Opinión

La lucha minera en Chubut y la escalada de la violencia

La minería y su rechazo social han vuelto a ser en Chubut el epicentro del conflicto social durante los últimos meses, con una escalada traducida en violencia que impacta y se refleja de múltiples aristas. El intento de imposición de un proyecto productivo repudiado por amplios sectores sociales genera violencia, pero a su vez quienes lo rechazan no encuentran otro camino que el de la violencia, en diferentes magnitudes, para frenarla. Es así como la provincia se monta en un aumento de la violencia institucional/social que la pone al borde de la ruptura del entramado social imperante en el sistema democrático. El poder juega con fuego y fuerza hasta el límite, mientras que la reacción corre cada vez más los límites de sus propias acciones. Una chispa puede encender un incendio que nadie sabe si se podrá apagar. Aceptarlo y resolverlo es un desafío que demanda determinación política y búsqueda de soluciones.

El bloqueo de la Iniciativa Popular 2020 en la Legislatura, impulsada por más de 30 mil firmas, desencadenó en un nuevo hecho de violencia política e institucional que recalentó los ánimos en la provincia de Chubut.

El movimiento antiminero y ambientalista respondió con sus fuerzas, quizás disminuidas, a la ajustada votación legislativa donde todo pareció estar pensadamente armado para que terminara en la forma en la que concluyó. La respuesta antiminera se tradujo en cortes de ruta y ocupaciones de municipalidades donde la violencia sobrevoló de manera constante las horas en que se desarrollaron.

La nueva respuesta institucional del Estado provincial, detentando el poder de la fuerza, fue otro hecho violento a través de un desalojo de la ruta que -aunque no hubiera empujones, garrotazos, balas de goma o gases lacrimógenos- también termina constituyendo un acto violento.

La violencia atravesó ambos procesos, más allá de que en los últimos tiempos parecería ser que darle la espalda al pueblo con una decisión política no es un acto violento.

No hay reclamo pacífico que consiga encaminar de manera duradera una determinación popular que es rechazada o ninguneada por el poder político de turno, en cualquiera de sus vertientes oficialistas u opositoras.

Para entender de manera más amplia y conceptual el tema de la violencia social vale leer con detenimiento el material "Sociología y violencia" del investigador colombiano Alvaro Guzmán B. El texto completo acompaña a este artículo.

Descargar  "Sociología y violencia" del investigador colombiano Alvaro Guzmán B.

Los partidos políticos buscan llegar al poder a través de sus plataformas, cada más escasas o inconsistentes, o sus promesas de campaña; pero luego las incumplen cuando detentan el manejo del Estado y eso también es un acto de violencia que se suma a la multiplicidad de violencias existentes en la realidad chubutense.

Los sectores sociales que se oponen a la minería reclaman de manera casi constante para que ese extractivismo no se instale en la provincia, habiendo logrado la realización de un plebiscito en el que ganaron hace casa 20 años con el 83% y luego consiguieron que ese triunfo se convirtiera en una ley (la ex 5001) que prohibió la megaminería en Chubut.

Ambos contrincantes se vienen enfrentando desde hace más de 30 años en la provincia, donde los embates extractivistas y promineros se remontan a principios de los años ´90 cuando se quiso instalar el repositorio nuclear en Gastre.

A esas avanzadas los movimientos sociales le fueron respondiendo con movilizaciones y proyectos de ley que fueron cajoneados o derrumbados como acaba de suceder con la segunda IP.

Así Chubut ingresó en una escalada de la violencia, tanto la institucional como la popular; aunque la lucha es desigual, ya que el gobierno detenta el poder, y a su vez tiene el manejo de la fuerza pública. El ambientalismo, en algunas ocasiones, ha optado por endurecer sus acciones y avanzó con cortes de ruta, tomas de edificios públicos o escraches en las casas de legisladores o gobernantes nacionales de visita en la región cordillerana.

Mientras la clase política dirigente mayoritaria siga rompiendo contratos sociales e impulsando el avance de la minería en una provincia antiminera, que se proclamó como emblema del ambientalismo nacional e internacional, la violencia parece ser una de las pocas alternativas en la realidad chubutense.

Cuando se produce un escrache o un corte de ruta, la "política" y el establishment se unifican detrás del repudio y el pedido de "pacificación" del reclamo; ahora cuando se violenta una promesa de campaña, se pasa por encima de 30 mil firmas o se reprime una protesta la respuesta no es la misma ni tienen la misma unidad o contundencia.

Esa acumulación de hechos violentos que se vienen produciendo en Chubut elevan el nivel de conflictividad y los constantes embates promineros tensan una cuerda que en algún momento se rompe y genera respuestas violentas.

La violencia de los arriba parece estar justificada si se trata de una ruptura del contrato político o de la imposición de una actividad extractivista ampliamente rechazada por sectores sociales de diversos orígenes.

Ahora cuando esos sectores violentados se violentan a ellos les cae el peso del Estado con su manejo de la fuerza o el poder de las leyes imperantes que maneja casi discrecionalmente la Justicia.

La vara con la que se mide la violencia en la actualidad no es la misma a uno y a otro lado del conflicto, pero tampoco lo es la aplicación de los castigos ya que no hay un solo político enjuiciado por haber violentado sus promesas de campaña y menos aún por el uso desproporcionado de la violencia contra los violentados.

En tanto que los que se violentan son apuntados con el dedo inquisidor del poder, muchas veces reprimidos y en ocasiones enjuiciados de la manera ejemplificadora para que el accionar violento no se transforme en un mecanismo de respuesta ante las injusticias.

Si bien los violentados cargan sobre sus espaldas la incapacidad de encontrar respuestas que vayan más allá de la propia negativa al avance de la minería, no pudiendo o no queriendo -de manera consciente o inconsciente- generar alternativas productivas y hasta inclusive políticas. El proceso que protagonizan ingresa en un espiral de recalentamiento donde la violencia se presupone cada vez más como una alternativa de respuesta.

De lo contrario, estos sectores podrían encaminarse hacia aceptar la derrota ideológica sobre el rechazo a la minería y encolumnarse dentro de los marcos que el propio sistema democrático les ofrece, en el que a veces terminan confiando como cuando juntan miles de firmas y esperan que los diputados de los partidos tradicionales que denuncian sistemáticamente las conviertan en una ley antiminera.

En ese marco, deberían esperar dos o cuatro años para volver a poner en juego en las urnas sus aspiraciones ambientalistas en un sistema político que ya ha dado sobradas muestras de no estar a la altura de las demandas que el ambientalismo antiminero reclama y necesita.

Estos movimientos sociales también están entrampados producto de sus limitaciones, ya que impulsan el rechazo a la minería pero no ofrecen claramente propuestas con las que contraponerse a la minería; más aún para con aquellos sectores empobrecidos u olvidados de la Meseta chubutense donde conseguir un trabajo no es una opción y a veces ni siquiera se presenta como una aspiración a concretar.

Si bien no es una obligación de los movimientos antimineros dar respuestas a los profundos problemas sociales, productivos y económicos de la provincia, no menos cierto es que no se puede estar 100 años luchando por el "no pasarán" que impulsan; y si así sucediera tampoco se alcanzaría un triunfo de magnitud que apunte a resolver el fondo de la cuestión.

Puede suceder que el poder político y el lobby empresarial prominero logren quebrar esa resistencia y entonces quedará inconclusa la tarea de encaminar soluciones de fondo a una provincia que viene transitando entre crisis cíclicas y constantes, además del costo socioambiental que dejará la minería en plena producción.

Justificada o no, cada vez más la violencia se va transformado en el acto casi cotidiano para dirimir este tipo de conflictos, más allá de las desigualdades con que cuentan y la expresan cada una de las partes; asomándose a un abismo que podría contener la chispa que inicie un incendio social y político de proporciones, para el que nadie tiene una receta con la cual controlarlo. El incendio, tal y como están las cosas en la actualidad, no sería el problema; sino cómo encaminar soluciones y salidas al mismo.