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Desde Falopio hasta el punto G: la colonización de nuestras cuerpas y la importancia de nombrarnos

Por Diana Hernández Gómez.

Fotografía: Pexels

Las palabras dan forma a las cosas. Nombrar es definir, dibujar los límites pero también las posibilidades de objetos, lugares, personas..., trazarles un camino que pueden estar condenados a transitar o que, por el contrario, se puede transformar cuando les ponemos otro nombre. Algo así sucede con nuestros cuerpos. Y, en el caso específico del cuerpo de las mujeres -cuyos órganos sexuales y reproductivos están repletos de nombres de varones-, ese cambio de nombre puede ser sinónimo de emancipación.

Ya antes hemos hablado sobre la citología cervical, un estudio realizado en nuestros cuerpos al que, sin embargo, denominamos con el apellido de un hombre: Papanicolau. También hemos platicado sobre el espejo vaginal usado para este mismo estudio : una herramienta diseñada por un varón que hacía experimentos crueles en cuerpos de mujeres esclavizadas.

No obstante, estos no son los únicos varones cuyos nombres cargamos a cuestas sobre nosotras.

Los nombres masculinos en la anatomía femenina

De acuerdo con las especialistas en anatomía Margaret A. McNulty, Rebecca L. Wisner y Amanda J. Meyer, la ley de la Nomenclatura Epónima Mal Apropiada No Original establece que ningún fenómeno puede llevar el nombre de su descubridor.

Esto se debe a que tales nombres no aportan en nada a la compresión de los hechos. No hay transparencia, por ejemplo, sobre la función de un órgano si éste lleva el nombre de su descubridor. Y, si un aparato tiene el apellido de alguien, ¿qué información puede aportar acerca de la finalidad de dicha herramienta?

Aun así, dicen las especialistas, en la medicina seguimos encontrándonos con un montón de denominaciones sobre los cuerpos femeninos que no nos dicen nada además de quién "descubrió" nuestras partes anatómicas. No nos dicen qué hacen sino quién las vio primero, quién llegó antes a ese territorio fisiológico.

Hay casos de este tipo más reconocidos que otros. Uno de ellos es el de las trompas de Falopio, las cuales deben su nombre generalmente usado al anatomista y sacerdote italiano Gabriele Falloppio. En el siglo XVI, este hombre descubrió un par de estructuras en forma de trompeta que conectan al útero con los ovarios y difundió el descubrimiento en su obra Observationes Anatomicae.

Fotografía: Pexels

En los libros de anatomía también nos encontramos con el saco de Douglas, un pliegue de carne que se extiende desde la parte trasera del útero hasta el recto y que debe su nombre más conocido al obstetra escocés James Douglas. De igual forma, nos hablan sobre las glándulas de Bartolino -dos sacos ubicados en la abertura vaginal que ayudan a lubricarlo- descritas por el anatomista danés Gaspar Bartolino.

Otros casos son el de las glándulas de Skene y el de los músculos de Kegel. Las primeras -ubicadas alrededor de la uretra femenina- recibieron el nombre del ginecólogo escocés-estadounidense Alexander J. C. Skene. Los segundos, por su parte, son llamados así debido a que su "descubridor" fue Arnold Kegel, un ginecólogo estadounidense que recomendaba a sus pacientes ejercitar el suelo pélvico tras el parto.

De igual forma, se le suele llamar folículo de Graaf al folículo ovárico en "honor" a Regnier de Graaf, un médico holandés que observó por primera vez lo que él creyó que eran los ovarios pero que en realidad eran los folículos que contienen al óvulo.

Pero además de estos hay otros nombres en nuestra anatomía que, quizá sin que lo sospechemos, también tienen nombres no oficiales de varones. Uno de ellos es el del punto G o punto de Gräfenberg, el cual fue descrito por el ginecólogo alemán Ernst Gräfenberg como una zona erótica primaria. Y, en su caso, el himen recibió este nombre popular debido a Himeneo, el dios griego que murió en su noche de bodas.

¿Qué hacer para descolonizarnos?

En 2019, la estudiante de medicina Allison Draper inició una investigación luego de descubrir que "pudendo" (la palabra usada para denominar al nervio que da sensibilidad a la vulva y a la vagina) viene del latín pudendum: lo que es digno de causar pudor o vergüenza, lo que debe avergonzar y por eso cubrirse.

A finales de ese año, y gracias al esfuerzo de otras médicas y médicos, se estableció que el pudendum ya no aparecería en la siguiente versión del libro de Terminología anatómica. Con esto se ganó un espacio en la forma en la que las mujeres concebimos nuestros cuerpos... pero esto no ha terminado.

Un paso más para seguir nombrándonos con dignidad podría ser empezar a llamar a nuestros órganos de otra forma: tubos uterinos en lugar de trompas de Falopio, fondo de saco rectouterino en lugar de saco de Douglas, glándulas vestibulares mayores y no de Bartolini, folículo ovárico, glándulas periuretrales y no de Skene, músculos de suelo pélvico y, para el punto G (quizá) clítoris interno.

Regresar estos nombres a nuestra anatomía nos ofrece una mayor transparencia sobre dónde se ubican nuestros órganos y sus componentes. Pero, además, nos ofrece un camino para recuperar nuestros cuerpos-territorios y sentirlos como nuestros: porque nadie llegó primero a ellos más que nosotras mismas.

Fuente: Cimacnoticias