Cultura

Lecturas / Héctor Mendes: Hume en primavera

Por Héctor Mendes*

1

Hume estaba sentado junto a la ventana de la confitería, cuando vio pasar a Elisa. El local estaba en penumbras y no había nadie más en las mesas. El mozo, con el cuerpo flojo y aburrido contra la barra, cabeceó. Afuera soplaba el viento. El crepúsculo violeta se arremolinaba en nubes de polvo que giraban sobre los techos bajos de la ciudad.

-Ahí va la loca -dijo el mozo.

-Quién.

-Elisa, la loca.

Hume inclinó la cabeza contra el vidrio y achicó los ojos. Sólo alcanzó a ver la silueta de la mujer que, empujada por una ráfaga, daba vuelta la esquina y se perdía detrás de un revuelo de hojas y de polvo.

-Loca por qué.

-Este año le ha dado por pasear a la caída del sol, y en primavera.

-Una mujer sensible, quizás. ¿Qué tiene de malo pasear?

-El viento. Tiene de malo el viento.

-Ah -Hume movió la mano como si espantara moscas-. No empecemos otra vez con eso.

Hume se entretuvo mirando la ciudad que oscurecía. El techo crujía bajo las bruscas ventadas. El polvo, imperceptible como un talco, caía desde el cielorraso sobre el casco engominado de su pelo gris, las solapas del saco y el pesado cristal de sus anteojos. Pero Hume parecía no advertirlo; seguía contemplando con displicencia las oleadas de tierra que golpeteaban contra la ventana.

El mozo, al fondo del local, se concentraba en pasar y repasar un trapo húmedo sobre la barra. No sentía deseos de hablar. Como Hume era el encargado de la Biblioteca Municipal y además era miope, se le reconocía a sus opiniones una contundente autoridad. Excepto en el tema del viento.

- ¿Quién es? -preguntó Hume, mientras estiraba con los dedos el billete para pagar el café.

-Quién.

-Esa mujer, Elisa.

-Vino a la ciudad el año pasado. Vive sola, en uno de los departamentos de la Avenida. No habla con nadie, no saluda a nadie. No sé -el mozo bajó la voz, cauteloso- pero aquí, todos, dicen que está medio chiflada.

-Una sensibilidad romántica, quizás. -Hume levantó su cuerpo y caminó hasta la puerta; alzó el dedo índice y lo agitó en el aire-. Y se ve que no tiene miedo.

El mozo miró el trapo que tenía entre las manos.

-Sí -dijo, sin entusiasmo-. A lo mejor es así, no sé.

-La gente -desde la puerta, Hume seguía con el índice alzado- la gente se vuelve loca por el viento. Pero no hay que tenerle miedo. Y no hay que hacerle caso.

El mozo abrió la boca para decir algo, pero Hume ya había salido.

2

Cada primavera desanuda en el desierto la furia del aire. Las ráfagas frenéticas entran a la ciudad, la invaden con torbellinos de polvo, le oscurecen el cielo. Vuelan por el pavimento reseco de la Avenida las ramas de coirones y cardos. La bruma de tierra cae sobre los techos con el sonido de una lluvia seca. El sol se opaca en un círculo descolorido y se respira un aire turbio. La gente se vuelve malhumorada, irritable. Se cierran puertas y ventanas y sólo se sale lo necesario. Durante horas, en los cuartos sofocados por el polvillo áspero que a pesar de todo penetra silbando por los intersticios, se miran unos a otros las caras grises y se odian como nunca. A veces, en la noche, sobreviene la quietud, y en el silencio repentino se trata de adivinar las señales: el viento se ha ido ya, es sólo una tregua, ahora recomienza.

Así es como se vive en primavera. Se rememoran rencores, se pelea por cualquier motivo con más facilidad que en el resto del año. Se duerme un sueño inquieto, con pesadillas sombrías entre las sábanas con polvo. Los viajantes de comercio, los circos ambulantes y los predicadores evangélicos que por experiencia lo saben, no van a la pequeña ciudad enclavada en el desierto hasta que termina la estación de los vientos. Sólo encontrarían calles semivacías, por las que se mueven con lentitud algunos autos y camiones, atravesando las tolvaneras con los faros encendidos a pleno día, y hombres y mujeres que se miran con rechazo desde la hosquedad del silencio.

Cuando llega el verano, la brusquedad del ánimo, el malhumor, las alocadas ofensas, los insultos y los odios difusos se disipan junto con el polvo que se retira del aire. Nadie se siente responsable de lo sucedido: los vendavales de primavera traen el miedo, y el miedo aísla a la gente en sus casas, dentro de sí mismos, y en el aislamiento no se puede hacer otra cosa que odiar. La vida revuelta y desencajada de esos meses se acepta como sucede, igual que una corta pesadilla que se olvida después, al despertar.

Sólo Hume, el bibliotecario solterón y displicente, desde la autoridad de su sabiduría municipal, sonreía, cada año, cuando septiembre empezaba a enrarecer el aire. Discutía con todos en la confitería. El mozo, los parroquianos, lo escuchaban con respeto, pero sacudían la cabeza o le presentaban suaves objeciones. "El viento es peligroso, don Hume. "Vuelan ramas, chapas, piedras". "Se sueltan cables eléctricos, chicotean en las veredas y largan chispas". "Se vive masticando polvo, sonándose tierra de la nariz". "El viento raspa los nervios y uno se pone como loco". Hume se encogía de hombros. "Tonterías", decía. "No hay que hacerle caso. No hay ninguna relación entre el viento y nosotros. Una cosa pertenece al desierto, la otra a la ciudad. Se tocan casualmente durante un tiempo, y qué". Nadie encontraba palabras para contestarle. Tampoco convencía a nadie.

Hume se sentía obligado a realizar pequeñas demostraciones prácticas. Cada vez que el aire huracanado empezaba a sacudir la ciudad, cerraba la Biblioteca y caminaba, sin apuro, a lo largo de la Avenida ya sin gente, sosteniendo una sonrisa desvaída y benevolente. Llegaba a la confitería y se quedaba allí hasta la noche, junto a la ventana. Pero este módico desafío se aceptaba como parte de los comportamientos extravagantes que producía el viento; junto con el resto de lo que sucedía, se perdía en la desmemoria general cuando la primavera tormentosa finalizaba.

3

Después de la tarde en que Hume vio por primera vez a Elisa, se sucedieron dos extraños días sin viento. La ciudad se animó. La gente iba y venía por las veredas de la Avenida, sorprendida y alegre por la calma inesperada. Se extendía un clima de prematuro festejo.

Hume estuvo esas dos tardes junto a la ventana, en una confitería de luces encendidas y excitado bullicio. En la barra se había aglomerado un grupo de hombres solos a los que Hume, al llegar, saludaba desde lejos con la mano. "Esto es como un veranito de San Juan, pero distinto" dijo alguien, desde la barra. "Esta calma es peligrosa" dijo otro. "Algo va a pasar". Algunos miraron hacia Hume, aguardando el comentario inevitable. Pero Hume, distraído y escéptico, sonrió, alzó los hombros y volvió a dirigir la cara a la ventana. Desde el fondo de sus anteojos, el brillo acuoso y diminuto de su mirada escrutaba el paseo de la gente por la vereda. Pero Elisa no apareció.

Al tercer día, volvió el viento.

Desde el amanecer, las tolvaneras recorrieron las calles en todas direcciones, como las avanzadas de un ejército invasor. La ciudad se volvió color ceniza. Y el ronco silbido del aire no cesó en todo el día.

Hume se instaló desde temprano junto a la ventana, en la confitería otra vez vacía. El mozo había vuelto, taciturno, a su tarea de repasar el mostrador. Hacia el anochecer se enrojeció el aire, se estiraron las primeras sombras en la vereda, y arreció el viento.

Entonces, pasó Elisa.

Se desplazó cerca de la ventana, con pasos largos y lentos. El cuerpo envarado, alto -como sostenido desde arriba por las hombreras de su tapado negro- concluía en una cabellera amarilla que flotaba y se mecía en al aire revuelto, acompañando el flamear de su tapado y el aleteo de las solapas levantadas, en un sacudimiento general que contrastaba con la inmovilidad de su perfil y la vigorosa lentitud con que movía las piernas.

Avanzaba con esfuerzo, sin parpadear, concentrada en mantener la elegancia de su paso, a cada instante amenazada por los golpes de viento que la obligaban a endurecer el cuerpo y afirmarse sobre los tacones de sus zapatos. Parecía una dama sorprendida por la tormenta camino a una fiesta, o la última exponente de una aristocracia extinguida que el viento había confundido y llevado por las calles de una ciudad desconocida. "No es fea" pensó el mozo, un instante después que la mujer desapareció del rectángulo de la ventana.

-No es fea la loca -dijo, en voz alta.

Hume no contestó. Pagó y salió tras ella.

El mozo corrió a la ventana y pudo presenciar el encuentro. Elisa y Hume estaban parados, frente a frente, en la esquina de la plaza. Él acababa de presentarse y hacía grandes gestos con las manos, como describiendo un paisaje alrededor. Ella parecía escuchar con atención, pero sin abandonar la mirada puesta, a lo lejos, en un horizonte imaginario. En la plaza desembocaban los vientos encajonados de todas las calles y se entrechocaban en un vaivén convulso, que levantaba nubes de polvo, papeles y hojas. Las nubes borroneaban las siluetas de Elisa y Hume, que avanzaban y retrocedían sacudidos por las ráfagas contrarias, en una contradanza que duró varios minutos, hasta que él la tomó del brazo y reiniciaron, juntos, el parsimonioso paseo.

Se perdieron en la sombra de las últimas calles, y sólo quedaron en la oscuridad los crujidos y silbidos del ventarrón que no cesaba.

El mozo empujó hacia delante el mentón y el labio inferior, perplejo lo que acababa de ver. Se apartó de la ventana y volvió a su tarea de limpiar el mostrador.

"Tal para cual" pensó.

4

El paseo inicial de Elisa y Hume fue breve.

Caminaron trastabillando bajo la sacudida de las ráfagas, extraviándose por momentos en las bocanadas de polvo que salían de la oscuridad, y hablando a los gritos para hacerse oír en el tronar del aire. Después de un rato volvieron a la plaza y detuvieron la marcha. Se separaron después de haber acordado encontrarse allí al día siguiente, a la hora del crepúsculo. Intercambiaron unas últimas frases, como contraseña confirmatoria de esa sorprendente afinidad que tanto uno como el otro mostraban, sin disimulo, crecer con cada palabra, a cada paso.

-Me agrada pasear al atardecer, en el viento -repitió ella.

-Aquí la gente es... supersticiosa.

Elisa alzó las cejas y echó atrás la cabeza, exagerando su extrañeza.

-Es por el viento -aclaró Hume-. Le temen al viento.

-¿Y usted, no?

-No. Pero ellos, sí. Se ponen como... -Hume no se animó a pronunciar la palabra, y se limitó a un ademán giratorio de su mano contra la sien.

-Bueno, hasta mañana, señor Hume.

-Hasta mañana, Elisa.

Mientras Elisa se alejaba calle abajo, empujada por los golpes de aire que casi la hacían trotar sobre los tacos, Hume se quedó mirándola, emocionado.

5

El día siguiente amaneció con el cielo y los árboles quietos. Varios volvieron a salir a la calle a caminar, a comprar y vender, a sentarse en la confitería, a disipar el malhumor. Aprovecharon con avidez la tregua momentánea, pero sin confiarse. Era muy reciente la última calma de dos días, después de la cual todo había sido peor. Cuando al atardecer el aire se hinchó para volver a explotar en viento, hubo un repentino enmudecimiento de pájaros en la plaza y se extendió un silencio de presagio.

Y todos corrieron a refugiarse en sus casas.

El aire estalló cuando Hume salía para encontrarse con Elisa.

Fue todavía peor que antes.

Las masas de atmósfera se desplomaron sobre los techos y toda la ciudad se estrujó, como una temblorosa escenografía de cartón. El polvo borró todos los colores. El mundo pareció darse vuelta: arriba, contra el coágulo creciente del crepúsculo, iban y venían flotando trozos de carteles retorcidos, carteles, papeles, chapas, alambres, trapos, antenas de televisión, ramas, nidos de pájaros, ropa desprendida de los tendederos, pétalos, cardos, cables despellejados, esqueletos de cajones y la indefinible materia pestilente removida en los basurales de las afueras.

En la penumbra granulosa, Hume caminó como pudo hacia la plaza. No pudo llegar; las ráfagas lo hicieron retroceder, dando vueltas como un trompo.

A dos cuadras de distancia, Elisa retrocedía, a pesar suyo, por una calle lateral.

Cada uno fue arrojado en una dirección diferente. El viento, despojado ya de toda regularidad, de toda lógica, de toda previsión, hacia estallar remolinos en cualquier parte, y soplaba al este en una esquina y al oeste en otra. Las ráfagas cambiantes arrastraron de un punto a otro a Elisa y Hume, cada vez más alejados entre sí, sumergidos en torbellinos que los lanzaron a lugares irreconocibles. Después de medianoche, se retiraron, desconcertados y exhaustos. No pudieron encontrarse.

Al otro día sucedió lo mismo. La calma al amanecer primero y luego, la violentísima borrasca de viento, el infierno de polvo, la oscuridad turbulenta. Y tampoco lograron encontrarse.

Así fue durante días y días. Elisa y Hume salían cada tarde y eran sacudidos y empujados contra las paredes, arrastrados lejos de la plaza, obligados a deambular por calles distintas sin siquiera llegar a verse, yendo hacia delante y hacia atrás según el curso arbitrario de las corrientes, a ciegas, a veces llamándose sin oírse, atravesados por los chiflidos incesantes que recorrían la ciudad, hasta que la noche y el cansancio los hacía desistir.

La gente, encerrada en sus casas, descansaba de sus disputas soltando comentarios maliciosos sobre las dos personas que andaban por la noche, bailoteando en el temporal. Todos coincidían de una manera tan espontánea que se sentían por algún rato unidos, confirmados en las certezas del miedo y el malestar. Se habituaron a decir que era un justo castigo a la soberbia de Hume. "A lo mejor, ahora aprende".

Hume, cada tarde, sentado junto a la ventana y a punto de salir, se decía a sí mismo que esa vez podría ser. Por qué no. En la trabazón casual de los sucesos el viento podría no soplar a la hora del crepúsculo, o la combinación azarosa de las ráfagas llevarlos a chocar uno con el otro en la plaza, a la vuelta de una esquina o en algún lugar impredecible. Se trataba de salir y caminar como fuera, igual que un jugador que arroja su apuesta a cualquier número sabiendo que, a falta de toda lógica, sólo resta esperar un golpe de suerte.

Elisa aguardaba en su departamento de ventanas cerradas el momento de su única salida. Peinaba su cabellera frente a un espejo ovalado, y suspiraba. Primero la aparición del señor Hume, luego la tormentosa adversidad que los había separado; desde siempre había presentido que algo así le ocurriría. Ahora debía salir y caminar cada atardecer, el pelo al viento como la heroína trágica en que había sido convertida, para que ocurriera el encuentro, el desenlace, el final del infortunio.

6

Después de dos semanas, lograron entreverse en la neblina de polvo. Cada uno estaba en la desembocadura de una calle, separados por el espacio abierto de la plaza. Se saludaron con la mano. Quisieron avanzar uno hacia el otro. Un pesado remolino que zumbaba en el centro de la plaza se lo impidió. Entonces trataron de no alejarse, de mantener sus posiciones, de esperar un momento más propicio. Cada uno se refugió en el hueco de una puerta. El vendaval arreció. Derivó en un furioso y fulminante tornado.

Elisa se apretó contra la puerta, y cerró los ojos. El gran órgano del viento resopló en los infinitos tubos roncos, graves y agudos, llevándose hacia arriba, en tirabuzón, los trinos de los árboles, los chillidos de los goznes y de las chapas arrancadas de los tirantes, los crujidos de las ramas y el estallido intermitente de los postigos mal cerrados. Y luego descendió, ululando, en una clamorosa devolución de todos los sonidos, para volver a comenzar su zigzagueante ascenso.

Y de pronto, el silencio.

Elisa abrió los ojos. Nada se movía. La calma, límpida y reciente, brotaba desde todas las cosas. El aire se adelgazaba en una penumbra clara, transparente. Y desde el otro extremo de la plaza se acercaba Hume caminando sin apuro, con las manos en los bolsillos. El momento había llegado. Elisa sonrió, se bajó del umbral, echó a andar.

Avanzaron hacia el centro de la plaza, con cuidadosa lentitud, gozando a cada paso la felicidad de lo inminente, el preludio del desenlace, el éxtasis de los brevísimos instantes que preceden a la culminación definitiva.

Estuvieron frente a frente. Se miraron a la cara. Sonrieron. Ella se acomodó el pelo con las manos. Hume se sacudió el polvo de las solapas. Hubo algunas frases. Él la tomó del brazo y ella se dejó llevar.

Caminaron alrededor de la plaza. Elisa no decía nada. Hume no decía nada. Era extraño caminar sin viento. En la inmensa quietud, el atardecer se sucedía con monótona inercia. Hume se sorprendió al notar que sus pasos y los de Elisa se desorientaban en el vacío del silencio. Se sentaron en un banco, debajo de los árboles en cuyas copas, en lo alto, brillaba todavía la última luz del crepúsculo. Hume estuvo parpadeando, pasándose las manos por las rodillas. Elisa, sentada con rigidez en el borde del banco, se inmovilizaba con el gesto mudo de una estatua. Después, oscureció.

-Me agrada pasear al atardecer, en el viento -dijo ella, al rato.

-Sí dijo Hume, animado-. Qué casualidad. A mí también.

-¿Y no tiene miedo?

-Yo no, pero ellos sí.

-Ah.

Volvieron a callarse. Por un momento se alcanzó a oír un endeble eco de los restos del tornado que se extinguía, lejos, en el desierto. Se acercaron uno al otro, en un movimiento de tácita complicidad, y estuvieron escuchando expectantes. Pero el ruido se hizo cada vez más débil y ya no se lo oyó más.

-Me agrada pasear al atardecer, en el viento.

-Sí -dijo Hume-. Qué casualidad.

La voz de Elisa había sonado como si estuviera lejos, como si se estuviera apagando en una tranquila indiferencia. Hume quiso decir algo, pero no encontró palabras. Trató de recordar los intentos desesperados de cada atardecer, en la tormenta, pero fue como si todo hubiera sucedido hacía muchísimo tiempo, en otro lugar borroso que no era ese.

Se removieron en el asiento y alzaron la vista, levemente esperanzados, cuando el suave balanceo de las copas de los árboles pareció anunciar que el viento retornaba. Pero fue una brisa exánime, un último soplo que se apagó entre las ramas. A sus espaldas, desde la Avenida, les llegó el creciente júbilo de la gente en las veredas. La primavera había finalizado.

Hume pensó qué poco tardaría ella en levantarse, saludar y alejarse sin volver la vista, convertida en una desconocida que dejaba allí, abandonada, la Elisa que el viento había sacado a pasear por las calles. Ahora sobrevendría el letargo, la indolente normalidad de los días parecidos, la repetición previsible del resto del tiempo. Hasta que alguna vez, quizás, un primer remolino de septiembre los despertara y los pusiera nuevamente a buscarse en los laberintos de la estación turbulenta.

-Me agrada pasear al atardecer, en el viento -oyó que Elisa decía en un tono opaco, como si ya no fuera ella, sino el último movimiento de un reflejo ciego, extenuado.

-Sí -dijo Hume, y no supo qué más decir.

*Texto publicado en "El otoño de los grillos y otros cuentos", Ediciones Espacio Hudson, 2019. (espaciohudson.com)

*Héctor Mendes (La Plata,1941). Narrador y poeta, es profesor en Ciencias de la Educación y Magister en Sociología de la Cultura. Enseñó en las Universidades Nacionales de La Plata y del Comahue. Publicó en poesía El amanecer de los días perdidos (2003) y Cantar a la intemperie (2013) y tiene inédito Aproximación al pájaro maltrecho. Publicó en coautoría La Escuela en el Cuerpo (1999) e integró el consejo de redacción de la revista Crítica Educativa. Su obra obtuvo premios nacionales e internacionales y fue incluida en antologías como Cuentos de hoy mismo (Círculo de Lectores, 1982), Primer Concurso Literario (EUDEBA-APDH, 1986), Cuentos regionales argentinos (1992), Sur del Mundo. Narradores de la Patagonia (1992), Narraciones Cardinales "20 escritores argentinos de la segunda mitad del siglo XX" (1996), Patagónicos. Narradores del país austral (1997); II Concurso Nacional de Cuentos Eduardo Gudiño Kieffer (2005), Sexta Antología de Cuento y Poesía Leopoldo Marechal (2008), Último círculo y otros cuentos (2010), Cuentos Rioplateados. Dos siglos, dos orillas (2010).