Patagonia

Roberto Arlt en la Patagonia, en 1934 y ahora también

Por Carlos Espinosa*

El escritor, periodista y dramaturgo Roberto Arlt viajó por el norte de la Patagonia a principios de 1934. El periodista y escritor Carlos Espinosa, que vive ahora en Carmen de Patagones, reconstruyó ese viaje a partir de las Aguafuertes Patagónicas de Arlt, publicadas en el diario El Mundo, y se permitió introducir notas complementarias a los textos originales y también, como si fuese testigo presencial del paso del célebre autor porteño por las calles de Patagones y Viedma, agregó algunas crónicas ficcionales de su propia elaboración.

Todo este material quedó reunido en el libro del escritor y periodista Carlos Espinosa, Roberto Arlt en la Patagonia. Sus aguafuertes y andanzas imaginarias (Remitente Patagonia, 2014), cuyo relanzamiento está previsto para el próximo mes de julio, cuando se cumplan 80 años de la muerte de Arlt. De ese volumen, que el autor generosamente ha compartido con LA ZONA - CRÍTICA Y FICCIÓN, compartimos dos textos: primero, Nota preludio o prólogo, de Roberto Arlt; y ahora Primeros pasos, del propio Carlos Espinosa. Arlt estuvo por aquí en 1934, pero su sombra sigue recortada en este territorio de viento sur.

Primeros pasos

El hombre entró al vestíbulo del hotel Pércaz de Carmen de Patagones, resoplando y abatido por el calor. Formaba parte del contingente variopinto de pasajeros recién llegados, en el tren del Ferrocarril del Sur procedente de Plaza Constitución. Pero se distinguía entre una pareja de recién casados, tres viajantes de comercio, una señora acompañada por dos niños, y un señor mayor con cara de inspector fiscal. ¿Qué lo hacía diferente? Pues, eran dos aspectos: la vestimenta y la actitud. De su ropaje bastaba advertir el saco de cuero, largo hasta las rodillas y absolutamente anacrónico para esa época del año, los primeros días del mes de enero; pero además, el enorme sayo lucía curiosamente abultados sus dos generosos bolsillos laterales, de los cuales sobresalían una libreta de apuntes de tapa negra de hule, por un lado; y una cámara fotográfica Kodak totalmente plegable, por el otro.

Estos detalles alcanzaban para darse cuenta de que el caballero no era un viajero frecuente de temporada de verano por estos lares. Y para completar y asegurar esta observación: el hombre estaba calzado con unas botas de media caña y gruesa suela reforzada, de las apropiadas para escalar montañas.

La cabellera rebelde del curioso recién llegado se dejó sacudir por la cabeza, y ese gesto estuvo acompañado por una mirada penetrante de rápido reconocimiento a toda la estancia del recibidor del hotel de la calle Comodoro Rivadavia en su esquina con Venezuela (pues la acción que se está relatando transcurría en 1934 y todavía faltaban unos cuantos años para que esa otra arteria fuera bautizada como Hipólito Yrigoyen, en honor al presidente depuesto).

Mientras aguardaba su turno para registrarse, el recién llegado comentó con otro de los pasajeros: "Así que éste es el hotel tan bueno como el que usa el gobernador". Esas palabras fueron especialmente percibidas por doña Josefa Larrañaga, viuda de Pércaz, la dueña del establecimiento, que personalmente se encargaba del trámite de anotación de los nuevos huéspedes. La matrona tomó nota de la apreciación, sonrió y se dijo para ella misma: "Tengo que pedirle a Braulio que no exagere con esa cuestión, que se va a enojar don Grandoso, del Argentino".

Llegado el momento, el pasajero del capote de cuero y altas botas dio sus señas de la siguiente manera: "Roberto Godofredo Christophersen Arlt, 33 años";"¿profesión?, ponga empleado, domicilio Río de Janeiro 300, Capital Federal". "¿Cristo... cómo se escribe?", preguntó la viuda de Pércaz y aprovechó para escrutar el semblante del pasajero, tratando de descubrir algún rasgo nórdico europeo, que efectivamente podía adivinarse en el porte altivo de la sangre prusiana de su padre, en esa postura siempre vigilante, como la de un felino al acecho.

Acto seguido, luego del trámite, aquel hombre de mirada dura, el recién llegado sobre quien se tejerían diversas hipótesis esa misma noche, en la mesa del café Los Andes, tomó su valija -de cuero también, como haciendo juego con el capote- y con un esquive al maletero del hotel se disculpó: "No, mis petates los cargo solamente yo, porque adentro tengo herramientas de trabajo muy delicadas".

No mucho más de quince minutos estuvo el señor Arlt en la habitación que le fue asignada, una de la planta baja con puerta al patio interior bien poblado de plantas. Quizás cumplió una improrrogable diligencia sanitaria y enseguida, con paso largo y atlético, salió al exterior, a la calle Comodoro Rivadavia.

 Antiguo hotel Percaz de Carmen de Patagones, donde se hospedó Arlt.  

Eran poco más de las cuatro de la tarde, de una tórrida tarde del verano del norte de la Patagonia. Todavía no era la hora de la reapertura vespertina de los comercios y nadie transitaba por las veredas, aplanadas por un sol casi perpendicular. Veredas y arterias solitarias, silencio de siesta. El recién llegado se animó hasta la mitad de la calle y comprobó, con el taco de la sólida bota que calzaba en su pie derecho, la firmeza de la tierra apisonada, regada y apisonada, regada y apisonada, regada y apisonada, a la mañana y por la tarde cada día, por los eficientes empleados municipales de la ciudad más austral de la provincia de Buenos Aires. Tan apisonada la tierra, que parecía un asfalto.

Un chiquilín de pantalones cortos emergió por una esquina, montado en su bicicleta, silbando una canción. Arlt lo detuvo con un gesto de la mano, como si fuese uno de esos vigilantes de mangas blancas que dirigían el tránsito allá en la Capital, y le preguntó: "¿Sabrías decirme en dónde se pueden comprar diarios por aquí?". El muchachito miró calle arriba y calle abajo, como si necesitara distinguir distancias y referencias en una complicada y abigarrada ciudad, y después dictó su informe. Por una arteria perpendicular, la España, a una cuadra y un poco más de distancia, podría encontrar la casa Sitanor, un negocio de kiosco de golosinas y venta de diarios y revistas. Como si la exacta referencia no fuera suficiente, el chico soltó también una amable advertencia: "Tenga en cuenta señor que don Tomás y doña Estela, los dueños del negocio, no abren hasta después de las cinco". El viajero consultó su reloj y al comprobar que todavía faltaba casi una hora decidió estirar sus piernas.

Un rato después, Arlt desembocaba en un amplio espacio donde se podía observar un proyecto una plaza, casi gigante para el tamaño de aquella población. Un grupo de cuatro manzanas se abrían como una especie de cráter de soledad, tan sólo forestadas en un costado de ellas. Una de las manzanas aparecía ocupada por un conjunto de aparatos y juegos para gimnasia, extrañamente situados allí al aire libre; en el resto, unos pocos árboles jóvenes arrojaban sombras escuálidas. En el centro del ambicioso paseo público, justo en el cruce de las dos calles, con una rotonda y cadena protectora de atropellos, sobresalía una columna lisa de piedra, rematada en el busto de un prócer. Un prócer sin nombre visible ni placa alusiva.

El viajero recorrió la incipiente plaza, extrajo del bolsillo del camperón la cámara plegable, la abrió y tomó varias imágenes. En el rollo quedaron retratados dos muchachos que trepaban por las barras paralelas, para mostrar sus habilidades ante unas jovencitas que transitaban por uno de los caminos internos del parque. La instantánea resultó movida, pero no lo sabría hasta varios días después, cuando recibió un escueto pero fulminante telegrama con recomendaciones acerca del uso del aparato fotográfico.

Arlt volvió hacia el hotel, pero esta vez recorrió la vereda de la derecha en sentido de marcha hacia abajo. Se detuvo en la puerta de la peluquería de Agostino, justo enfrente del hotel, y escuchó algunos fragmentos de la conversación entre el prolijo fígaro y el cliente, acerca de bolsas de trigo y cosechas. Llamaron su atención varios sillones y espejos relucientes, con marcos niquelados; y casi en el centro del salón un novedoso (para la época) aparato para fomentos faciales; así como el brillo imperante en cada uno de los rincones del local, y un estrado para lustrar zapatos, ubicado hacia el fondo. Su mirada iba trazando un rápido inventario de lugares y situaciones.

Tal como se lo había indicado el chiquilín, unas cuadras más adelante encontró el kiosco de diarios, revistas, golosinas y objetos varios. "No, señor, no recibimos el diario El Mundo de la Capital", le explicó con cortesía la dueña del negocio; y agregó, "pero sí tenemos la revista semanal Mundo Argentino, que siempre trae artículos muy interesantes". Un cliente, al que la propietaria y otro lugareño saludaron respetuosamente y lo llamaron escribano, intervino en la charla para diagnosticar: "Mire joven, ese diario no creo que llegue más al sur de Bahía Blanca". El viajero se encogió de hombros, porque verdaderamente poco le preocupaba tener noticias de Buenos Aires ni particularmente ningún contacto con esa especie de jaula de papel y tinta que a veces le provocaba algunos estados depresivos.

"Esto puede ser realmente muy bueno, pasarme unos cuántos días sin leer el diario puede ser como una cura de sueño, de desintoxicación de la mente, de limpieza del cerebro" elucubraba Arlt, mientras seguía su caminata de exploración por Carmen de Patagones.

En ese punto repasaba con su memoria la improbable estadística sobre la extensión de sus trabajos para El Mundo, desde aquellos primeros días de mayo de 1928 cuando empezó a escribir para el diario de la editorial Haynes.

"A veces me pongo a pensar en los metros que he escrito. Ciento treinta y tres metros de prosa hasta la fecha. ¡Ciento treinta y tres" ¿Cuando me muera cuántos kilómetros de prosa habré escrito? En un año escribo trescientas sesenta y cinco notas, o sea ciento cincuenta y seis metros de columna, lo cual equivale a 255.500 palabras. Es decir que si esos ciento cincuenta y seis metros fueran de casimir, yo tendría trajes para toda mi vida" se decía, dejando volar sus ojos grises por el cielo azul y sureño.

Como un ejercicio mental, que repetía cada vez que le daba vueltas a un nuevo desafío, recordó el extenso título de su primer artículo periodístico para El Mundo: "Las señoras ancianas se asustan de los perros que procuran casa y comida"; y también rememoró las ironías de sus compañeros de redacción acerca de su capacidad para reparar en los detalles menores de la vida cotidiana de la gran ciudad. "El flaco Arlt te escribe cinco cuartillas con un viaje en tranvía de diez minutos", decía Leopoldo Marechal, en aquellos primeros meses del diario".

Pero esos recuerdos eran como maniobras de distracción, no podía dejar de diagramar mentalmente sus próximas tareas. Arlt no había llegado a Carmen de Patagones para pasear. El viaje tenía una misión específica, desde la ciudad costera del río Negro habría de arrancar hacia la cordillera, a bordo de un tren de la línea ferroviaria del Estado nacional. Llegaría hasta la estación de punta de riel, muy cerca de Bariloche, y después se internaría por pequeños pueblos, para visitar también la estancia de los padres de un compañero y amigo de la redacción.

Resultaba conveniente avisar a la dirección de El Mundo que ya estaba en el punto inicial del recorrido, listo para la aventura y, también, adelantar que al día siguiente estaría remitiendo las primeras cuartillas mecanografiadas. Era necesario, entonces, ubicar las oficinas del Correo, para mandar un telegrama al diario.

En ese momento se cruzó con un joven de notoria prestancia, enfundado en un traje blanco de hilo, sobre camisa color verde y sin corbata; elegante y perfumado, elegante hasta el extremo de llevar sobre su cabeza de cuidado corte de cabello a la americana un vistoso sombrero de paja tipo Panamá. Todo ello envuelto en una nube personal de agua de lavanda de procedencia inglesa; y además de todo, apurado en su andar. Apurado y elegante, quizás sin destino fijo, pero con el apuro propio de alguien importante.

Arlt interrumpió la marcha del atildado y vistoso adolescente y le preguntó por el Correo, recibiendo al punto la orientación necesaria: "El Correo está en la calle España, señor, a tres cuadras de la Comodoro Rivadavia". El cronista viajero se despidió con una inclinación de cabeza y salió en esa dirección. El joven de traje blanco se quedó mirándolo, tratando de elaborar el prontuario del recién llegado.

Al rato Arlt entró en el fresco despacho postal, donde la penumbra reparaba del solazo del exterior, pidió el formulario impreso y escribió pocas palabras, precisas: "Arribado a Carmen de Patagones. Mañana mando primeras notas. En tres días sigo viajo a la cordillera. Calor tropical en el sur. Firmado: Arlt."

Cuando entregó la fórmula reparó en la empleada de Correos y advirtió su piel oscura y aterciopelada, el cabello de igual tonalidad y peinado tirante hacia atrás con un ajustado rodete en la nuca, el busto bien pronunciado y los modales suaves. Mientras pagaba por la imposición del mensaje telegráfico Arlt sonreía; pero la empleada, morocha ella, mantenía una bien estudiada indiferencia ante los gestos del cliente. El visitante volvió a la calle y al calor con una idea pellizcando el entrecejo. "Ningún hombre de este pueblo puede privarse de mandar cartas desde esta oficina de correos".

Esa noche, después de la cena en el mismo hotel, Roberto Arlt desenfundó de la maleta la máquina de escribir Underwood portátil y empezó a teclear con rítmico entusiasmo, sin detenerse casi, sólo concentrado en las letras que aparecían sobre el papel. Fueron treinta minutos de apasionada relación entre el hombre y la máquina, como un acto sexual que comienza con poco preparativo, casi como una rutina, pero alcanza su clímax oportuno, para llegar finalmente al relax acompañado de la satisfacción por la tarea cumplida. Se fumó un par de cigarrillos negros, después de terminar, releyendo el texto y comprobando sus apuntes.


*Nacido en 1950 en la ciudad de Buenos Aires, vive en la comarca Viedma-Carmen de Patagones desde 1978, periodista, cronista y recopilador de historias regionales, narrador de ficciones varias.

Fuente: lazonacriticayficcion