Cultura

Alcohol y literatura: obras brillantes y autodestrucción:de Poe a Kerouac, Castillo, Dylan thomas y Bukowski

Por Leonardo Iglesias Contín

El vino es un elemento de buen maridaje con la literatura. Lo fue desde tiempos sagrados. Lo anticipa la Biblia: "Noé se dedicó a cultivar la tierra y plantó una viña". También es un anzuelo que terminó por tragarse más de un derrotero. "Un día, bebió vino y se embriagó, quedándose desnudo dentro de su carpa", se lee en el Génesis 9, 20-21.

Sin embargo sería injusto adjudicarle al vino una responsabilidad clínica que no tuvo. Los desequilibrios, los infortunios, los desamores no irrumpieron en la vida de cientos de escritores a partir de unas mundanas copas. Las copas sirvieron, en todo caso, para mitigar el camino final. "El alcoholismo es algo previo a lo artístico", dijo, en cierta ocasión, Abelardo Castillo. Y algo sabía el escritor que supo hacer un panegírico del alcoholismo en su libro El que tiene sed (1985), que le permitió, además, exorcizar parte de sus demonios que habitaron en su cuerpo entre los 25 y 40 años.

Escritores de todas las épocas y todas las nacionalidades sucumbieron ante su aroma. Dylan Tomas, Fernando Pessoa, Raymond Carver, Truman Capote, Ernest Hemingway, Rubén Darío, Jack Kerouac, Francis Scott Fitzgerald, Roberto Arlt, Julio Cortázar, Henry Miller y tantos otros. Muchos lo utilizaron en sus libros, otros, en cambio, no frenaron a tiempo y lo terminaron trasladando a sus vidas. Malcom Lowry, probablemente una de las más y mejores embriagadas plumas inglesas que supo retratar como nadie su infierno en su obra Bajo el volcán (1947), alguna vez se preguntó "¿Cómo puede ser que la gente tome sin que les pase nada? Yo tomo un vaso y me vuelvo loco".

La autodestrucción no fue la herramienta letal que rodeó la vida de Edgar Allan Poe. Tuvo un desencadenante. El padre de la novela policial y el relato de terror, se casó con su prima de tan sólo 13 años pero la tuberculosis terminó con la vida de su amada mujer a los 26 años y el autor del célebre Crímenes de la Calle Morgue naufragó. Años más tarde le enviaría una carta al editor de un diario que había prescindido de sus servicios con el objetivo de explicarle: "Sólo Dios sabe cuánto bebí. Como es natural, mis enemigos atribuyeron mi locura a la embriaguez y no a la inversa, mi embriaguez a la locura. Ciertamente yo había perdido toda idea de salvación cuando la hallé en la muerte de mi mujer". Poe falleció en 1849, víctima del delirium trémens. Poco antes de morir había concluido el cuento "El ángel de lo singular (1844)". O la visión de un "demonio" que se le presentaba en forma de tonel y en el lugar de los brazos, colgaban botellas de vino con el propósito de juzgarlo por su adicción. Charles Baudelaire que dedica un capítulo entero al vino ("el vino de los amantes"; "El vino de los asesinos"; "El alma del vino";), en su emblemático Las flores del mal (1857), amante de la bebida, al igual que Poe, supo declarar que los Estados Unidos no merecían un alma angélica como la del autor del El Cuervo.

Cada época tuvo su vedette. El vino fue un detonante creativo en el Siglo de oro español. Lope de Vega y Francisco de Quevedo tomaron el asta de un componente que le iba a agregar a la poesía de los Siglos XVI y XVII un derroche artístico, propio del barroco. Hasta el propio Cervantes reprodujo sus encantos en Don Quijote de la Mancha (1605). Aunque sin dudas el boom de escritores sumidos por el alcohol tuvo su empatía con el proceso de industrialización del siglo XIX, que había iniciado Poe.

Lejos de los cambios que acecharon al mundo, Juan Carlos Onetti, bebía en Uruguay. Uno de los máximos escritores latinoamericanos hizo de la bebida, la noche y los cabarets del Río de la Plata, un tridente explosivo. Cuando el cuerpo le empezó a dar señales se recostó a leer, beber y fumar. Allí escribió su última novela Cuando ya no importe. Cuenta Eduardo Galeano que su coterráneo había instalado, junto a su cama, un sistema de tubos y serpentinas que le permitía, sin ningún esfuerzo, beber vino tinto, y casi siempre ordinario. En esa posición lo encontró la muerte el 30 de mayo de 1974, a los 85 años. Un singular amigo de Onetti, el narrador mexicano, Juan Rulfo, descendió hasta el más dantesco de los infiernos y en más de una oportunidad fue hallado en plena la calle, desnudo, sin percatarse de que le habían robado hasta el calzoncillo. El autor de Pedro Páramo estableció, por años, una dura lucha contra el alcohol. En la década del 80 la Coca Cola había reemplazado su adicción.

El vino tuvo en ocasiones una relación ambigua con los cánones literarios de antaño. Muchas veces fue de selección y tuvo sus detractores. Tolstoi y Chejov despreciaron a los bebedores. Sin embargo, el proyecto más ambicioso en contra de la bebida más conocido es el de Fedor Dostoievski (bebedor confeso e hijo de alcohólico), quien se propuso redactar un pequeño pasquín en contra del alcoholismo titulado Los Borrachos y terminó escribiendo Crimen y castigo, una de las novelas pilares de la literatura del siglo XIX. En tanto que las sospechas que recayeron sobre William Shakespeare se desprenden de su obra, Enrique IV (1597). Allí escribe: "¿Por qué te juntas con ese baúl de fluidos, ese barril de bestialidad, ese hinchado costal de hidropesía, ese enorme pellejo de vino...?". Pero salvo por el ímpetu desplegado en este fragmento, no existe un dato fehaciente de su afiliación al gremio de los abstemios.

El surco sembrado por Poe iba a recoger, años más tarde, en Charles Bukowski, el más maldito de los frutos. Las historias del escritor norteamericano resultan esquirlas de la realidad. Son múltiples. Son devastadoras. A mediados de los 50 había vuelto a escribir poesía y a beber. Primero, vino con leche. Luego oporto. O lo que hubiera. En 1958, Hank (según su apodo) recibió la última noticia que esperaba: su padre había muerto. Se sintió aliviado. La relación llegaba a su fin y entonces decidió que era tiempo de cortar definitivamente con el cordón traumático que lo había desvelado tantas noches. Bukowski vendió la casa su padre en 16 mil dólares y en pocos meses la bebida, las mujeres y el hipódromo lo habían dejado en las ruinas. El mismo jardín que lo acompañaría hasta su muerte.

Todos, en su mayoría, escribieron algunos de los mejores textos de la historia de la literatura mundial. Lo cierto es que el vino los acorraló. Los fue engañando. Cayeron en sus faldas y poco a poco la cepa del dolor les fue bebiendo la vida. Ese "cansancio mental fruto de haber bebido demasiado", como escribió en sus Diarios (1991, John Cheever, otro aficionado a la bebida, terminó con lúcidas plumas. Algunos se llevaron su espanto a la tumba. Otros en cambio decidieron virar a tiempo y salvaron su pellejo. Quedan sus textos. Acaso sea una forma de decir que quedan sus tormentosas historias para que cada lector decida brindar a su manera.