Cultura

Lecturas / Asencio Abeijón: "1906. El automóvil hace su fantástica aparición en el desierto del sur"

"Todo aquel que viaje en el pescante de don Asencio Abeijón va a descubrir el otro lado de la Patagonia, aquel, el de sus épocas heroicas, cuando no había nada de nada y sólo el paisaje salvaje y el silencio impulsaban al poblador a insistir", escribió Osvaldo Bayer, quien hizo que las obras del gran cronista patagónico se publicaran en Editorial Galerna. Abeijón (1901-1991) comenzó a publicar sus relatos al filo de los setenta años, luego de acumular manuscritos que elaboraba de madrugada antes de salir a los caminos como contratista de esquila, resero, chofer, camionero y oficiante de una larga lista de trabajos trashumantes. Su extraordinario don para contar iba parejo con su sabiduría de hombre del camino, más cercano a los desamparados que a los patrones.

Abeijón jamás se vio a sí mismo como escritor ni como intelectual, pero realizó un aporte extraordinario a la literatura argentina. Resulta significativo que cuando Roque González lo convocó para integrar la redacción del recién fundado diario El Patagónico de Comodoro Rivadavia, en 1967, Abeijón trabajaba humildemente en el puerto como apuntador de descarga. Allí comenzaría su vertiginoso desarrollo como cronista y escritor, que le permitió recuperar la memoria y la sabiduría acumulada a lo largo de varias décadas.

"Cuando ingresé como cronista raso a El Patagónico, en 1985, el inolvidable Víctor Pascal me encomendó que entrevistara a Abeijón. A partir de ese momento, en repetidas charlas que mantuvimos en su modesta casa del pasaje Fuchs, Abeijón fue superando el lugar común de las anécdotas y el modesto lugar que le asignaban las efemérides del rancio regionalismo para relatar con precisión cómo lo habían sacudido las injusticias y los padecimientos de los criollos como él; y cómo le disgustaba obedecer a los que mandan" escribió Cristian Aliaga, para destacar que "Abeijón recibió una canonización regional, y su obra obtuvo trascendencia a través de la edición nacional de algunas de sus obras. No obstante, esa suerte de bendición unánime incluyó pocas veces su auténtico perfil de criollo duro, arisco y cuestionador del poder. Ése es el espíritu de Abeijón que es imprescindible recordar, para unir a nuestro Conrad -como lo definió Bayer- con su impronta más rebelde.

1906. El automóvil hace su fantástica aparición en el desierto del sur

POR ASENCIO ABEIJÓN

Pasada la hora de la siesta de un día bastante caluroso, los carreros, con la cara sin lavar aún, algo somnolienta, después de tomar unos mates, ataban los caballos a las chatas para proseguir la jornada de marcha hacia la cordillera. Otras tropas, que venían de esas regiones rumbo a Comodoro Rivadavia y habían marchado a pleno sol para alcanzar la aguada de La Mata, desataban los animales para largarlos a tomar agua y pastar. Los carreros saboreaban de antemano los mates que tomarían, mientras en el fogón se hacía el puchero para el almuerzo tardío.

Era un bullicio enorme de saludos a gritos y bromas que se encontraban. Y mezclados a las voces humanas, relinchos de los caballos, mugidos de bueyes y algún ridículo y desarticulado rebuzno, que siempre parece cómico.

De pronto comenzó a oírse como un débil y lejano retumbar de truenos, que extrañó a todos porque el día era de sol radiante sin pizca de tormenta. El tronar fue aumentando con rapidez, y algunos troperos que aún dormían a la sombra de los carros se levantaron de un salto, imitados por los que mateaban en el campamento. Al mismo tiempo, las caballadas sueltas que tomaban agua en el pozo o en el arroyo de La Mata iniciaron una desbandada de terror, galopando, llevando montes por delante, con el cogote y la cola enhiestos, huyendo en todas direcciones.

De inmediato, a unos mil metros, en la curva del camino que formaba la punta de una meseta, apareció el monstruo autor de tanto desorden, corriendo con furia desconocida, ruidosa como de cien bombas que explotan en forma alternada, echando humo y haciendo volar pedregullo. Como se trataba de una recta del camino, pasó bramando por cerca de la casa y de los numerosos carros acampados, algunos listos para marchar. Los caballos que estaban rodeados para ser atados al carro rompieron el cerco de los caballerizos que trataban de contenerlos, se desprendieron de un tirón de los carreros que los ensillaban y se esparcieron disparando por los faldeos cercanos, algunos a medio enjaezar, entre el ruido de las campanillas de las yeguas madrinas y los cencerros de los bueyes, sin hacer caso de los silbidos de apaciguamiento de los caballerizos que trataban de atajarlos. Y aún los caballos que montaban los caballerizos se encabritaron asustados, sin obedecer a riendas, espuelas ni rebenques, y algunos jinetes, pese a su maestría de domadores, fueron despedidos del recado, cayendo en posición poco airosa. Nada podía contener esa avalancha de miedo.

Así fue el momento cuando en 1906 el primer automóvil hizo su fantástica aparición en el desierto del sur, que hasta entonces jamás había oído el trepidar de una máquina a explosión. Los caballos atados a tres chatas, ya a punto de partir, salieron huyendo sin control con el carro, volcó una de ellas y las otras dos quedaron atascadas en los médanos de arena. En cualquier dirección que se mirara se veían grupos de animales que huían, algunos perdiendo en el trayecto los aperos con que los estaban atando. En el palenque estaban atados varios caballos que a tirones lo arrancaron y luego tiraron de él, arrastrándolo un poco a cada lado, porque cada cual quería disparar en dirección distinta. Más de veinte perros, al oír el ruido de los primeros alborotos, se lanzaron al camino ladrando enfurecidos, pero al toparse casi con el ruidoso monstruo se detuvieron de golpe, encrespando el pelo del cogote en señal de furor, y siguieron ladrando, pero sin acercarse, impresionados por su figura y su ruido. Después de que pasó lo siguieron hasta que se perdió detrás de las mesetas y matorrales que bordeaban el camino en zig-zag.

Oí que algunos carreros corrían para acercarse al camino, gritando: "¡Un automóvil!", y también a dos aborígenes que repetían el grito de: "¡Un vagón sin caballos!". Otros carreros corrían hacia donde se hallaban algunos caballos que no habían podido cortar los cabestros o lazos que los sujetaban, para montar apurados en ellos y tratar de contener a la caballada en desbande. Ya el ruido del motor no se oía, pero ahora era la propia bulla de la fuga lo que asustaba a esos cuatro centenares de animales.

Los europeos y los que por haber estado en Buenos Aires ya habían visto al automóvil, se burlaban de los asombrados paisanos, diciendo con cierta suficiencia: "¡Pero son brutos ustedes! ¿No se dan cuenta de que éste es el automóvil?". A lo que los aborígenes decían asombrados: "La pucha... ¡cómo galopea el loco! ¡Ni que fuera un galgo!".

Ese día ni el siguiente hubo salida de carros. Hubo que emplearlo en juntar las caballadas dispersas, buscar los arneses perdidos en la estampida, reparar los cabestros y lazos cortados por los caballos en sus desesperados tirones, levantar la chata volcada, etc. Además, la nerviosidad de los caballos hacía muy peligroso conducir una chata de catorce o dieciséis tiros que ahora, ante cualquier ruido, podían desbocarse y provocarse vuelcos.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, tuve una gran sorpresa: frente a la puerta del negocio, repleto de carreros que entraban y salían preparándose para emprender viaje, vi que se hallaba una carreta tirada por tres yuntas de bueyes. Quedé mirándola asombrado, porque atado con cuartas a la culata de la misma estaba el automóvil que tanto alboroto causara el día anterior. Estaba quieto, silencioso como si estuviera dormido o avergonzado. Junto con mis hermanos y hermanas lo observábamos de cerca, pero sin atrevernos a tocarlo, como temiendo que se encabritara y comenzara a correr y hacer ruido. Petiso, de color zaino, con los grandes faroles ribeteados de bronce, las cuatro ruedas muy bajas, nosotros lo hallábamos mucho menos elegante que las enormes chatas. Estas eran altas, con elevado pescante para el conductor, largas y delgadas sus carrocerías de madera bien pintadas con distintos colores, y las ruedas traseras de dos metros de diámetro. Comparábamos al automóvil con la figura de un hipopótamo que viéramos en pintura. Era un Packard enorme, con la capota de lona plegada y cargado con cajones de nafta; sobre ellos una bicicleta para el caso de tener con qué buscar auxilio y al lado de ésta un recado completo, por si la bicicleta se rompía y era necesario tener que ensillar un caballo. Tenía las palancas de cambio y de freno en la parte de afuera de la carrocería de acero.

Su propietario, el Dr. Aguirre, dueño de la estancia "Las Mesetas", conversaba con los carreros que rodeaban con curiosidad al monstruo que había causado tanto revuelo. Se había roto una pieza vital y debía embarcarlo de nuevo a Buenos Aires para su reparación. No volvería a traerlo porque los caminos patagónicos no eran para automóviles.

Como los chicos mirábamos con miedo, nos dijo: "¡No tengan miedo, chicos! Acérquense a tocarlo y suban en él si quieren. Ahora está muerto y no hace nada". Retrocedimos asustados, sin aceptar la invitación a subir. El francés Emilio Slápeliz, el galés Combe y otros que lo conocían de antes les decían a los demás: "Ya verán cómo este bicho pronto nos va a desplazar a los carreros". Pero el automóvil se embarcó para Buenos Aires y durante más de seis años no volvió a alborotar en Comodoro Rivadavia. Poco a poco, al paso lerdo de los bueyes que los arrastraban a él y a la carreta, se fue perdiendo en la curva por donde el día antes apareciera con velocidad y alboroto. Ahora iba rumbo al barco que de nuevo lo llevaría a Buenos Aires.

De: Caminos y rastrilladas borrosas.