Opinión

El fútbol como espectáculo y como sentimiento: tensiones y contradicciones

Por Sebastián Sayago.

Un aspecto importante de los deportes de equipo es que, si se gana, la recompensa se distribuye en partes iguales. Vayamos al ejemplo de la selección de fútbol argentina: cada integrante del colectivo recibió la misma medalla y recibirá el mismo premio en dinero, aunque algunos hayan tenido una participación más destacada que otros e incluso varios no hayan tenido la oportunidad de debutar siquiera en la Copa. A nadie se le ocurriría decir que el premio debe ser correlativo al tiempo de juego o que el tamaño de la medalla debe refleja cuánto "invirtió" cada jugador en la competición. Nadie dirá que este sistema está hecho para que los que trabajen mantengan a los "vagos" que se quedaron en el banco de suplentes. Tampoco que "el suplente es suplente porque quiere".

Un negocio capitalista

No cabe ninguna duda de que el fútbol es un gran negocio capitalista. Es sostenido y alimentado por capitales privados que compran clubes o imponen una administración, venden y compran derechos de televisación, convierten en mercancía el tiempo de trabajo de los deportistas y lucran con la imagen de ellos como elemento de publicidad. Las diferencias entre el primer mundo y el tercero se reflejan en las realidades de las ligas. En los países centrales, están las mejores ligas, las más competitivas, plagadas de estrellas. Acá, en la periferia, se reproduce ese orden jerárquico: en Argentina y Brasil, las ligas son mejores que en Bolivia y Venezuela. Los pobres exportan talento, los ricos lo manufacturan. No solo es cuestión de tradición y de destreza individual, también es cuestión de plata.

Los jugadores, entonces, convertidos en mercancía, son introducidos en una competencia feroz por el estrellato. Una pequeña minoría lo logra. La gran mayoría queda en el camino y termina abandonando el deporte o resignándose a jugar en ligas o en clubes menores. Una selección de fútbol como la argentina es una combinación de estrellas consagradas y jóvenes promesas. Y estar ahí, sobre todo si se gana, es una gran vidriera.

Y alguien podría decir que, al final, resulta que la gran mayoría del pueblo alienta por televisión a un puñado de millonarios que corre detrás de una pelota. Pero no es tan simple: estos millonarios no son iguales a otros que, amasan su fortuna o la reciben en herencia a espaldas de la opinión pública y al amparo de leyes y poderes políticos. Estos son pibes que se arriesgan a fracasar y a convertirse en blanco de críticas y burlas llegado el caso. El pueblo puede ser despiadado e ingrato.

La encarnación de un nacionalismo berreta

Como en gran parte de Sudamérica, pocas cosas despiertan un sentimiento nacionalista en Argentina como una Copa América o un Mundial. Es la respuesta a una interpelación lograda mediante una representación ultrasimplificada de patria, como una construcción homogénea y absolutamente inclusiva, unida ante amenazas externas (las otras selecciones). El llamado a la demostración de argentinidad funciona en un escenario cuasibélico que presenta el triunfo como símbolo de la demostración objetiva e irrefutable del valor del pueblo argentino, como medio para la obtención de un reconocimiento exterior e interior que, por algún injusto motivo, nos es negado.

Y la interpelación futbolística funciona porque se trata de un deporte popular, es decir, de una práctica que, amparada tanto por la tradición como por el mercado, es un espacio de socialización para millones de personas, un campo de temas de conversación, un mecanismo de construcción de identidades (ser hincha de un equipo). Es cierto que la cantidad de potreros ha ido disminuyendo, pero, en contrapartida, la industria de los videojuegos sumó "al mundo del fútbol" a millones de niños y adolescentes que quizá nunca patearán una pelota "real".

Y, a medida que más experiencias futbolísticas se tienen, más conversaciones, más interés en las vergüenzas y los orgullos ligados a una camiseta, más eficaz es la convocatoria a cada gesta patriótica. Es que, a medida que transcurre la vida, ocupan más lugar en la autobiografía personal. Los que tenemos más de cincuenta recordamos perfectamente dónde y con quién estábamos cuando vimos el partido de Argentina e Inglaterra en el Mundial ‘86. De igual manera, con los más jóvenes, recordamos cómo vivimos, en Brasil 2014, la final con Alemania. En última instancia, nuestra vida es eso que vivimos y que va quedando en nuestra memoria.

Ese nacionalismo efectivo y berreta es explotado por gobiernos democráticos y dictaduras, de derecha o de menos derecha (y, si hubiera de izquierda socialista, también) y reproducido en publicidades, memes, cantos y otros componentes de la mitología de masas. Y se disfruta, quizá con algo de culpa, porque, al fin de cuenta, lo verdaderamente importante para un país no es el fútbol. Para nada.

La nobleza del amateurismo

Pese a todo lo señalado, como la mayoría de los deportes en equipo, en el fútbol hay aspectos que merecen ser resaltados. Por ejemplo, el supuesto de que, para tener un buen desempeño, hay que conformar un buen grupo y eso implica aceptar que todos los miembros son importantes, incluso los que solo están como suplentes. También la reivindicación de la ética del esfuerzo y la disciplina como clave del éxito y, si no se gana, como forma de vida.

El fútbol nos ofrece una imagen no determinista de la historia: a veces, el equipo chico derrota al fuerte. Por astucia del director técnico, que hace un planteo acertado, o por pura voluntad de los jugadores, que juegan ese partido como si fuera el último de sus vidas, la realidad puede refutar los pronósticos. Pese al imperio del dinero y el marketing, jugar a la pelota sigue siendo un arte que surge de la tensión entre la habilidad individual y el orden táctico, entre la vocación irreverente y la fe en un plan dispuesto por el entrenador.

Hay escenas épicas, que sirven como ejemplo de perseverancia ante la adversidad: Maradona jugando con el tobillo completamente hinchado en Italia o Messi rodeado de defensores rivales que se turnan para golpearlo; jugadores que declaran su amor al pueblo argentino y que lloran al recordar los esfuerzos que tuvieron que enfrentar para llegar a donde llegaron.

En la final del Maracaná, se destaca el abrazo entre Messi y Neymar. Uno estaba feliz (por fin había conseguido un triunfo con que aplacar las críticas de muchos argentinos exitistas) y a la vez apenado por la tristeza de su amigo, que es un excepcional jugador. Y este, a su vez, en medio de su lamento, se alegraba por el triunfo del otro. Luego, sentados en las escaleras del túnel, se rieron como dos viejos amigos después de un picado de fútbol. Dos de los futbolistas más famosos del mundo, emblemas de sus respectivas selecciones y estrellas supermillonarias, celebrando el espíritu del amateurismo. Al final, si el fútbol no sirve para hacer amigos, no sirve para nada. Para nada importante.

Se puede disfrutar el fútbol sin humillar al rival vencido. Abundan imágenes en diferentes estadios del mundo, mostrando a vencedores que consuelan a los vencidos. El respeto y la empatía no es lo más común, claro. Hay que luchar contra una tradición que fomenta la pasión a partir de un triunfalismo mezquino, contra un folclore que ha modelado el ADN futbolero (más en los hinchas que en los jugadores). Como si el deporte no tuviera revancha y los campeones no cayeran en algún momento. "El éxito es una cosa que se consume instantáneamente: una vez que se logra, se desvanece y se pierde", advierte Marcelo Bielsa, que de loco no tiene nada.

Tite, el técnico de la selección brasileña, dijo luego del triunfo de Argentina y a propósito de la charla de Messi y Neymar: "La confraternización entre jugadores rivales pasa por un mensaje al público de que, por más dolor que se tenga, hay que tener resignación y reconocer el valor del otro". Como tantas otras construcciones culturales, hay que deconstruir este deporte (y muchos otros). Reforzar lo que tiene de artístico, de solidario y de amateur y cuestionar el exitismo pernicioso y la cultura de la ofensa y el agravio. Y, por supuesto, poner bajo la lupa los efectos del marketing y de la acumulación desigual de capital económico.

El fútbol es un fenómeno complejo y maravilloso, que reproduce diferentes rasgos del mundo en el que vivimos, con todo lo malo y todo lo bueno. En fin, con nuestras propias contradicciones.

Especial para ContrahegemoníaWeb