Cultura

"El dolor no se puede matar"

El poeta frente al público al iniciar el recital "La poesía eléctrica", auditorio del Centro Cultural de Comodoro Rivadavia en 2018. (foto de AC).  

El cuerpo expuesto, la manera absurda en que se reduce la percepción, la mente que sufre más que nada. El poeta internado en un hospital madrileño ideando planes de escape para, por la noche, llegar hasta una sala de grandes y helados ventanales y escribir que "toda caída es hacia arriba".

Entrevista de Jorge Boccanera

El libro del poeta Cristian Aliaga La caída hacia arriba evidencia que la poesía puede dar un resultado de gran factura y originalidad incluso allí donde justamente parecerían sobrar las palabras: el tema del dolor extremo, el vacío, la situación límite, la tierra yerma o el pie rozando el despeñadero de la vida, son algunos de esos territorios que recorre con sutileza.

La obra, publicada por Hilos Editora, se integra a la profusa obra de Aliaga (1962), poeta y periodista bonaerense afincado hace tres décadas en la provincia de Chubut, que comprende entre otros títulos como Estrellas en el vidrio, Lejía, Música desconocida para viajes y La sombra de todo.

"La enfermedad dispara procesos complejos y modificaciones en la percepción, el modo de ver la realidad. Si sobrevivimos no volvemos a ser como antes. En ese límite del dolor, cuando se diluyen las configuraciones sociales, surge otra forma de escribir sobre el cuerpo mismo", asegura Aliaga a Télam.

En el prólogo, Milán dice que este es un libro sobre el dolor, "pero sobre el dolor que viene del cuerpo", ¿estás de acuerdo?

La clave siempre está en el cuerpo, que está tantas veces obturado por nuestra racionalización, por la manera absurda en que reducimos nuestra percepción. Nuestra mente sufre más que el cuerpo, podríamos decir; aunque los límites son imprecisos, ambiguos, casi insondables. El dolor está en el cuerpo, pero fragmenta nuestro cerebro. Uno se vuelve un animal, reducido a escarcha frente a la mirada piadosa de los otros. La piedad es algo terrible para los enfermos, para los que sufren. Ni hablar de la superioridad que ejercen algunos que administran nuestro dolor. La ciencia cree saberlo todo, pero a veces tiene la mirada fría de los torturadores. Sin embargo, de sus sacerdotes dependemos para sobrevivir. El libro es un diario del dolor, del suplicio, del intento de salir de ese campo magnético que por momentos abarca toda nuestra experiencia.

Nombrás a Viel Temperley (Hospital Británico), ¿ves contigüidad entre ambos libros? 

La cita de Viel Temperley es un homenaje. He sido siempre un lector admirado de su obra, pero sobre todo de la desarticulación eléctrica del lenguaje que provoca en ese libro. Ojalá exista contigüidad o continuidad en La caída. Desde ese lugar, me he sentido cerca también de la escritura de Donne y de Artaud. Ambos tuvieron en el dolor -que ahora tiene mala prensa, como dice Milán irónicamente- un foco creativo, desgarrador en Artaud, metafísico en el poeta inglés. La enfermedad dispara procesos complejos y modificaciones significativas en nuestra percepción, en nuestra manera de ver aquello que llamamos realidad. Si logramos sobrevivir, simplemente jamás volveremos a ser como antes, en un sentido imprevisible. En ese límite del dolor, cuando todas nuestras configuraciones sociales se diluyen, surge otra forma de escribir, sobre el cuerpo mismo.

Ante la instancia límite del dolor parecen sobrar las palabras, pero vos colocás imágenes parlantes. ¿Lo ves así?

Siento que surge algo poderoso cuando los humanos recurren a la última expresión en medio del caos, o a lo que llamo "el silencio glacial de Celan". Yo he visto de cerca el sufrimiento del poeta Bustriazo Ortiz, por ejemplo. En su distanciamiento del mundo, marcado por un dolor que ya no podía comunicar, fue abandonando las palabras hasta llegar al silencio. Es curioso que percibas eso que llamás imágenes "parlantes" en el libro, porque en medio de las más duras experiencias de dolor me sentía más inspirado por los sonidos que por las palabras. Toda expresión, toda frase, me sonaba antigua, inadecuada, pero distintos sonidos me conectaban con algo que valía la pena, y eso es mucho cuando estás en la inmovilidad casi absoluta y te duele cuando te movés. El ámbito hospitalario va de la quietud absoluta al ruido de las emergencias. En medio de eso, los sonidos "de la vida", como la radio, lo que cuentan los que vienen, la música que se cuela de la ciudad, son bálsamos. De ahí provienen sin duda las imágenes parlantes de La caída.

¿Por qué "el dolor es un Dios equivocado" y cómo entra la fe o falta de fe en el cuadro del desahuciado?

Porque dios -aún escrito con minúsculas- no sabe bailar, porque frecuentemente se piensa que la muerte redime en lugar de percibir que numerosas víctimas necesitan otro tipo de alimento para transitar por el dolor. En mi paso por salas y hospitales he visto a la muerte trabajar, como las enfermeras locas de Gelman, y también la eternidad y la gracia en los ojos de los moribundos. Nadie sabe cuánto es doler, ni cuánto puede soportar el cuerpo de uno, que se vuelve la única mente.

El libro alude a un territorio que es a la vez vastedad y cuarto hospitalario...

El libro se convirtió en una exploración de mis propios límites, porque sentí una exacerbación de esa vulnerabilidad que surge al distanciarnos de las rutinas de lo social. Ya somos vulnerables antes de entrar al hospital, pero cuando nos colocan una bata y una pulsera en la muñeca con nuestro grupo sanguíneo como única identificación, perdemos referencia y sentimos el peso del abandono de la identidad, como un preso ilegal o un confinado. Tengo la tentación de suscribir la idea de Nietzsche de que "lo que no mata, fortalece", con la reserva de que los costos personales son muy altos. Escribí la mayoría de los textos en un ala para visitas del hospital de Madrid donde estuve. Siempre tuve la necesidad de recorrer distancias, de tener un horizonte físico inabarcable por delante, y allí dentro mi viaje consistía físicamente en huir de la habitación luego del último control nocturno para trasladarme con suero y libretas a un territorio casi neutral, cerca de la máquina de café y frente a altos ventanales helados. Ese recorrido de veinte o veinticinco metros era mi promesa de vastedad, la sensación de que podía con ese primer paso comenzar el viaje más largo del mundo, como decía Mao. Antes del amanecer, regresaba a mi cama, silencioso y con un amago de sonrisa en la comisura.

Madariaga te señala como un viajero capaz de transmitir sus experiencias; ¿este libro también implica tránsito, viaje?

El viaje es una herramienta de conocimiento, siempre que nos desmarquemos de las sendas preestablecidas. He escrito bastante a partir de recorridos marginales por la Patagonia y por países americanos. No esperaba esta experiencia peculiar de viajar dentro de un transatlántico inmóvil -el hospital era inmenso-, pero comprobé que en cada experiencia límite hay un viaje particular hacia nuestro dolor, una exploración de lo que somos capaces de soportar, un territorio donde la mente es esencial para imaginar un futuro más allá de medicinas, tratamientos y torturas de cualquier especie, de agotarnos en busca de una estrategia que nos saque de ese lugar donde estamos sometidos, presos de una lógica ajena. Si no lo logramos, enloquecemos.

Hablame brevemente del epígrafe de Artaud con que inicia el libro: "Existe una mente en la carne".

Hay una clave ahí, para asumir que el cuerpo ejecuta con nosotros una ceremonia desconocida, que presumimos de nuestra racionalidad. Esa inmensa acumulación de costumbres, rutinas, lugares comunes, imposturas, es destrozada violentamente por el dolor o el placer. La carne, como dice Artaud, está en el centro de lo que creemos pensar. Por eso escribo en uno de los textos del libro que "la esperanza puede residir en un músculo ciego". La represión estructural va contra el cuerpo, siempre, porque allí reside el verdadero sentido de lo humano. Artaud extrema la apuesta cuando dice: "el fondo del dolor soy yo" y deja en claro que "el autor de las cosas no es un espíritu sino un cuerpo". Ya en Rodez, escribe que ha sido "envenenado, asesinado, encarcelado, maniatado", pero quiere enfatizar sobre todo que fue "diariamente interceptado y privado de mí de todos los modos". Es una descripción notable de la represión, de la pérdida de la libertad. Por eso tira con desdén en una de sus cartas esta afirmación tan vigente en el capitalismo: "la buena salud de unos depende de la enfermedad de otros".

¿El dolor da noticias del vacío?

"Noticias del vacío" puede ser un título muy adecuado para un diario del dolor, de la tortura, del padecimiento, ya que en un punto de esas experiencias se produce una suspensión del juicio, un distanciamiento que está muy cerca del vacío. El cuerpo deja de ser un lugar confortable, se vuelve magro y espeso, empieza a dar señales propias que se convierten en una suerte de "pensamiento" autónomo. Creo que se trata de encontrar algo, pero se trata de algo que no habíamos buscado. En ese sentido, puede funcionar perfectamente como una analogía del sentido de la poesía. El concepto de vacío tiene muchas connotaciones, por supuesto, pero en este caso se produce un desapego progresivo, una distancia que nos aleja del yo, una suerte de "zen clínico" plagado de desasosiego. Seguramente por eso, dejé anotado que "el cerebro se acomoda al dolor, no lo combate". Es una manera casi voluntaria de ingresar en el vacío. A propósito, sobre el final de su vida, Artaud escribió que creía combatir al mundo, pero que en realidad siempre había estado enfrentando al vacío.

Es interesante cómo relacionás al dolor con la razón, la fe, el sinsentido, el vacío; y cómo queda vinculada materia y espíritu ("sin sangre no hay pensamiento").

¿Qué hace un hombre en un día / si sabe que al siguiente será torturado? Al plantear la pregunta estoy solo frente al dolor, sin ninguna metafísica. Claro que hecha la pregunta sentimos que el dolor programado nos pone en una situación de certidumbre absoluta sobre el sufrimiento que vendrá, de un pánico exacerbado por el anuncio de lo inevitable. Me hace acordar aquello que contaba Arlt, cuando su padre le decía a la noche que lo iba a castigar al día siguiente. No hay fe que se sostenga cuando somos solamente un cuerpo, y el vacío empieza a ser una opción más aceptable que la razón. El mundo del dolor ha sido relegado a un costado del margen, a una zona de escasa relevancia, dejando de lado la intensidad que puede provenir de ese vacío. Foucault es quien retomó la dimensión del hombre agraviado, contraponiéndola a lo lógica de lo normal o cuerdo. Mi intento, no planificado, es recuperar el cuerpo en mi poesía, con su dolor y el vacío que subyace.

¿El enfermo es un náufrago?

Probablemente es una imagen perfecta la del enfermo como náufrago. No solamente viaja a merced de un navío desconocido con un rumbo que sospecha ruinoso, sino que sufre la condescendencia de los que mandan y recibe explicaciones crípticas o vagas sobre su destino, como un niño. Con demasiada frecuencia, no logra hacerse entender, y sus señales de socorro no son atendidas. Empieza a sentir que ya no es humano, que todo el sentido de su viaje ha quedado desarbolado. Tal vez de allí surgió "Esto no es una flota", el poema en que concibo al viaje como "una ilusión inmóvil para los tripulantes despiertos", donde las camas ven cómo los cuerpos empiezan a moverlas.

¿La frase "el dolor no se puede matar" tiene que ver con un padecer, un sufrimiento que va más allá de lo corporal?

El dolor no se puede matar, queda como una segunda memoria que a veces se vuelve la única. En un punto no hay pensamiento sin sangre; uno cierra los ojos o lee los clásicos, y sale sangre. Es al mismo tiempo experiencia personal y memoria colectiva, ya que compartimos el dolor con los que no saben defenderse del crimen, los lastimados, las víctimas futuras, los que serán alcanzados. Sabemos que la causa ajena del compañero de celda o de hospital se convierte en la nuestra.

¿Cómo entra en el libro ese otro sufrimiento infligido a una víctima, la tortura, tan presente en nuestra historia política?

La enfermedad se cruza en el libro con mi lectura personal de la historia argentina, y en particular con la figura del torturado. Yo había escrito en un libro anterior, La sombra de todo, textos como "La palabra enferma", "El afásico", "El amnésico", "El apopléjico", con la sensación obsesiva de que la palabra ha estado destruyéndose a nivel social, virando a un vacío de sentido, a partir de una imposibilidad de procesar la violencia. La violencia sobre el cuerpo indefenso. En mis tiempos de hospitalización, donde jamás pude leer absolutamente nada, ni una página, recordé con detalles minuciosos muchos testimonios que había leído, de mujeres y hombres torturados durante la última dictadura argentina. Ese repaso circular sobre la capacidad de resistencia, sobre la posibilidad de mantener la dignidad en medio de la destrucción personal, ese pensar en lo que están esperando "afuera" de nosotros. Esas imágenes, que fortalecían mi expectativa de resistir, impulsaron mi escritura, que fue al mismo tiempo, en las largas hospitalizaciones, mi estrategia inconsciente para reconocerme como alguien que, pese a todo, algún día podría merecer, nuevamente, ser abrazado. El poema del dolor es, como la resistencia, del orden de lo precario. Sabemos que nada puede durar mucho, pero de ahí nace también el poema que no existe y algo que podamos denominar "esperanza".

* Publicada por Agencia Télam, Buenos Aires, 8 de febrero de 2015.

Fuente: El saber oscuro y peligroso del poeta. Edición de Ben Bollig y Luciana Mellado. La Otra, México, 2020.

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