Patagonia

Lecturas / Donald Borsella: El retrato de Epifanio López, con una presentación de Diego Angelino

Por Donald Borsella*.

Sargento aseguraba que el retrato era de la misma época en que se creía que lo mataron, pero de su muerte él insistía que no, que había escapado vivo, porque él era de la partida cuando en el 34 lo acorralaron con los de la pandilla de Pioquinto Sires (que a ése sí lo liquidaron después de un tiempo) y vio cómo "entre la polvazón de los tiros y los caballos asustados Epifanio López se ganó de a pie hasta la punta del paredón de piedra que baja al Pedregoso. Era tarde ya cuando cruzaría el arroyo convertido en río por la primavera para perderse después en los lengales del Piltri.

"Y de los dos finados que quedaron tendidos uno no era López por más que parecido, porque también sería hijo ilegal del contador de la inglesa Ronald Patterson pero vaya a saber de qué madre y el otro el indio Caifil. Los demás se escurrieron de a caballo y aquí está igualito porque esta fotografía me la entregó un tiempo antes, si Epifanio era amigo de todos, y si se le dio por andar con Pioquinto fue de loco nomás que era.

"Nosotros sabíamos que todo lo de él podía ser cierto y podía no ser porque de chico siempre fue así, nadie lo igualaba por ejemplo en hallar cosas que se perdían en los corrales y los patios: monedas, algún cuchillito de los capadores o esas medallas que sabían regalar los curas cuando las primeras misiones en la cordillera. Unos decían que él las robaba y después las sembraba por el campo para hacer que las hallaba, delante de los demás. Y de grande lo mismo. Cuando se fue con la banda de Pioquinto, primero a ajenear y después en el asalto del Redondo, no faltó alguno que dijera que él estaba con la policía y que se metió a eso para hacer la entrega. Pero yo ya estaba de sargento y lo vi dispararse y sé que Epifanio no era capaz aunque no voy a negar, curioso era y jugaba a dos puntas cuando se le antojaba. Que en aquel tiempo no había empezado la política si no, qué diputado se hubieran ganado cualesquiera de los partidos, con Epifanio.

"Lo que debo también aclarar es que eso de que yo me aprovechaba de su amistad y de su manera de abrir las manos cuando andaba con plata y que me la tenía jurada porque lo soplé en el asalto del Redondo, puras mentiras, que por algo habré llegado a sargento. Además a qué tanta palabrería si de esto ya pasó el doble de la prescripción y él debe de estar vivo pero bien lejos, uno me dijo hace tiempo que lo vieron de envellonador por el Senguer o el Chalía pero seguro que no se va a andar mostrando en estos lados y menos sabiendo que estoy yo, por más que ahora quién le iría a decir alguna cosa si cuando el tiempo pasa la gente se olvida y ya quedan muy pocos de aquella época".

De Ñorquincó, ese pueblo de lomajes pelados, de casas vacías y de gente que se va y no regresa y que permanecerá relegado para siempre a un costado de la ruta 40 a cuatro leguas del paralelo, ya no queda ni el recuerdo del esplendor que lo coronó hasta el 25 cuando concentraba la mejor lana de la región (después de la The Argentine Southerland Company) y era punta del camino a Madryn por todo el norte del Chubut. Parte de una caravana de cincuenta chatas altas con trescientas mulas y casi otras tantas de recambio para el viaje de dos meses, todavía cuelga borrosa en una gran lámina que hay en el salón del hotel Criado.

Y frente al hotel, toda la población, con mujeres y chicos y también de los alrededores, se juntaron ese domingo porque pasaba para el sur el "Famoso Circo Barnum" -dos monos deplorables, un león desdentado y un escuálido rocín blanco con pintas zainas- ofreciendo entre otras atracciones a la Mujer más Gorda del Mundo, a Sandokán domador de fieras y a Rudy, "payaso internacional y el Frégoli de la América del Sur".

Sargento, deslumbrado por tanta gente amiga y muchos rostros nuevos, parrafeó como nunca y hasta matizó con otros hallazgos la ya tradicional historia de Epifanio López ante una expectativa pueblerina crecida en la dulzona calidez de la charanga y los colorinches del circo, que anunciaba su "única gran función" a tres cuadras de distancia.

Yo fui el de la idea. Me secundaron el comisario Corti y Durand, el guardahilos.

Las mensuras me llevaban seguido a la zona. Y tal vez por ser de afuera pero conocido, la ocurrencia tuvo fáciles adherentes y prendió con rapidez. Además no se podía perder tiempo porque faltaban dos horas.

Le pedimos el retrato a Sargento, no recuerdo con qué argumento, y fuimos a la carpa. El famoso Rudy nos recibió atento, en mangas de camisa y sin cambiarse todavía. Escuchó interesado la historia. No hacía falta, pero garantizó su trayectoria en la farándula nacida de su infancia en Isla Maciel y nos dijo de su identidad con el "Independiente del 40". Nos gratificó a los tres: al comisario, al guardahilos y a mí, cada uno proveniente de alguno de los "cien barrios", ese reencuentro con una entonación vertiginosa y con la evocación de una adolescencia porteña y feliz.

-¡Así que de Pompeya, Flores y Paternal! ¡Pero qué alegrón, muchachos! Uno, a pesar de esta vida rante nunca se olvida, nunca... Y declamando entre canyengue y tristón: -Paternal... Me acunó el Pibe de chico, con el arrullo armonioso de "Vida mía, lejos más te quiero / vida mía, piensa en mi regreso..." Y Pompeya, ah, Pompeya... "Ya nunca me verás como me vieras / recostao en la vidriera esperándote..." ¡Y Flores! ¡Qué minas tenía ese corso! ¡Pero los Diablos Rojos! ¡Otra que La Máquina! Bello, Lecea y Coletta; Franzolino, Leguizamón y Martínez; Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla... Terminó como en un rezo la enumeración fervorosa y llamó, querendón: -¡Venga, mi gorda buena y ayúdeme, que hoy nos hacemos el banquete con los muchachos, nos hacemos! Y mirando a Corti: -Todo va a salir diez puntos, mi jefe. Después, la mano en alto, brindó: -¡A tu salú, Carlitos! -mientras una invariable estampa de Gardel desde la pared de lona, sonreía.

Luego de observar con atención el cartón del retrato, preguntó:

-¿Treinta años hay que aumentarle? ¡Achalay mi mama! Unos sesenta en total... Ojos claros y rubión el aparcero. Los míos son pardos pero no importa, que no se va a notar. ¡Apuremos mi gorda! -llamó de nuevo y desde el fondo nos llegó un lento desplazarse de rasos y perfumes.

Salimos.

"Verás que todo es mentira, verás que nada es amor..." -se escuchó de afuera y un ramalazo de nostalgias nos envolvió a los tres- "Que al mundo nada le importa, yira, yira..."

El circo estaba repleto porque a último momento llegaron dos comparsas de esquila de las que hacían la campaña de la zona, y una fila de camiones fruteros, de paso para Esquel.

Después del infernal preludio de cascabeles y cornetas y de una pasada acrobática de los monos guiados por una écuyère que prometía asombros y alegrías, se hizo de golpe el silencio y la pista circular quedó vacía. Se apagaron las luces y el interior colmado y anhelante vio cómo la oscuridad era perforada por un tirón de luz viboreando desde arriba, buscando una presencia que ya entraba en el redondel. La luz viró al amarillo, al azul y al colorado y una trompeta marcial prefijó el anuncio:

-¡Con ustedes y con nosotros... un viejo amigo del pago! ¡Epifanio López, paisanos!

El comisario, Durand y yo, en la primera fila donde a tres butacas estaba Sargento, quedamos duros. ¡Era el mismo, era Epifanio, el legendario Epifanio López con esos treinta años encima, patentes en su cansancio de hombre del sur que se para distinto porque lo obliga el viento, ese viento que no perdona y deja sus marcas más injustas en las arrugas del entrecejo y las mejillas!

Temí que irrumpiera con esos modismos folklóricos del norte que aquí no se usan, pero no. El hombre habló con parsimonia mirando en círculo como para hacer destinatarios a todos y cada uno en su demorado mensaje de recuerdos. Su voz grave y solemne, nos cautivó de entrada.

-Un gustazo, amigos, una alegría de verlos, aunque muchos no me han de conocer o me conocen mal. Sí, soy Epifanio López, que en un tiempo anduvo por estas laderas y si no dejó tal vez buena memoria fue por lo que algunos han andado hablando, embarullando las verdades, no importa que hayan sido sargentos o mariscales. Y para esa gente... -su mano correteó aparatosa sobre la rastra de utilería hasta detrás de la cintura- ¡Siempre se tiene a mano un afilado!

La alusión había sido clara y a Sargento lo vimos en la penumbra de la platea con los ojos redondos, la boca abierta y la cara desencajada, transparente.

Los espectadores pendían del personaje y no se oyó una mosca.

-Blanco como trago ‘e leche... -nos secreteó Durand, metiéndose en el clima de criollismo y de guapezas.

De golpe un tambor invisible, en crescendo de arrebato sobresaltó por un momento el silencio que se iba haciendo molesto. "Epifanio López", conducido por la luz redonda, se abrió ahora a una plática intimista, arrimándose al borde circular.

-Con mi pingo resabiao he llegado a Ñorquincó... -prosiguió atribulado- Y estoy precisando que alguno de los presentes venga a darme la razón, una razón que está faltando de hace mucho porque no es ley que en tanto tiempo uno haya sido mostrado de escondida, como facón malhabido.

En la oscuridad sólo se distinguían las brasas de los cigarros y más de uno habrá husmeado hacia el lugar de Sargento, ese Sargento que Rudy comenzó a buscar y al que aludió en voz baja cuando pasó junto a nosotros:

-Adónde está el candidato, adónde, que esto va saliendo como el gol de De la Mata...

Un poco de remordimiento sentimos, a qué negarlo. Pero todo fue demasiado rápido para algún acto de contrición. Sargento estaba rígido, tratando de incorporarse con las palmas apoyadas en el asiento y bajando y subiendo cuerpo y cabeza como sacudiéndose de un mal sueño.

Desde el sector donde estaban los que entraron al último nos llegó un grito, en relación al tirador barato que ceñía la cintura del frégoli campesino:

-¡De plata y nadie sabía!

Y un segundo: "¡Se la tenía guardada el Epifanio!", nos sacudió con su referencia significativa, a la que sucedieron en tropel otras tres, apocalípticas, creciendo en un asombro temeroso:

-¡Si recién tenía una faja!

-¡Epifanio no usa daga! ¡A gatas tiene un talero!

Una última trató de resolver el enigma increíble:

-¡Eya!... ¡Cómo se cruzó a la cancha, si aquí estaba arrinconado!

Y de ese montón espeso de hombres, de esa treintena que formaban los dos grupos de esquiladores, salió como un bulto uno de ellos empujado desde atrás por sus compañeros, obligado a trasponer el pequeño cerco de la arena.

Primero un apagón. Enseguida la luz, perfecta en su redondez saltando sucesivamente, en una separación de cuatro pasos, de un hombre a otro, dos hombres mágicamente iguales, una igualdad que ni siquiera se disimulaba por la diferencia entre una faja colorada y una rastra plateando relampagueante. Y un cuchillo de hojalata que se correspondía con el rebenque gordo agarrado por la guasca.

Ahora eran dos las luces que, individuales, gobernaban el espectáculo.

Era de ver. Cuando el verdadero Epifanio, seguramente recién despierto de una modorra vinosa empezó a desplazarse amenazante, el otro lo imitó en cada uno de sus gestos. Dieron una vuelta completa a la pista. Epifanio 1º en agresión y revoleando el talero, tambaleante. Epifanio 2º retrocediendo cauteloso, visteándolo con el puñal en defensa, pero dándose tiempo a mirarnos cada tanto, en guiños de complicidad. Y los focos persiguiéndolos exactos bajo un redoble en sordina que no quería crecer.

La música de circo predispone a la alegría, más cuando ese circo es el primero en detenerse en toda la historia de un pueblo que se pierde... y por donde todo el mundo pasó de largo, siempre. El vals "Sobre las olas" nos ronceó cariñoso y un compañero de su comparsa "lo desafió" a Epifanio:

-¡A cuántas rayas vamos, envellonador!

Y otro:

-¡Vaya pidiendo la lata!

Epifanio depuso de repente su actitud y bajó el rebenque. Se arrimó a su doble y con las manos atrás lo miró bien de cerca, como olisqueándolo.

-¡La pucha! -dijo en un suspiro aguardentoso, mirando al público y rascándose la sien derecha- Igualito...

Dentro del apagón que siguió, nosotros, que estábamos cerca, oímos bien:

-Hermano, este regalo es para que te lo lleves de recuerdo. Obsequio de la casa, que le dicen, del Circo Barnum -y dirigido a nosotros: -¿No les decía papá? ¡Fuera de programa pero triunfo absoluto por nocau!

A los dos segundos, cuando se prendieron las luces, Epifanio López estaba solo en la pista. Se encaminó compadrón a la platea, acariciándose en la panza la rastra que lucía fulgurante sobre el fondo rojo de la faja, entre un aplauso cerrado y gritos de toda laya.

Nadie se fijó en la butaca vacía de Sargento ni se acordaron de él.

El espectáculo siguió. Sin embargo ningún número superó ese encuentro con la ilusión y el prodigio, que seguramente movió en la mayoría el deseo de encontrarse, alguna vez, cada uno con su doble.

Pero Sargento no escarmienta.

Me dijeron que apareció a los tres meses, cuando se terminó la esquila, como si tal cosa y con una barba que nunca se había dejado. Un rostro señero, de esos buscados por los turistas que pasan cada vez más abundantes hacia El Bolsón y Bariloche.

Y era cierto. Porque la última vez que anduve por Ñorquincó estaba apoyado en el surtidor mostrando el retrato y recitándole a unos mochileros:

-Hace más de treinta años, cuando Epifanio tendría unos veintiocho, porque éste es Epifanio López, amigo mío, corajudo y famoso...

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*BORSELLA POR DIEGO ANGELINO

Por Diego Angelino

Dejo la crítica para los críticos: si yo puedo aportar algo sobre Donald Borsella, es la amistad que nos unió durante años hasta su temprana muerte. Una amistad de "cofrades", para usar una palabra que tiene más resonancias que "hermanos", o que es eso pero es más que eso.

Ahora no estoy tan seguro, pero creo que yo ya había leído "El vagabundo toca con sordina" antes de que Henry Miller, a través de "Los libros en mi vida", me iniciara en "Misterios" de Knut Hamsun, una novela que entonces me sacudió como sacuden los vientos muy fuertes. Como sacuden los huracanes, que eso y no otra cosa es la buena literatura.

Cuando lo conocí a Donald, que todavía vivía en El Maitén, me sorprendió saber que su hijo se llamaba Nagel, como el personaje de "Misterios". Me sorprendió eso y me asombró ese hombre, en ese momento un solitario -por entonces su mujer acompañaba a los hijos que estudiaban en Trelew-, que vivía en una aldea irónicamente llamada Buenos Aires Chico, un caserío que recostaba su pobreza en los contrafuertes de la cordillera. La aldea era como un suburbio de El Maitén, que a su vez parecía el suburbio del Mundo. Ahí estaba la casa de Donald, la cálida y hospitalaria casa de ese hombre a la vez solitario y hospitalario. Ahí nos encontrábamos para nuestras "tenidas" literarias. Ahí o en mi casa de El Bolsón, que por entonces era el suburbio de la Nada.

De lo que padecíamos, tanto él como yo, era de "orfandad literaria". Lo que buscábamos era una "oreja" que escuchara los proyectos de nuestras escrituras, que es todavía más difícil que escuchar las escrituras de cualquiera. Y pese a que casi me doblaba en edad, tenía para conmigo una santa paciencia. A la vez que, por qué no, la soberbia de mi juventud era condescendiente con sus años.

Lo nuestro era una mensajería absurda: como no existía el correo de mails, ni teníamos siquiera teléfono, llevábamos personalmente los mensajes que queríamos transmitir. Cuando yo estaba pergeñando un cuento, me iba antes a Buenos Aires Chico, para defenderlo de Donald o contra Donald, que por supuesto no estaba enterado ni del argumento. Normalmente ese viaje duraba poco más de dos horas. Pero con frecuencia al Citroen se le "empastaban" las bujías, cuando no se le "picaban" los platinos. O se empantanaba precisamente en El Pantanoso, a la altura de Mallín Cumé. De manera que el viaje terminaba a cualquier hora de la noche. Donald ni siquiera se inmutaba: encendía el "Sol de Noche", y en seguida la "Istilart", y ponía unos churrascos de capón para que se asaran a la plancha. Él por supuesto ya había cenado.

Como suele suceder con los solitarios, él hacía todo el gasto: hablaba casi todo el tiempo. Era evidente que me había estado esperando. ¡Y había tela para cortar! Aun cuando, más allá de nuestros sueños como escritores, nos convocara -casi con la misma intensidad y la misma fuerza- el amor por Hamsun, por Panait Istrati, por Pío Baroja, por Sherwood Anderson, por tantos que nos habían hecho el regalo de sus riquezas.

A la mayoría de sus cuentos los conocí antes de que los hubiera parido. En consecuencia, es como si mi opinión estuviera "viciada de nulidad", como dicen los juristas. Pero deliberadamente quiero detenerme en "Las torres altas". Porque esta historia, sin renegar del realismo, definitivamente lo trasciende. Para mí este relato alcanza el clímax y las alturas -mutatis mutandis- de aquella historia de Hemingway en la que el viejo pescador, después de una lucha interminable, consigue al fin la presa de su vida; presa que finalmente es comida por los tiburones. Por supuesto que eso es irrelevante: lo que Hemingway está narrando es la historia de una lucha, o de una aparente derrota que definitivamente es un triunfo. En "Las torres altas", y como en paralelo, el paisano Curcuncho Canuipán, sólo con su coraje y con la solitaria ayuda de su perro, en un duelo épico y desigual, vence al enorme jabalí, trocando ese triunfo por la propia muerte. Lo que podría traducirse así: lo que valoramos en la vida es tan importante que ella misma se convierte en una ofrenda. Si valoramos el valor, si valoramos el amor, si valoramos lo que valoramos, entonces ofrendamos la vida. Y a lo mejor me arriesgo, pero sospecho que el mismo Donald Borsella lo testificó.

Como homenaje a Donald, y porque Miguel Hernández era uno de los tantos autores que nos unían, voy a usurpar unos versos de su Elegía. Porque temprano levantó la muerte el velo. Y porque durante años, inútilmente, lo estuve requiriendo. Porque todavía sería bueno reencontrarnos

que tenemos que hablar de tantas cosas,

compañero del alma, compañero.

DIEGO ANGELINO

*Donald Borsella (1926) nació en Esquel y falleció en 1986 en Trelew (Chubut). Fue maestro rural, corresponsal del diario "Esquel", inspector de escuelas, diputado provincial, periodista. Publicó dos libros de relatos: "Las Torres Altas" (1978) y "El Zorro Cifuentes" (1981). En 1984 la dirección de Cultura de Trelew, de la que fue incansable colaborador, editó su ensayo "Alberdi y una novela Patagónica".

**Diego Angelino (1944) nació en Entre Ríos y reside en la Patagonia desde 1964. Es uno de los grandes narradores argentinos. Publicó las novelas Sobre la tierra (1979) -llevada al cine por Nicolás Sarquis en 1998-, Recordando en el viento (1983), El bumerang vuelve al cazador (2017, finalista del Premio Herralde) y Al país de las guerras (2019); y los libros de cuentos Antes de que amanezca -primer premio La Nación con un jurado integrado por Borges, Bioy Casares y Mallea; publicado bajo el título Con otro sol- y Escrituras (2011), que apareció en Espacio Hudson (espaciohudson.com) tras un largo silencio editorial del autor. Su novela Al sur del sur (1973) fue recomendada por el jurado del Premio América Latina (La Opinión-Sudamericana) con Cortázar, Onetti, Roa Bastos y Walsh como jurados.