Géneros

Las mujeres que dan batalla en plena pandemia

Por Carina López Monja y Dina Sánchez

Desde el inicio de la pandemia, cientos de mujeres realizaron la tarea de alimentar a otrxs, acompañar las postas sanitarias, de sostener ollas y comedores. La lucha de Gladys Armando, vecina de la Villa 31, inicia una serie de relatos que ponen en la historia a aquéllas que estuvieron al frente de esa línea esencial y fallecieron por coronavirus.

Gladys era una mujer sencilla, madre de ocho hijos, chaqueña y vecina histórica de la Villa 31. Su figura fue importante para muchos niños y niñas del barrio, que acudían al comedor que abrió en su casa y sostuvo durante treinta años hasta que falleció. Su vida, como la de tantas trabajadoras invisibles, dejó huella en el barrio.

En la crisis de 1989 y ante la falta de trabajo, se instaló en la Villa 31. La suya fue una de las primeras casas del barrio, una casilla de madera a dos aguas, donde no había cloaca ni agua. La organización comunitaria fue parte de la vida de Gladys. Cuando otros saqueaban supermercados, los vecinos de su sector decidieron en asamblea hacer un pedido conjunto a Supercoop, el hiper que funcionaba a la entrada del barrio. Con los alimentos entregados comenzaron a cocinar.

Desde entonces, en el comedor «Comunidad Organizada» se servía almuerzo para 120 personas y merienda para lxs niñxs; por la tarde daban talleres de oficio y los sábados funcionaba apoyo escolar y un programa estatal para terminar la primaria.

Cuando comenzó la pandemia, Gladys hizo cuarentena estricta, y como no quería cerrar el comedor, sus hijos lo sostuvieron. Recién entonces dimensionaron el trabajo. » Mi mamá se levantaba a las seis para baldear .Cocinaba, limpiaba todo, repartía la merienda y a las cinco dejaba todo listo para los talleres. Los sábados también. Si vos lo ponés en personas físicas, era el trabajo de cinco personas», cuenta su hija María Laura.

Franco está convencido de que su mamá se contagió de Covid-19 por compartir el baño con su familia y otras quince personas. Llevaba dos años esperando que el Gobierno de la Ciudad cumpliera la intervención en su baño por el proceso de urbanización. «Si hubieran tenido el baño, mis papás no se contagiaban», afirma. «Estaban aislados desde marzo, y en mayo les diagnosticaron coronavirus. Sólo bajaban al baño. Así se contagiaron.»

La pandemia mostró la desigualdad y la falta de servicios básicos. La Villa 31 estuvo varios días sin agua. Ironías: cuando internaron a Gladys y a su esposo en el Hospital Rivadavia, tampoco había agua. Un mes después ella falleció en el hospital. Su esposo se recuperó, y el día que volvió a su casa llegó el inodoro para el baño que no tuvieron. Con dos años de retraso.

«Siempre es doloroso el proceso de muerte de tu vieja. Pero acá sentís que era evitable. Si hubiera tenido mejores condiciones de vida tal vez no pasaba. Y eso tiene que ver con las responsabilidades del Estado. Es una muerte rodeada de injusticias», lamenta Franco.

Gladys dedicó su vida a construir espacios comunitarios. Hoy, su familia busca continuar la tarea en el comedor y pelear el reconocimiento salarial a las trabajadoras que desarrollan una tarea esencial con las ollas populares.

Sólo falta la despedida. Los hijos quieren llevar las cenizas de Gladys a Chaco, la tierra que aprendieron a amar casi sin conocer, escuchando las historias de su mamá y bailando chamamé con ella. En la Villa 31, Gladys seguirá presente. En la olla y en el compromiso de quienes siguen peleando por una vida digna.

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Susana Campos, otra mujer necesaria

Segunda entrega de la serie de relatos que ponen en la historia a las que estuvieron al frente de esa línea esencial desde el inicio de la pandemia y fallecieron por coronavirus, la lucha de Susana, vecina del barrio Lanzone de San Martín, refleja su anhelo de que sólo puede vivirse una vida digna.

Susana Campos era una mujer con carácter fuerte: cuando tenía una idea en la cabeza, no había manera de frenarla. Quienes militaban con ella en el Frente Popular Darío Santillán resaltan su vocación de hacer cosas por el barrio. Madre de cinco hijos, había fundado el comedor «La Hora Feliz» en el Barrio Lanzone de San Martín.

Cuando empezó la pandemia propuso abrir el comedor de noche y convenció a todos los que la rodeaban a comprometerse con ella. Su marido, trabajador textil, la acompañaba para hacer el fuego. Varias de sus hijas también. Pidió donaciones para poder garantizar un plato de comida para cada familia que se acercaba. La tercera noche, en pleno invierno, ya iban más de 150 personas a cenar. Quedarse hasta medianoche sosteniendo la olla tuvo consecuencias. Susana falleció con 54 años, justo el día que su nieta cumplía 7.

Nació en el pueblo de Ceres, en Santa Fe. Migró a Buenos Aires a los 14 años y fue una de las primeras en ocupar terrenos en lo que hoy se conoce como el barrio Lanzone, hace unos once años. Su hija recuerda que era todo campo y confiesa que la que insistió para ocupar un pedazo de tierra para vivir fue Susana, convencida de que era la única manera de acceder a una vivienda.

En Lanzone la vida es dura. Cuando llueve, las inundaciones hacen difícil salir. Llueve más adentro de las casas que afuera y la cercanía del Ceamse trae consecuencias ambientales y sanitarias. Como tantas trabajadoras, Susana se prometió: «No me voy a morir sin terminar mi casa». No pudo cumplirlo.

La solidaridad como bandera

Susana quiso abrir un comedor durante años. «Cuando arrancamos, mi vieja se recorrió todo Lanzone y de un día para el otro se sumaron 50 personas. Poníamos 2 pesos cada uno y comprábamos harina. Fuimos a buscar chapas al Ceamse para hacer un techo. Fue a pura fuerza de voluntad porque sabíamos que el barrio lo necesitaba», cuenta su hija Andrea.

Sus compañeras la describen imparable. Recuerdan el día que les donaron tubos de masa y quiso hacer empanadas. Pero no alcanzaba. Así que estuvieron largas horas amasando, cocinando empanadas al horno y fritas hasta llegar a las 600 empanadas. Susana planteaba que parar la olla no podía significar hacer guiso todos los días y que era fundamental darles a lxs más chicxs un menú variado.

Entre anécdotas, sus compañeres recuerdan cuando consiguieron tela para hacer barbijos y propusieron repartirla entre cooperativas textiles. Susana se enteró y se puso a disposición. Hizo 700 barbijos en una noche, con una vieja máquina a pedal que tenía en su casa. «No duermo pensando en los barbijos», les decía a sus hijas.

Cuando empezó con fiebre, la internaron en el piso de coronavirus del hospital. Los resultados dieron negativos, pero varios días después la pasaron a terapia intensiva y un nuevo test dio positivo. La despedida fue dura. «Pasamos horas en la puerta del sanatorio esperando alguna información. Finalmente supimos que entró en un paro y no la pudieron sacar», dice Andrea con los ojos llenos de lágrimas.

El recuerdo de Susana flota en el comedor. Sus compañeras la imaginan haciendo chistes, animándolas a seguir, haciendo locuras y planificando cada detalle para el día de las niñeces. «Nos dejó la enseñanza de poner siempre el barrio por delante y poner el cuerpo en el momento más duro. Es el mejor ejemplo para seguir multiplicando la bandera de la solidaridad», afirma Gonzalo, compañero de militancia.

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La Pelu, cartonera y luchadora

Desde el inicio de la pandemia, cientos de mujeres realizaron la tarea de alimentar a otrxs, acompañar las postas sanitarias, de sostener ollas y comedores. En esta tercera entrega, la historia de Ema Cristina Penoni, La Pelu, vecina de Villa Fiorito, cartonera y luchadora, sigue siendo narrada desde su resistencia.

Al frente de la selfie, Ema Penoni en la planta recicladora junto a sus compañeras del MTE.

Al frente de la selfie, Ema Penoni en la planta recicladora junto a sus compañeras del MTE.

Ema Cristina Penoni fue la principal impulsora de los cambios en el sistema de la recolección de la Ciudad de Buenos Aires, que otorgó derechos y mejoró el trabajo de los cartoneros y cartoneras. Sus compañeres del Movimiento de Trabajadores Exlcuidos destacan su empuje inigualable. Metalera, madre de cinco, La Pelu ayudó a decenas de jóvenes a dejar las drogas e impulsó la creación de un comedor en su barrio en plena pandemia. El 12 de agosto falleció por coronavirus.

En el barrio de Fiorito todos conocen a Pelu. En la casa donde vivió muchos años se reúnen sus hijos, el padre, la última pareja de Pelu, y cada tanto entran vecinos y vecinas para narrar sus recuerdos y expresar su cariño y admiración.

El primero en romper el hielo es Pupi, padre de sus hijos, que cuenta cómo quedó ciego y lo echaron del trabajo. Fue entones que Cristina se sumó a un comedor y comenzó a cartonear para sobrevivir. Con un changuito de supermercado, caminaba cincuenta cuadras hasta Lanús juntando cartón, muchas veces acompañada de sus hijos más grandes, mientras Pupi cuidaba al más chico. Poco después, empezaron a cartonear juntos. «Nos conocimos a los 22 años. Yo aprendí todo con ella y en los momentos más duros, ella siempre se ponía al frente y encontraba una solución», asegura.

Cristina era una de las responsables de la cooperativa «El amanecer de los cartoneros", con más de 3.500 integrantes. Como delegada, luchó contra viento y marea para lograr cambiar el sistema de recolección. Después de viajar colgados en camiones en condiciones de absoluta precariedad, conquistaron obra social, seguro de accidentes, ropa de trabajo, y guarderías. «Fue una lucha de siete años pero logramos cambiar el sistema. Pasamos de no tener carro para trabajar a conquistar nuestros derechos. Y ella se lo puso al hombro. Hoy estamos donde estamos gracias a ella», cuenta Jonathan Perez, última pareja de Pelu. La Ley 992 permitió que les cartoneres fueran incorporades al servicio público de higiene urbana y luego se aprobó la Ley Basura Cero.

Muchos de los cartoneros jóvenes empezaron a trabajar en la recolección para salir de la droga. Su hijo Thiago recuerda que su madre siempre tuvo como prioridad acompañarlos en ese proceso: «Los iba a buscar hasta la comisaría, los acompañaba para que dejaran de consumir y trabajaran. Para más de cuarenta pibes del barrio, es como una madre. Era estricta con el trabajo, nunca bajaba los brazos. Si algo me enseñó es a no rendirme nunca», afirma. En plena pandemia, los comedores no daban abasto y Pelu ayudó a abrir un espacio en el barrio, frente a la Plaza 1 de octubre. Con donaciones y a pura fuerza de voluntad se sostiene aún hoy la entrega de la cena para más de 150 familias.

Su familia y compañeres coinciden en que Pelu nunca paraba aún cuando tuviera presión, diabetes o estuviera enferma. Había un problema en una de las rutas, ella iba a resolverlo. No dejaban hacer el comedor en un barrio por amenazas de grupos narcos, ella los enfrentaba. Detuvieron un cartonero en La Plata durante la pandemia y ella fue la primera en llegar al lugar para exigir su liberación. A fines de julio tuvo neumonía y cuando fue al hospital la dejaron internada. Después de que le diagnosticaron coronavirus, la entubaron y quince días después falleció de un paro respiratorio.

Su hija Antonella habla poco, pero dice las palabras justas: «Pelu deja una huella para el barrio y para la cooperativa. Logró cambiar el sistema y hacer que cartonear sea una tarea organizada y colectiva con derechos garantizados».

Fuente: Resumen Latinoamericano