El país

Una mirada electoral heterodoxa

Por Mempo Giardinelli

Son muchísimos los análisis, evaluaciones e interpretaciones de las pasadas PASO. Y a la vez, son muchas y muchos los decididos a renovar votos en noviembre por el Frente de Todos, más allá de convicciones abolladas. Porque hay que reconocerlo: si algo se perdió el otro domingo, fue la mística y la alegría. De donde la próxima jornada comicial será, seguro, a cara de perro. Y enhorabuena, especialmente para quienes todavía se manejan con principios y decencia cívica y no se dejan llevar por resentimientos ni propagandas cavernarias.

Las preguntas ya están siendo variadas: ¿y ahora qué?, ¿seguir votando más de lo mismo?, ¿asistir otra vez al desconcierto electoral de una ciudadanía y un gobierno que no consiguen congeniar?, ¿tolerar una vez más el grotesco y la payasada fascista de una oposición que en esencia destruye la democracia y la paz? Y desde el peronismo: ¿qué defendemos, qué apoyamos?

Quizá las únicas banderas, cierto que ya no mayoritarias, sean las de la sensatez, la dignidad y la cordura para analizar este tiempo desde ángulos inhabituales. Por caso, no ceder en los principios y reclamarle a nuestro Gobierno que cambie rumbos en serio; que no afloje ni se rinda ante los poderes antinacionales; que no siga cediendo ante ricos y miserables, que en este país son cada vez más una misma caterva. Y que se autodepure y con urgencia, porque ya la antipatria la tenemos metida en todas las estructuras.

Es la soberanía la que estará en juego en noviembre: sobre nuestras tierras, nuestras aguas, nuestro subsuelo, nuestro cielo y las conciencias todavía puras de millones de chicos y chicas de las nuevas generaciones que se están criando con hambre y pésimos ejemplos. Por eso la urgente necesidad de replanteos.

Discúlpese el idealismo de esta columna, pero quienes todavía miramos de frente y a los ojos a quien sea, no tenemos ninguna razón para «quedar bien», para ser «comprendidos» ni «tolerados», ni para ser «ejemplares». Y, en cambio, tenemos todas las razones para plantar bandera y decir, de viva voz, que esto no va más. Que la Argentina como está huele feo, cada vez peor.

Y es que el federalismo está herido en la Argentina y las grandes medidas --recontraurgentes e hipernecesarias- no se toman ni nada hace pensar que se tomarán en los próximos meses y años y quizás decenios. Y ahí está entonces la hipótesis de este texto: replantearnos como república federal, es decir federación de entidades provinciales, depende de nosotros los idealistas, los que tenemos todavía el más alto concepto de la política como servicio público y de la palabra empeñada y del respeto al compatriota, esas hermanas y hermanos con quienes se construyen y fortalecen la paz y la democracia.

Por eso este artículo propone discutir el hecho irrefutable, pero maníacamente negado, de que somos un país salvajemente unitario y no federal como se cacarea. Y más aún: bueno sería reconocer de una vez que somos un país unitario y con un peronismo aporteñado, mayoritariamente conservador y bastante temeroso del qué dirán, todo lo cual se paga y estamos pagando. Y no sólo en el gabinete nacional, donde después de una paliza comicial se hacen cambios que en profundidad nada cambian, y donde se insiste en ignorar al país real, porque, como esta columna cree, las 23 provincias federadas por una vieja y mañosa Constitución no sólo no están bien representadas sino que sus intereses se han tergiversado y todas las riquezas fabulosas de este país han sido y siguen siendo entregadas, robadas y mentidas de la manera más vil.

Pruebas al canto, dolorosamente enumeradas: no somos más un país ganadero y tampoco industrial como fuimos. La concentración del latifundio va a contramano de la historia mundial, las cooperativas agrarias languidecen, los campos están despoblados, los subsuelos alterados, la flora y fauna fabulosas que supimos tener hoy son si acaso pura memoria. País marítimo sin industria pesquera; repleto de oro, plata, cobre y ahora litio sin política extractiva ni de cuidado ambiental. Con más de 5.000 kilómetros de costas fluviales y marítimas pero casi sin puertos propios. Y de los 45.000 kilómetros de ferrocarril que bien y mal desarrollaron a todas las provincias, no nos queda ni el 10%. Y así siguiendo.

La reciente paliza electoral no sólo encumbró monstruos bolsonáricos; también gestó un nuevo gabinete lamentablemente machirulo y entre la veintena de designaciones de altos funcionarios no se tocaron los ejes centrales del poder modificatorio que se esperaría de un gobierno nacional y popular de prosapia peronista: todo sigue igual en el Ministerio de Transporte, que es donde más se pisotea la Soberanía y donde es presumible la existencia de bolsones de corrupción. Y ahí siguen sin derogar los decretos 949/20, y el 427/21, y el 556/21, uno más engendro que el otro.

Así, el drama argentino se repotencia: no se corrigen los errores porque no se entiende al pueblo. Y se toleran en exceso los desplantes y acomodamientos serviles que imponen las multinacionales, sus lacayos vernáculos y, obvio, las invenciones y ocultamientos de Clarín-Nazión.

Lo que pasó la otra semana estaba cantado que sucediera, pero la resolución posterior, en la humilde opinión de esta columna, no fue buena. Y no por las designaciones, algunas plausibles, sino porque quedó a la vista lo verdaderamente importante: que no hubo grandes cambios. Y sin cambios no será fácil recuperar terreno electoral.

Y es que si no se cambia en profundidad, el futuro seguirá turbio. Con un Gobierno de dudoso federalismo, apoyado sólo por gobernadores mansos y pedigüeños, no tendremos salida. Es de toda urgencia empezar a cambiar esto. Por ejemplo, que los representantes del interior surjan de la verdadera voluntad popular de los habitantes de las provincias y que nunca más sean decididos, negociados o consentidos desde la Ciudad de Buenos Aires. Que cabe recordar que en términos humanos equivale apenas al 8% de la población total de la República Argentina. Vieja tara de la política ésta, que sólo se resolverá en serio mediante una ya urgente Reforma Constitucional.

La caída del voto nacional y popular, el otro domingo, sí fue un castigo a nuestro Gobierno. Que quizás ahora no esté leyendo bien la advertencia por una sencilla razón: nuestro Presidente no conoce la Argentina profunda. Y que nadie se ofenda, y menos él. Pero con todo respeto, es evidente que no la conoce. Ni su gabinete, desde ya, mucho menos. Y es claro que duele decirlo, pero es imperioso el sinceramiento porque atañe a la inmensa mayoría de los dirigentes nacionales. Que tienen poca y en muchos casos fallida idea de cómo se es y se piensa en las provincias. Y eso que somos más del 90% de la población nacional, incluyendo desde luego a los hermanos y hermanas bonaerenses.

Mientras este equívoco y este divorcio se mantengan, será difícil recuperar la confianza popular. La Reforma Constitucional es necesaria y urgente, y declarar en comisión a todo el Poder Judicial también, como algunos planteamos desde hace 20 años.

Y si no, seguiremos como la cigarra de María Elena Walsh: tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando. Pero cada vez más dolorosamente.