Las calles se llenan de chilenas que vuelven a reclamar por el aborto legalPor Javiera Manzi A.
Un feminismo socialista debe insistir en la acumulación de fuerzas y la politización popular que solo produce la movilización. No hay atajo posible.
El pasado viernes, en vísperas del 28 de septiembre, diversas organizaciones feministas a lo largo del país convocaron a marchas y acciones territoriales exigiendo la legalización del aborto en Chile. Al igual que el año pasado, fue una jornada que sacó a miles de manifestantes a las calles detrás de la consigna «Aborto legal es justicia social», a solo unos meses de que el gobierno de Boric presente el proyecto de Ley de Aborto -comprometido para diciembre de este año- que busca garantizar, al fin, nuestro derecho a decidir.
Este hito de movilización latinoamericana por un aborto legal y seguro tiene sus orígenes en la larga historia internacionalista y antirracista del movimiento feminista. La fecha fue acordada en el V Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de 1990 en San Bernardo, Argentina. La delegación brasileña propuso conectar la lucha por los derechos sexuales y reproductivos con otro 28 de septiembre, el de 1871, día en que se promulgó en Brasil la Ley de Libertad de Vientres, que declaró libres a todos los hijos e hijas nacidos de mujeres esclavizadas.
Me puedo imaginar a las compañeras brasileñas levantando la mano en plena asamblea para hacer pública su iniciativa. También veo al resto de las latinoamericanas reconstruyendo parte de la incesante historia de lucha contra la esclavitud y el lugar de las mujeres en todo ello. Probablemente hayan comentado cómo ese fue uno de los primeros pasos del largo camino a la abolición real (y no solo formal) del yugo esclavista[1]. Un camino que inició en los vientres de las mujeres, no solo en Brasil sino en todo un continente que, a tientas, contra la inercia y la abierta oposición oligárquica, se fue sacudiendo de sus herencias coloniales. Lejos de ser algo reciente o un tema valórico, el derecho al aborto es parte de una lucha histórica por la emancipación general, y el 28 de septiembre es ante todo un hito que conmemora esta -nuestra- larga lucha por la libertad.
Este año en Chile marchamos sabiendo que el debate público en torno a la legalización del aborto volverá a ser central dentro y fuera del Congreso, tal como sucedió unos años atrás con la «Marea Verde» argentina. La elaboración del proyecto de ley que garantice el derecho a decidir en toda circunstancia, sin restricción de causales ni «objeción de conciencia institucional», ya está en curso.
Este es, al mismo tiempo, el mejor y el peor momento para abrir esta conversación. Si hoy contamos con una aceptación generalizada entre la sociedad sobre la necesidad de despenalizar el aborto, ha sido gracias a años de movilizaciones y militancia feminista volcada a intervenir en el sentido común, insistiendo en que se trata de una urgencia de salud pública y que la posibilidad de abortar es, la mayoría de las veces, una cuestión de clase. Distintas encuestas lo corroboran: existe mayoritaria aprobación del aborto en las tres causales que reconoce la Ley IVE de 2017 (Interrupción Voluntaria del Embarazo), y una creciente aprobación del aborto en toda circunstancia. Lejos está de ser una reivindicación minoritaria, identitaria o incluso woke, tal como señalan las modas de turno entre algunos cientistas sociales. Por el contrario, no es exagerado señalar que este es hoy uno de los mayores consensos sociales en nuestro país.
Creo importante insistir en la lección que esto representa para la izquierda en su conjunto. El movimiento feminista ha sido capaz de desplegar una política de disputa por la hegemonía que ha sabido (y debido) sobreponerse, en cada momento, a los intentos de restauración patriarcal. Con toda las tribunas mediáticas a su disposición, diferentes sectores han buscado, una y otra vez, apuntar al aborto como responsable de abrir un flanco de polémica dentro de la sociedad e incidir en resultados electorales desfavorables, particularmente en el caso del plebiscito de salida de la Convención Constitucional en 2022.
Algo esperable de la derecha, pero que también lo vivimos dentro de los propios partidos y movimientos de izquierda. No es casual que durante el primer proceso constituyente esta haya sido la primera Iniciativa Popular de Norma en alcanzar el apoyo ciudadano para ingresar al debate en la Convención y que, casi dos años después, fuera un factor determinante en impedir que se aprobara la propuesta constitucional apoyada por la ultraderecha en el último plebiscito.
El riesgo de retroceder en las tres causales de la Ley IVE, especialmente en la de violación, fue un factor decisivo para el voto «en contra», particularmente entre las mujeres de los sectores populares. Los últimos debates electorales en los que ha pisado fuerte la ultraderecha (como la segunda vuelta presidencial entre Kast y Boric en 2021 y el plebiscito de salida del Consejo Constitucional 2023) pusieron en evidencia la amplia conciencia de la amenaza que supone el proyecto de la ultraderecha para la vida de mujeres y disidencias. Y, en momentos decisivos, esto ha constituido un cordón sanitario para su avance por abajo.
Sin embargo, como decíamos más arriba, este es también -qué duda cabe- uno de los momentos más desafiantes y complejos para entrar en esta batalla. A pesar de que por primera vez va a ser presentado en Chile un proyecto de Ley de estas características, la correlación de fuerzas dentro del actual Congreso está lejos de ser favorable. Si bien se han alcanzado los votos para leyes relativas a violencia de género o laboral (tal como la Ley integral contra la violencia hacia las mujeres y la Ley Karin), la reforma a la Ley Antidiscriminación y la Ley de Educación Sexual Integral fueron rechazadas estrepitosamente.
A cinco años del estallido social, además, el desgaste político ha generado una evidente retirada de la calle en tanto espacio de intervención pública. Cada vez es más difícil convocar a manifestaciones masivas, aunque motivos no faltan. Pero la fatiga activista y la desorientación han atravesado casi todos los espacios que dieron impulso a las movilizaciones de las últimas décadas.
A esto se suma que el Gobierno, en lugar de buscar el apoyo a su programa en las calles, ha optado por intensificar la política represiva, la criminalización de la protesta social y la impunidad para la violencia policial. Todo lo contrario de lo que cabría esperar de un conglomerado supuestamente progresista cuyos principales liderazgos fueron forjados al calor de las marchas universitarias en defensa de la educación pública. No es casualidad que hoy sea precisamente el movimiento estudiantil el sector al que más le está costando retomar una voz propia y organizada después de años de crisis.
Así y todo, la marcha convocada el viernes pasado reunió a miles de mujeres, niñas y disidencias de todas las edades, sobre todo jóvenes. Ese día marché junto a mis compañeras de la Coordinadora Feminista 8M. Llevaba un cartel que aludía al sueldo de 17 millones que recibe la exministra de Educación del Gobierno de Sebastián Piñera, Marcela Cubillos, por una inespecífica actividad académica en la Universidad San Sebastián (y todo el Misoprostol que compraríamos con tamaña suma).
Entonces se me acercó Geraldine. La había conocido unas semanas atrás en el Día de los Derechos Humanos a propósito de una actividad organizada en su liceo de la comuna de La Cisterna, en Santiago. Fui invitada a hablar sobre feminismo en un foro organizado por el Club de Debate, el Centro de Alumnos y algunos profesores de Historia. Los estudiantes prepararon cada detalle: cómo presentarnos, las preguntas a cada panelista, el café con galletitas y la discusión.
Entre otras cosas, me preguntaron si pensaba que el feminismo de hoy era muy extremo o radical. Aproveché la provocación y contesté que no había nada más extremista que las señoras del Movimiento por la Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH) que en 1935 se propusieron levantar un programa por la autonomía económica, política y biológica de las mujeres. Que habían luchado por nuestro derecho a ser sujetas políticas mientras se organizaban con núcleos en todo el país por el sufragio universal, contra la guerra, contra el avance del fascismo y por el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, particularmente de las mujeres de la clase trabajadora.
Les dije a los estudiantes que participaban de la jornada que ojalá siguiéramos siendo tan «extremistas» como Elena Caffarena u Olga Poblete -fundadoras del MEMCH- en el presente. Que ojalá nuestra radicalidad sea tal que nos permita ser parte de una emancipación general, porque el feminismo no es cosa solo de mujeres. Con eso, diría que hasta los estudiantes más escépticos se entusiasmaron. Creo que les gustó la respuesta porque al final se me acercó un grupo, entre ellas Geraldine, para que organizáramos más actividades y jornadas sobre feminismo en el liceo. Les dije que por supuesto, que esa era la idea.
Cuando nos encontramos en la marcha la vi radiante. No le alcancé a preguntar, pero me imagino que es de las primeras a las que asiste. Geraldine tiene 15 años, y ese día en la tarde seguramente fue a cambiarse el uniforme después de clases para luego llegar a la Alameda y encontrarse con muchas otras recién llegadas entre pañoletas verdes y lienzos.
En alguna reunión con otras organizaciones feministas escuché hablar despectivamente del «feminismo de las recién llegadas», que salen a marchar sin conocer mucho de la historia o los planteamientos feministas. Ya entonces lo dijimos varias: no hay mayor orgullo de este ciclo internacional de movilizaciones feministas de masas que colmar las calles de quienes salen por primera vez con la intuición de que con su presencia se juega algo importante, vital. Nuestra tarea es producir las condiciones para recibirlas.
Hablamos con Geraldine de retomar el plan de hacer algo sobre feminismo con sus compañeras del liceo. Me pidió que la esperara solo un par de semanas porque están preparándose para un torneo de debate. Sonreí fuerte recordando mi propia experiencia en un club de debate hace muchos años. Luego de despedirnos, me emocioné y me di cuenta que había venido a encontrarme con ella. Que esta tarea militante que hemos asumido de levantar y sostener la movilización de masas es cansadora y está llena de tensiones, pero al mismo tiempo es necesaria y urgente.
Propiciar la radicalidad de estos encuentros y traspasos generacionales tanto como ese deseo decisivo de avanzar juntas sin dar ni un paso atrás son hoy tareas indispensables. Porque, aunque necesarios, la presentación de proyectos legislativos, la agitación en redes sociales o la disputa mediática no son suficientes. La experiencia latinoamericana ha demostrado una y otra vez que la disputa política no puede olvidarse de las calles. Un feminismo socialista ha de insistir en la acumulación de fuerzas y la politización popular que solo produce la movilización. No hay atajo posible.
Y, además, las cabras siguen llegando.
Fuente: JacobinLat
Por Javiera Manzi A.
Un feminismo socialista debe insistir en la acumulación de fuerzas y la politización popular que solo produce la movilización. No hay atajo posible.
El pasado viernes, en vísperas del 28 de septiembre, diversas organizaciones feministas a lo largo del país convocaron a marchas y acciones territoriales exigiendo la legalización del aborto en Chile. Al igual que el año pasado, fue una jornada que sacó a miles de manifestantes a las calles detrás de la consigna «Aborto legal es justicia social», a solo unos meses de que el gobierno de Boric presente el proyecto de Ley de Aborto -comprometido para diciembre de este año- que busca garantizar, al fin, nuestro derecho a decidir.
Este hito de movilización latinoamericana por un aborto legal y seguro tiene sus orígenes en la larga historia internacionalista y antirracista del movimiento feminista. La fecha fue acordada en el V Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de 1990 en San Bernardo, Argentina. La delegación brasileña propuso conectar la lucha por los derechos sexuales y reproductivos con otro 28 de septiembre, el de 1871, día en que se promulgó en Brasil la Ley de Libertad de Vientres, que declaró libres a todos los hijos e hijas nacidos de mujeres esclavizadas.
Me puedo imaginar a las compañeras brasileñas levantando la mano en plena asamblea para hacer pública su iniciativa. También veo al resto de las latinoamericanas reconstruyendo parte de la incesante historia de lucha contra la esclavitud y el lugar de las mujeres en todo ello. Probablemente hayan comentado cómo ese fue uno de los primeros pasos del largo camino a la abolición real (y no solo formal) del yugo esclavista[1]. Un camino que inició en los vientres de las mujeres, no solo en Brasil sino en todo un continente que, a tientas, contra la inercia y la abierta oposición oligárquica, se fue sacudiendo de sus herencias coloniales. Lejos de ser algo reciente o un tema valórico, el derecho al aborto es parte de una lucha histórica por la emancipación general, y el 28 de septiembre es ante todo un hito que conmemora esta -nuestra- larga lucha por la libertad.
Este año en Chile marchamos sabiendo que el debate público en torno a la legalización del aborto volverá a ser central dentro y fuera del Congreso, tal como sucedió unos años atrás con la «Marea Verde» argentina. La elaboración del proyecto de ley que garantice el derecho a decidir en toda circunstancia, sin restricción de causales ni «objeción de conciencia institucional», ya está en curso.
Este es, al mismo tiempo, el mejor y el peor momento para abrir esta conversación. Si hoy contamos con una aceptación generalizada entre la sociedad sobre la necesidad de despenalizar el aborto, ha sido gracias a años de movilizaciones y militancia feminista volcada a intervenir en el sentido común, insistiendo en que se trata de una urgencia de salud pública y que la posibilidad de abortar es, la mayoría de las veces, una cuestión de clase. Distintas encuestas lo corroboran: existe mayoritaria aprobación del aborto en las tres causales que reconoce la Ley IVE de 2017 (Interrupción Voluntaria del Embarazo), y una creciente aprobación del aborto en toda circunstancia. Lejos está de ser una reivindicación minoritaria, identitaria o incluso woke, tal como señalan las modas de turno entre algunos cientistas sociales. Por el contrario, no es exagerado señalar que este es hoy uno de los mayores consensos sociales en nuestro país.
Creo importante insistir en la lección que esto representa para la izquierda en su conjunto. El movimiento feminista ha sido capaz de desplegar una política de disputa por la hegemonía que ha sabido (y debido) sobreponerse, en cada momento, a los intentos de restauración patriarcal. Con toda las tribunas mediáticas a su disposición, diferentes sectores han buscado, una y otra vez, apuntar al aborto como responsable de abrir un flanco de polémica dentro de la sociedad e incidir en resultados electorales desfavorables, particularmente en el caso del plebiscito de salida de la Convención Constitucional en 2022.
Algo esperable de la derecha, pero que también lo vivimos dentro de los propios partidos y movimientos de izquierda. No es casual que durante el primer proceso constituyente esta haya sido la primera Iniciativa Popular de Norma en alcanzar el apoyo ciudadano para ingresar al debate en la Convención y que, casi dos años después, fuera un factor determinante en impedir que se aprobara la propuesta constitucional apoyada por la ultraderecha en el último plebiscito.
El riesgo de retroceder en las tres causales de la Ley IVE, especialmente en la de violación, fue un factor decisivo para el voto «en contra», particularmente entre las mujeres de los sectores populares. Los últimos debates electorales en los que ha pisado fuerte la ultraderecha (como la segunda vuelta presidencial entre Kast y Boric en 2021 y el plebiscito de salida del Consejo Constitucional 2023) pusieron en evidencia la amplia conciencia de la amenaza que supone el proyecto de la ultraderecha para la vida de mujeres y disidencias. Y, en momentos decisivos, esto ha constituido un cordón sanitario para su avance por abajo.
Sin embargo, como decíamos más arriba, este es también -qué duda cabe- uno de los momentos más desafiantes y complejos para entrar en esta batalla. A pesar de que por primera vez va a ser presentado en Chile un proyecto de Ley de estas características, la correlación de fuerzas dentro del actual Congreso está lejos de ser favorable. Si bien se han alcanzado los votos para leyes relativas a violencia de género o laboral (tal como la Ley integral contra la violencia hacia las mujeres y la Ley Karin), la reforma a la Ley Antidiscriminación y la Ley de Educación Sexual Integral fueron rechazadas estrepitosamente.
A cinco años del estallido social, además, el desgaste político ha generado una evidente retirada de la calle en tanto espacio de intervención pública. Cada vez es más difícil convocar a manifestaciones masivas, aunque motivos no faltan. Pero la fatiga activista y la desorientación han atravesado casi todos los espacios que dieron impulso a las movilizaciones de las últimas décadas.
A esto se suma que el Gobierno, en lugar de buscar el apoyo a su programa en las calles, ha optado por intensificar la política represiva, la criminalización de la protesta social y la impunidad para la violencia policial. Todo lo contrario de lo que cabría esperar de un conglomerado supuestamente progresista cuyos principales liderazgos fueron forjados al calor de las marchas universitarias en defensa de la educación pública. No es casualidad que hoy sea precisamente el movimiento estudiantil el sector al que más le está costando retomar una voz propia y organizada después de años de crisis.
Así y todo, la marcha convocada el viernes pasado reunió a miles de mujeres, niñas y disidencias de todas las edades, sobre todo jóvenes. Ese día marché junto a mis compañeras de la Coordinadora Feminista 8M. Llevaba un cartel que aludía al sueldo de 17 millones que recibe la exministra de Educación del Gobierno de Sebastián Piñera, Marcela Cubillos, por una inespecífica actividad académica en la Universidad San Sebastián (y todo el Misoprostol que compraríamos con tamaña suma).
Entonces se me acercó Geraldine. La había conocido unas semanas atrás en el Día de los Derechos Humanos a propósito de una actividad organizada en su liceo de la comuna de La Cisterna, en Santiago. Fui invitada a hablar sobre feminismo en un foro organizado por el Club de Debate, el Centro de Alumnos y algunos profesores de Historia. Los estudiantes prepararon cada detalle: cómo presentarnos, las preguntas a cada panelista, el café con galletitas y la discusión.
Entre otras cosas, me preguntaron si pensaba que el feminismo de hoy era muy extremo o radical. Aproveché la provocación y contesté que no había nada más extremista que las señoras del Movimiento por la Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH) que en 1935 se propusieron levantar un programa por la autonomía económica, política y biológica de las mujeres. Que habían luchado por nuestro derecho a ser sujetas políticas mientras se organizaban con núcleos en todo el país por el sufragio universal, contra la guerra, contra el avance del fascismo y por el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, particularmente de las mujeres de la clase trabajadora.
Les dije a los estudiantes que participaban de la jornada que ojalá siguiéramos siendo tan «extremistas» como Elena Caffarena u Olga Poblete -fundadoras del MEMCH- en el presente. Que ojalá nuestra radicalidad sea tal que nos permita ser parte de una emancipación general, porque el feminismo no es cosa solo de mujeres. Con eso, diría que hasta los estudiantes más escépticos se entusiasmaron. Creo que les gustó la respuesta porque al final se me acercó un grupo, entre ellas Geraldine, para que organizáramos más actividades y jornadas sobre feminismo en el liceo. Les dije que por supuesto, que esa era la idea.
Cuando nos encontramos en la marcha la vi radiante. No le alcancé a preguntar, pero me imagino que es de las primeras a las que asiste. Geraldine tiene 15 años, y ese día en la tarde seguramente fue a cambiarse el uniforme después de clases para luego llegar a la Alameda y encontrarse con muchas otras recién llegadas entre pañoletas verdes y lienzos.
En alguna reunión con otras organizaciones feministas escuché hablar despectivamente del «feminismo de las recién llegadas», que salen a marchar sin conocer mucho de la historia o los planteamientos feministas. Ya entonces lo dijimos varias: no hay mayor orgullo de este ciclo internacional de movilizaciones feministas de masas que colmar las calles de quienes salen por primera vez con la intuición de que con su presencia se juega algo importante, vital. Nuestra tarea es producir las condiciones para recibirlas.
Hablamos con Geraldine de retomar el plan de hacer algo sobre feminismo con sus compañeras del liceo. Me pidió que la esperara solo un par de semanas porque están preparándose para un torneo de debate. Sonreí fuerte recordando mi propia experiencia en un club de debate hace muchos años. Luego de despedirnos, me emocioné y me di cuenta que había venido a encontrarme con ella. Que esta tarea militante que hemos asumido de levantar y sostener la movilización de masas es cansadora y está llena de tensiones, pero al mismo tiempo es necesaria y urgente.
Propiciar la radicalidad de estos encuentros y traspasos generacionales tanto como ese deseo decisivo de avanzar juntas sin dar ni un paso atrás son hoy tareas indispensables. Porque, aunque necesarios, la presentación de proyectos legislativos, la agitación en redes sociales o la disputa mediática no son suficientes. La experiencia latinoamericana ha demostrado una y otra vez que la disputa política no puede olvidarse de las calles. Un feminismo socialista ha de insistir en la acumulación de fuerzas y la politización popular que solo produce la movilización. No hay atajo posible.
Y, además, las cabras siguen llegando.
Fuente: JacobinLat