como la "lucha" contra el terrorismo, o contra el cambio climático ("Pactos Verdes") o más recientemente, la "lucha" contra la pandemia ("Salud Pública"). Con tales propuestas se ajustan, catalizan y potencian los sistemas de explotación, ingeniería social y alienación del capitalismo, de forma sutil y mucho más sofisticada que las rudimentarias opresiones que generan las conflagraciones bélicas.

En definitiva, la nueva dialéctica, en vez de operar ad intra de una sociedad postcapitalista, operaría ahora ad extra, en los términos de un neonacionalismo estatista, pero turbocapitalista, expansivo y muy probablemente colonialista bajo la égida de los hegemones regionales. La China de Xi Jinping, la India de Modi, la Rusia de Putin, el Brasil de Bolsonaro, la Turquía de Erdogan, el Reino Unido tras el brexit, el trumpismo yanqui (con o sin Trump) y las experiencias de otras potencias regionales y emergentes, como la Hungría de Orbán o la Polonia de Duda, están ya en esta línea programática. La irrupción y posterior consolidación de este fenómeno en los tiempos recientes muestra que el esquema político al que nos aproximamos es el de una disyuntiva entre el proyecto de una cibercracia unipolar y globalista o el de una multipolaridad de Estados nacionalistas con economías capitalistas y gobiernos dirigistas. En cualquier caso, estamos ante la disputa entre dos proyectos capitalistas, esto es, ante la presencia de dos modalidades de explotación del capitalismo. Uno cibercrático y mundialista, que mantiene su esencia liberal, pero busca su afirmación mediante una autoridad política suprema -un superestado mundial-, mientras que el otro, iliberal y anticosmopolita, integra la estatalidad dentro de un esquema multipolar.

El capitalismo, desde su origen en el industrialismo, ha sabido transmutarse ideológicamente para sobrevivir. A través de varios siglos, el capitalismo ha revelado un extraordinario poder de resistencia. Como señala Arthur Burnie en Historia económica de Europa (Editorial Miracle, 1965, pág. 318): "Algún día el capitalismo morirá. La historia nos demuestra que ningún sistema económico es inmortal. (...) El capitalismo muestra algunos de los síntomas de la vejez y de la decrepitud. Sin embargo, un sistema moribundo, como un individuo moribundo, prolongan, a menudo, su vida más allá de todo cálculo razonable". La deriva ideológica del capitalismo actual en sus dos modalidades augura una época de zozobra y tensiones, en un contexto pospandémico que ha conseguido disciplinar y someter con mucha más intensidad a la población civil, al mismo tiempo que ha permitido también reforzar el autoritarismo de muchos gobiernos y su dependencia financiera de acreedores externos y de otras estructuras de poder. No por casualidad, el Foro de Davos ha denominado a la cumbre que celebrará en enero del próximo año "El Gran Reinicio". En ella las oligarquías mundialistas tratarán de establecer las bases del reseteo capitalista, un nuevo Bretton Woods, para seguir asegurándose la propiedad del capital y el control de los próximos cambios sociales y tecnológicos.

Fuente: Rebelión