Cuatro viajes a Lof QuemquemtrewPor Denali DeGraf
A finales de 2021, en Cuesta del Ternero, un paraje cerca a El Bolsón, en el sur argentino, miembros de la comunidad Quemquemtrew defendieron un territorio que el pueblo mapuche habita desde antes de la existencia del país. Pasaron meses en la montaña, incomunicados porque la policía bloqueaba los accesos. Esta crónica narrada en primera persona retrata la recuperación territorial y la red solidaria que la acompaña. Compartió el segundo premio en la sexta edición del Concurso de Crónica Patagónica.
I.
- Hay un muerto.
Baja el grito de múltiples voces juntas, fuerte pero pausado, las sílabas bien espaciadas, para que el mensaje viaje casi un kilómetro hasta donde estamos seis personas mirando hacia la montaña. No podemos llegar hasta el lugar donde está el caído. Es 21 de noviembre de 2021. Hace dos meses las fuerzas policiales bloquean el único camino que recorre el valle para que nadie pueda asistir a la gente que resiste en un territorio en conflicto. Pero ahora hay un muerto y nos lo tienen que contar desde lejos.
*
Al Piojo lo conozco en septiembre de aquel año, el día que sale de un calabozo. Es un hombre robusto de barba negra y mandíbula firme, que hace poco alcanzó los cuarenta años que yo estoy por pisar. Lo acompaña un joven de veinte años menos y pelo largo que cae sobre sienes rapadas. Soraya Maicoño, referente de la lucha mapuche en El Bolsón, me pidió ir a buscarlos a Bariloche, adonde los llevó la policía. Les doy mi nombre y no les pregunto los suyos. Recién después de unos meses me enteraré del apodo del Piojo, y de que normalmente es de sonrisa fácil, con el humor a flor de piel, pero ahora está serio.
-¿Cómo andan? -les pregunto.
-Y, nunca es lindo caer preso, pero bueno, no es para tanto -contesta el Piojo-. Ayer sí fue duro. Cuando me agarraron tuve que mirar cómo lo tiraron al piso a mi hijo. Uno de los milicos lo tenía con la rodilla en la espalda. Hijo de puta, tiene ocho años.
Al llegar a El Bolsón hay gente reunida frente a la fiscalía bajo los ciruelos en flor, esperando novedades. Ni bien bajamos viene un niño corriendo y el Piojo se arrodilla para recibir el abrazo de su hijo.
Soraya se nos acerca y dice que hubo disparos en Cuesta del Ternero. En ese paraje hace una semana recuperó territorio una comunidad mapuche: el Lof Quemquemtrew. Ayer, 24 de septiembre, la policía intentó desalojarla. Detuvieron al Piojo y a cinco personas más pero otras pudieron refugiarse en el extenso bosque del valle que recorre desde la cordillera de los Andes al oeste hacia la inmensa estepa patagónica al este. De mi casa al territorio recuperado son catorce kilómetros en línea recta, pero aquí las líneas nunca son rectas. Hasta el famoso vuelo de pájaro sería más largo, ya que el ave trazaría un arco de un kilómetro y medio de altura por encima del Cerro Piltriquitrón. Para ir en vehículo, primero tengo que bajar a El Bolsón, luego dar la vuelta de la montaña por el norte. Del lado del pueblo hay ferreterías y salas de yoga, señal 4G y cerveza artesanal tirada. Al otro lado del cerro hay muchos más chivos que personas. Y en este momento allá se disparan armas. No pensaba ir pero este primer viaje llega imprevisto, anunciado por los tiros.
-¿Tenés auto? Comparto la nafta -me dice Roxana Sposaro, amiga y colega fotógrafa. Salimos primero hacia el norte, pero a los pocos minutos doblamos hacia el este por un camino de ripio que asciende rápidamente entre vastas plantaciones de pino. Casi todo está carbonizado. Cuesta del Ternero ardió durante cuarenta días en enero, cuando un asado mal apagado al lado de un pinar terminó consumiendo 8000 hectáreas de pinos y bosque nativo por igual. Pasamos algunas casas aisladas, un destacamento policial y una escuela primaria que lleva el nombre de Lucinda Quintupuray, una abuela mapuche asesinada para quitarle su tierra hace treinta años. Una larga pendiente ofrece una vista panorámica del valle y ahora vemos un tranquerón de alambre con pancartas flameando: Wewaíñ Lof Quemquemtrew. Amulepe Taíñ Weichan. Territorio Mapuche. Al bajar nos sorprende la tranquilidad. Entre los árboles quemados aparecen tres jóvenes de cara tapada. Cuando ven quienes somos, relajan su postura defensiva y se acercan.
-¿Están bien? -pregunto.
-Sí, pero pueden haber matado a alguien -contesta uno, aún encapuchado, su pelo largo, sus ojos oscuros y su cuerpo larguirucho son inconfundibles. Con leves movimientos de cabeza, señalamos que nos reconocemos mutuamente. A Maxi (a quien llamaré así para preservar su identidad) lo conozco hace unos cinco años, de otra recuperación más al sur.
-Apareció un patrullero por allá, bajaron cuatro y cuando nos vieron empezaron a disparar.
-¿Goma o plomo?
-Los dos -dice y nos muestra lo que juntaron: una granada de gas lacrimógeno, veinte cartuchos de plástico azules y verdes que portaban postas de goma, nueve vainas de bronce 9 mm.
Otro joven, llamémoslo Fito, graba un testimonio para difundir cuando tengamos señal. Volvemos con la imagen de los proyectiles y la voz de quienes han sido sus blancos, sin saber que seremos los últimos en entrar libremente a Cuesta del Ternero por los próximos cinco meses.
II.
Allá arriba, en el territorio, el frío azota de afuera y el hambre carcome de adentro. Cuando vino a desalojar hace tres días, la policía se llevó las carpas, las bolsas de dormir, las frazadas, los víveres y ahora cortaron todo el tránsito en el paraje. A pocos días de terminar el invierno, las noches en la Patagonia siguen heladas. Convergemos desde todas partes de la cordillera para llevar provisiones a la Lof Quemquemtrew. Docentes, panaderas, agricultores, bibliotecarios, enfermeras, padres, abuelas, nos juntamos en la banquina de la Ruta 40 donde nace el camino de la Cuesta. A algunos los conozco hace casi veinte años, desde que vivo en la zona, y hay otros que nunca vi hasta hoy. Allí mismo bajo las miradas curiosas del tránsito, llenamos los baúles de verduras, fideos, arroz, lentejas, jabón, camperas, frazadas y carpas. Luego cargamos pasajeros. Conmigo vienen la representante del sindicato docente, un pibe que parece tener más tatuajes que años, y el Piojo.
Sale la caravana y levanta polvo como una estampida de guanacos. Mi Volkswagen rural de más de dos décadas avanza entre camionetas gruñonas que no superarían los 80 kilómetros por hora. Ladas fabricados en la URSS y viejos Renault 12 con neumáticos más pelados que Gorbachov. Nuestra cofradía variopinta compensa con convicción lo que no tenemos de prestigio automotor.
A los quince minutos de viaje, el Piojo me toca el hombro.
-Dejame acá.
Se baja, dice un breve "gracias" y desaparece en el bosque. No lo veré por un mes, y pasarán dos hasta que vuelva a hablar con él. En el destacamento, la policía nos espera en el medio del camino. Frenamos y quienes van adelante avisan a los efectivos pertrechados que sólo queremos entregar comida. Otros ya bajaron de los autos y avanzan sin decir nada, entre los uniformados, por los arbustos al lado de la ruta, por todos lados. Una mujer sesentona se cruza con un agente medio metro más alto que ella, con armadura completa, y lo empuja fuerte por el pecho al pasar. El policía recula trastabillando dos o tres pasos. El escuadrón, abrumado, retrocede ante la multitud que lo supera. Quienes seguimos al volante nos movemos a paso de hombre o, más precisamente, a paso de policía caminando hacia atrás.
Rápidamente deciden cambiar la inferioridad numérica por la superioridad de armamento. De repente la policía parece una pochoclera de postas de goma. Vuelan piedras también, en ambas direcciones. Un policía rompe de un piedrazo la ventana de un auto. Minutos después, se reemplazan las piedras por puteadas, y cuando ya no se lanza ni goma ni piedra, todo el mundo se amontona de nuevo en un scrum furioso, al centro del cual se discute a los gritos mientras alrededor hierven los ánimos y rebalsan torrentes de rabia hacia los armados. A la lluvia de insultos se suman golpes de kultrunes, bramidos de trutrukas, y aullidos de "iai-iai-iai-iai", el afafán.
De a poco se calman las aguas, aparece el comisario y el griterío pasa a ser una negociación hablada. Avanza la tarde. Los gritos a la policía se intercalan cada vez más con charlas nerviosas, especulaciones acerca de qué pasará ahora. Se presentan peticiones formales. Suele ser la policía la que viene a despejar un camino frente a una protesta que lo corta. No queda claro en qué marco legal lo bloquean ellos ahora. Cae la noche. Hemos ocupado un playón de ripio entre el destacamento y el lugar donde se plantó la policía cien metros más allá. Juntamos leña y piedras para un fogón. Llega la respuesta oficial del juez: no podemos entregar la comida. Alrededor del fuego, se entremezclan las voces y opiniones con el humo.
-Nos tenemos que quedar.
-Nadie vino preparado para pasar la noche.
-Quien necesite irse, todo bien, pero quien pueda quedarse, mejor.
-Todos recordamos a Rafael Nahuel -dice mi viejo amigo Mauro Millán, incansable referente de la lucha mapuche por el territorio y la autonomía. Invoca al joven que fue asesinado por la espalda por el Grupo Albatros de Prefectura Naval en el 2017, durante un operativo de desalojo de la comunidad mapuche Lafken Winkul Mapu en Villa Mascardi-. De nuevo andan persiguiendo a nuestra gente. Andan a caballo por el monte. Si nosotros estamos acá, van a estar más seguros allá.
Al decir allá, Mauro señala la ladera detrás de los cascos de la policía. Son cuatro kilómetros, pero el camino traza una Z larguísima para subir. Desde acá el pájaro volaría 600 metros, no más. Sin duda en Lof Quemquemtrew ven nuestro fuego y les dice que no están solos. Vinimos, y nos quedamos. Ahora nosotros también vemos el fogón de ellos, un pequeño resplandor en el bosque oscuro. Mientras en otras partes del mundo hacen videoconferencias, nosotros nos comunicamos con fuegos.
Unos cuarenta pasamos la noche estirados en el piso rocoso o acurrucados en los autos. La policía también prende una fogata para resistir el frío y la vemos brillar a través de sus escudos transparentes. Pasan la noche por turnos, parados con cascos y chalecos antibalas como si esperaran la invasión de un ejército hostil. Si ese ejército somos nosotros, nuestras municiones son papas, y nuestras generalas son María Luisa y Rosa, abuelas septuagenarias dormitando en reposeras de camping.
Amanecemos en la escarcha. Después de reavivar el fuego, largamos un grito de afafán. Que sepan que seguimos aquí. Responden con otro. Al rato, mientras nos calentamos con los primeros mates, alguien dice "¡Callense! Nos están diciendo algo". Nos quedamos quietos e intentamos aguzar el oído para escuchar el canto que viene desde la montaña:
-¡Las tierras robadas/ serán recuperadas!
Los días que siguen son una amalgama de solidaridad espontánea e injusticia surrealista. El fogón improvisado se convierte en un acampe completo. Se levantan toldos de plástico, se tallan bancos de troncos, se cava una letrina en el bosque. Flamean banderas y pancartas de todo tipo. Nos cansamos de traer y picar leña. Este viaje que no llega a su destino implica muchos viajes más. Como tantos otros, me la paso yendo y viniendo, trayendo provisiones, llevando mensajes, turnándonos para mantener el acampe. Hace quince años que ando cerca de las recuperaciones territoriales y sé que hay que enfrentar al desgaste. No soy mapuche y nací muy lejos de la Patagonia, pero entiendo que si estoy en este lugar, corresponde defenderlo y defender a la gente que me precede. Hoy quienes están al filo de esa defensa son las comunidades. Por suerte no están solas. Va llegando gente mapuche y no mapuche desde más lejos: Madryn, Comodoro, Trelew, Neuquén. Hay largas horas de trawún, de parlamento.
Un día se habla de la campaña instalada en algunos medios, que "los mapuche vienen a tomar tu terreno, a sacarte tu casa".
-El pueblo mapuche no recupera tierras pobladas -responde un peñi de Bolsón-. Más allá de que el poblador sea mapuche o no. Fíjense que por acá vive Néstor, Don Orlando, los Pichún, los Soto, un montón más. No se le saca tierra a ninguno de ellos. Se recupera tierra fiscal deshabitada. El tema es que viene este Rocco y dice que este territorio es suyo, pero nunca vivió aquí ni es dueño del lugar. Le dieron una concesión para plantar pino no más, y miren: está lleno de plantaciones descuidadas, quemadas.
Los vecinos que nombra son antiguos pobladores del paraje, algunos originarios y otros no. En muchos casos son familias que habitan el lugar antes de la creación de la Provincia, y el pueblo mapuche antecede la existencia de Argentina misma. Al decir "Rocco" se refiere al Sr. Rolando Rocco, el empresario local que según registros de la Secretaría Provincial de Bosques, consiguió concesiones forestales en terrenos fiscales en los ‘80. Luego el Estado le subsidió la implantación de pinos exóticos a través de la Ley 25.080 de Inversiones para Bosques Cultivados. A quien quiere talar el bosque nativo y plantar especies invasivas (acto que según la ley constituye "enriquecimiento del bosque nativo"), el Estado le cede el uso de la tierra y le financia su proyecto de lucro privado. Pero cuando una comunidad quiere habitar el bosque, se saca hasta los niños esposados a punta de arma. Ahora es Rocco quien impulsa los cargos contra la comunidad.
Mientras tanto, en ese espacio difuso del Poder Judicial, se hacen audiencias que hoy son más irreales aún por ser virtuales. En la pantalla se ve un juez, fiscales, abogados, peticionantes.
-A nadie se lo ha condenado por ningún delito, sin embargo los están privando de comer y de abrigarse -plantea Mauro Millán que como longko de otra comunidad pide al juez que libere el tránsito-. Hasta los presos tienen derecho a comer.
-Pero nadie está privado de su libertad -retruca la fiscal Betiana Cendón-. Cuando quieran, pueden salir, volver a sus casas y comer. Esto de los derechos humanos es un eufemismo.
Irse significa no poder volver. Significa renunciar al territorio; en esta disputa, la única carta que tiene Lof Quemquemtrew es su presencia física. El gobierno insiste tanto en el imperio de la ley, pero en vez de discutir los méritos de su postura con el debido proceso, su estrategia es obligar a sus contrincantes a que elijan entre renunciar a su reclamo o pasar hambre. Parece que nuestros fuegos nocturnos señalan bien este nuevo medievalismo. En pleno siglo XXI, la política oficial es un asedio.
El juez Ricardo Calcagno falla que entrar provisiones sería consolidar el delito y, por lo tanto, no lo permite. Evidentemente, la presunción de inocencia no rige. Antes de que haya investigación, ni mucho menos un juicio, sostiene que hay un delito.
-Estos derechos de los que siguen hablando -dice el juez- no los pueden reclamar de facto. Quienes vemos la transmisión en las pantallas nos preguntamos entonces, si no se permite actuar de facto, ¿qué hizo Julio Argentino Roca en la campaña militar de 1878 que le arrebató la Patagonia al pueblo mapuche? Además, el juez dice que no se puede reclamar derechos de facto y en la misma audiencia los niega de jure. Esto no deja ningún canal abierto. Parece ser el objetivo; todos los canales están siempre congestionados. Mauro, de nuevo, en otra de tantas audiencias inútiles: "Modificaron la Constitución en el '94 y nos dijeron que llegarían títulos comunitarios". Se refiere a la reforma constitucional del 1994 en que se sanciona el artículo 75 inciso 17 que reza: Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos, reconocer... la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano. Sigue Mauro, "Pero seguimos esperando. Esto no es un capricho; cuando se agotan las palabras a veces hay que actuar".
III.
Habrá que buscar cauces alternativos. Un cartón clavado en un tronco cuenta los días que la policía lleva prohibiendo entrar al territorio. Cuando marca 25, lo visito a Néstor Anticura, antiguo poblador mapuche de la Cuesta, en su casa, la más cercana al bloqueo del lado accesible. Néstor es una presencia constante en el acampe, pero necesito hablar en privado con él. Quiero juntar un equipo, calzarnos las mochilas como quien sale de trekking y entrar al territorio a pie, por atrás. Sé bien, aunque nunca lo dice nadie, que desde el principio, hubo gente entrando víveres así casi todas las noches. Es una vuelta de cinco kilómetros subiendo por el otro lado del valle. Salen de la casa de Néstor y él conoce el camino mejor que nadie. Lo que propongo tiene dos aspectos nuevos: que entremos personas no mapuche, y de día. Si llegamos, perfecto. Pero si nos para la policía, tendríamos las cámaras prendidas y preguntaríamos por qué no permiten que la gente camine por la montaña. Intentaríamos poner en evidencia lo ridículo e ilegal de su accionar. Nos pueden llegar a parar, demorar, hacernos volver y hasta detenernos. Pero dudo mucho que nos disparen, simplemente por no ser mapuche. Néstor habla poco y escucha mucho. Dice que cuando suba al territorio mañana preguntará qué les parece. Me voy y espero noticias. Dos días después, me encuentro con Roxana: "Néstor te espera el viernes", dice sin saber lo que significa, y me da un sobre cerrado con detalles.
Armar un equipo es difícil. Del grupo en el que había pensado, uno está recién operado y otra anda de viaje, pero varios más simplemente no se suman. Más de uno lo menciona a Rafael Nahuel. Al final sólo se prende Ada Augello, amiga y ex-colega de mis años en la radio, hábil como periodista y como caminante por igual.
El viernes a las 5:30, todavía bajo las estrellas, estaciono al lado de la alameda en la entrada de Néstor. Nos rodea una manada de perros sórdidos, uno cubierto de proto-rastas de grueso calibre, otro con un tumor o bocio colgando del cuello casi como una segunda cabeza. Néstor abre con cierto esfuerzo la puerta de madera gris y descascarada que se arrastra en el piso por las bisagras vencidas. En el cuarto del fondo, convertido en depósito, hay bolsas de verduras, latas apiladas y paquetes de yerba, harina, azúcar, fideos, arroz. Cargo mi mochila con alimentos, además de la cámara y el grabador. Arriba de todo, por fuera, ato un zapallo. En una zona sitiada, cada caloría vale.
Cuando salimos, es más de día que de noche. Néstor dice que mantengamos un buen ritmo hasta llegar al bosque por si la policía anda vigilando. Serpenteamos entre árboles dispersos hasta llegar a un imponente paredón de piedra y nos metemos en un cipresal. Bajamos una pendiente empinada en zigzag hacia el río, donde lupinos florecidos cubren la orilla. Descansamos mientras nos sacamos las botas y subimos los pantalones hasta la rodilla. Sumerjo la cara en el agua cristalina y trago sorbos gélidos. La Lof Quemquemtrew tomó su nombre de este río, que aguas abajo atraviesa El Bolsón. Aquí es todavía pequeño; apenas nos moja las rodillas. Si bien son sólo unos veinte metros de ancho, cuando llegamos al otro lado me duelen los dedos por el frío. Es agua de deshielo que lleva poco tiempo en estado líquido. Al otro lado, calzados de nuevo, cruzamos un camino rústico con ancho suficiente para un auto, pero no para cualquiera. En la base de una subida hay un cartel de madera pintado a mano: Poné primera y no aflojes, hermano!
Ahora ya estamos más allá de la línea policial y tal vez haya patrullas. "No usamos siempre el mismo camino," nos cuenta Néstor. "Lo vamos variando, así no nos pueden seguir las huellas ni quedarse esperándonos". Cruzamos una pampa ancha y verde donde pastan unos caballos, y en una parte mallinosa hundimos las botas en el barro a cada paso. Vamos ganando altura, y la última subida es seca y polvorienta. No queda otra que rozar el camino principal, el que está prohibido transitar.
-Si escuchás un motor, tirate entre las plantas -advierte Néstor, pero el único sonido es el viento, cada vez más fuerte.
Llegamos a una planicie sin follaje. Después de semejante huracán de fuego, todavía no vuelve ni el pasto y por todos lados vemos huellas en el polvo. No importa por qué ruta subas en el bosque, no hay alternativa a esta recta final por el llano incendiado. Todos los caminos terminan aquí, en esta tierra sin color. El suelo es pálido; la tierra, ya de por sí pobre y arenosa, se mezcla con ceniza, y de ese gris sólo salen los ganchos negros que fueron árboles. El cielo está cargado de nubes a la altura de las cumbres nevadas. La última etapa del viaje es una carrera de un kilómetro en medio de una foto en sepia.
Néstor tiene la estatura de un oso, pero camina con ritmo ágil. El viento corre con furia, y su poncho flamea como bandera de lana. Pasamos entre los esqueletos de madera, primero lauras y ñires retorcidos, luego filas prolijas de pino. Todos rectos como plomadas, todos de la misma edad, la misma altura, la misma especie. Todos carbonizados. Vamos en paralelo al camino de autos, a unos cincuenta metros como mucho. Los escondites posibles son tan escasos como los colores en este paisaje desgraciado. Ada baja su gorra de lana todo lo que puede, pero su pelo rubio es mejor protección que un chaleco antibalas. Por encima de su hombro, Néstor dice "si viene un patrullero, hay que hacerse invisible nomás".
De eso se trata. Yo, que no soy mapuche ni nací en este lugar, recorro este camino y lo puedo contar por haberlo vivido. Pero por más que uno vive inevitablemente en el centro de su propia historia, ésta no es mía. Que me toca ser invisible, y que eso a su vez es imposible.
Cruzamos el camino casi corriendo y saltamos el alambre al lado de la tranquera donde hace un mes nos mostraban las vainas servidas. Ese día no imaginé lo que tendría que hacer para volver. Nos saludan dos jóvenes abrigadísimos. La única piel visible es la franja alrededor de los ojos, pero de nuevo, los conozco. Uno, con la cabeza envuelta en una remera negra, es Fito, quien grabó el mensaje aquel primer día. El otro, de pasamontaña al mejor estilo Subcomandante Marcos, es Gonzalo Cabrera, a quien también conozco hace años. Aquí el viento es un compañero constante, pero hoy sorprende su ferocidad. Todo está en movimiento. El cielo parece una sábana que alguien corre por arriba de esta cama de piedra y madera y cinco personas agachadas en un rudimentario refugio. Hay tres paredes de troncos negros apilados; el cuarto costado está abierto. Arriba unos palos imitan cabios de un techo, pero sólo hay un plástico negro, roto al medio, que se sacude violentamente. Bajo ese aleteo intentamos hablar de la vida en estado de sitio. El bloqueo lleva un mes y es la primera vez que saldrán las voces del territorio hacia afuera.
Fito cuenta:
-Tenemos que vivir escondidos en el monte, continuamente recorriendo el territorio, viendo que no haya ningún movimiento raro. Muchas veces hemos tenido que dormir a la intemperie, terminás mojado. A veces tenemos que acomodarnos entre todos lo que somos, juntarnos para darnos un poco de calor.
Pero no le interesa pasar mucho tiempo con estos detalles.
-Hay días que estamos bien y días que estamos mal. Hay días que tenemos ganas de llorar, de gritar, porque es así. Pero eso tratamos de contenerlo, de saberlo sobrellevar. Estamos conviviendo acá en el territorio. Estamos siendo una familia.
Llega el Piojo, ve que estamos grabando y saluda con un puño levantado sin decir nada. Sigue su recorrido. Gonzalo arma un fueguito en el costado abierto del galpón. Fito sigue hablando.
-Hoy en día se está volviendo a reconstruir esto de lo antiguo, de volver a hacer lo que hacían nuestros abuelos. Es una conversa muy larga hasta que uno entra al territorio, no fue de un día para otro que se decidió recuperar este lugar porque era bonito. No, antes de poder instalarse, se hicieron varios trabajos, con el territorio, con los newenes del lugar.
Larga un mes de palabras en un saque. En contraste, casi podría contar con los dedos las palabras por hora de Gonzalo. De un morral saca una lata vieja con el borde doblado como pico vertedor. La llena de agua y la apoya entre las llamas. Ensilla un mate, levanta la lata-pava con un trapo y sube su pasamontañas un poco para meter la bombilla por debajo. Fito habla de la gobernadora Arabela Carreras.
-¿Qué diálogo quieren si tienen a toda la policía acá abajo? ¿Entonces qué clase de respeto quieren de nuestra parte si viven hostigándonos?
Fito habla. Ada y yo escuchamos. Gonzalo ceba mate. El viento aúlla. En un mundo complejo, este momento es así de sencillo.
A las dos horas, emprendemos la vuelta. El vendaval levanta ráfagas de ceniza y arena que nos vapulean los ojos. Con Néstor y Ada no hablamos casi nada durante la hora y media de caminata. Al llegar al acampe, vemos todo amarrado para pasar el temporal. Hace años que no se registran vientos tan fuertes. Caen árboles gigantes en El Bolsón y líneas eléctricas en Esquel. Vuelan techos en Bariloche.
IV.
Después de meses de ir y venir del acampe seguido, este domingo 21 de noviembre, me quedo en casa. Pasamos la tarde entre tareas de chacra. Los chicos ayudan hasta que salen a andar en bici. Como llegó el calor y ya no prendemos más la estufa, con mi compañera vamos acomodando el leñero.
Chilla mi bolsillo. Me quito un guante y saco el celular.
AHORA LOF QUEMQUEMTREW
disparan balas de plomo contra comuneros
HAY DOS HERIDOS DE BALA
Lo leo en voz alta porque ya estoy desviando mi rumbo hacia la casa. Mientras junto lo básico -cámara, cuaderno, agua, abrigo y una manzana- las campanas digitales suenan como una máquina de flíper. Tiro una bolsa de dormir y una linterna en el auto por si acaso. En quince minutos llego a una esquina céntrica de Bolsón. Somos unos diez y nos vamos organizando con apuro. ¿Qué autos hay? ¿Quién sube al territorio? ¿Quién va a la comisaría? En el medio de esto, me llega un audio de cinco segundos.
Acaba de llegar la ambulancia al hospital. Hay uno sin vida.
El tiempo se estrecha por un canal angosto y acelera aún más. Son seis cuadras hasta el hospital, donde un cirujano intenta heróicamente repararle a Gonzalo los intestinos perforados por dos balazos. En la puerta de la guardia está Néstor, con cara de ceniza. Normalmente es un hombre callado, pero ahora su silencio se ha vuelto un vacío, un retiro hacia un quietud cavernosa. Dice poco, sin nombres ni detalles pero con todo lo que debemos saber.
-Allá hay uno muerto. La ambulancia sólo trae a los vivos.
Hay un frenesí de preguntas, llamadas y mensajes, intentando saber qué pasa y coordinar acciones. A la vez, la cacofonía habitual de la vida se esfuma ante la muerte. Ocurren tantas cosas a la vez pero no es un caos sino una atención multipresente, prismática. Hay tanto para atender, tantos puntos de luz dispersos pero que se originan todos en un sólo rayo.
Me dirijo a la fuente de la luz. Por el medio de la tormenta nos miramos con Paula, otra ex-voluntaria de la radio.
-¿Vamos?
-Vamos.
Atravesamos la Cuesta a velocidades más altas que lo recomendable. Vamos directo a lo de Néstor, porque hace pocos días se trasladó el acampe allí. Pero no hay nadie. En breve llega otro auto. Ahora somos cinco. Volvemos a la línea policial, al predio con vista al territorio. Está todo bajo un extraño manto de calma. Hay cuatro policías en el retén, como siempre, pero no hay movimientos en el destacamento.
Entonces el grito que baja de la montana:
-¡Hay un muerto!
Ya lo sabemos, pero es otra cosa escucharlo rebotar entre las montañas con la última luz del día. El sol que hoy nunca se mostró se escabulle tras el manto gris y nos hundimos en el crepúsculo largo. Encendemos un fuego. Esperamos. Llega otro auto, y ahora somos diez. Hablamos despacito. Suposiciones, conjeturas, teorías. Miramos como suben las chispas intentando volverse estrellas. Sobre todo, esperamos. La policía no se mueve, el bosque está quieto, el aire también. En algún lugar del bosque adonde no podemos llegar, hay personas que mantienen la vigilia al lado del caído, sentadas como nosotros en este silencio largo, el frío que se espesa, la oscura vastedad alrededor.
A las 11 llega una ambulancia con Soraya y una médica. También un patrullero con un agente de criminalística. En la puerta del destacamento, iluminados por los autos y los destellos verdes de la ambulancia se negocia el procedimiento. Subirán para constatar el deceso y el detective sacará fotos para asegurar que siga todo igual mañana cuando llegue el equipo forense completo. La ambulancia sube con sus luces verdes inusitadas en el bosque de noche. En la ciudad, son para despejar el tránsito en el apuro de salvar una vida. Aquí no hay tránsito (está prohibido hace dos meses, ni hablar de la hora) y no hay ninguna vida que salvar. Pero titilan igual.
La noche avanza en esta tranquilidad incongruente, al contrario del día que viene. Vuelve la ambulancia y Soraya se baja en el fogón:
-Una vez más han matado a un peñi nuestro. Elías.
Elías Garay Cañicol. No conozco este nombre. Pero aquí conozco a muchas personas sin saber sus nombres.
A las siete ya es de día. La policía mantiene el camino cortado. No pueden subir dolientes a velar el muerto, tampoco la prensa. Pero hace falta investigar, bajar un cuerpo, hacer una ceremonia. El fiscal deja pasar a los familiares y a un equipo de negociación. Al rato vuelven Andrea Reile, abogada de la comunidad, y Mauro Millán con la postura de la lof: que entren los forenses, pero también que pueda pasar toda la gente para la ceremonia de eluwún. El fiscal acuerda pero necesita el visto bueno del juez, así que salen hacia el pueblo para armar el andamiaje legal para todo lo que vendrá.
Los demás seguimos esperando. El sol trepa alto; el frío nocturno ya se disipó. Sigue llegando gente. Moira Millán, hermana de Mauro, llega desde Pillán Mahuiza, el territorio recuperado donde vive, 300 kilómetros al sur. Betiana Colhuán Nahuel, única machi en lo que hoy se denomina Argentina, llega para conducir la ceremonia. Maxi, que me mostró las vainas aquel primer día trae banderas negras flameando en ramas de sauce. El sol del mediodía funde la tristeza, la rabia, el hambre y el cansancio en una aleación tediosa y desconcertada que nadie sabe manejar. Buscamos la escasa sombra sentados de a dos o tres bajo un pino ralo o del lado sur de algún auto. El sol y el polvo y la impotencia muelen la paciencia. Para algunos está desgastada por estas largas horas de espera o las semanas de aguante frente al retén, pero para otros se viene erosionando hace 140 años.
Como todos los días, la gente se junta delante de la línea de efectivos, quienes siempre mantienen caras de piedra. Durante dos meses se repitió tantas veces esta escena -la gente los putea, apela a su humanidad, golpea tambores frente a sus caras- y nunca reaccionaron. Pero esta vez es diferente. Ayer se murió alguien y todos presumimos que lo mató una bala policial. Los centímetros de aire entre las caras de los soldados y las de la multitud se vuelven tan sensibles como la nitroglicerina. En algún lado, algo lo detona y sin mediar palabras, la línea policial erupciona. Vuelan municiones de goma y salimos desperdigados como pelotas de billar.
La madre de Betiana, María, les arrima puteadas por el costado y a uno le pincha el hombro con el dedo. Moira los encara de frente. Ninguna de las dos supera el metro y medio. Los policías, con escopetas y escudos levantados, se ven fastidiados por estas abuelas rabiosas.
-¿Qué mierda se creen ustedes? -grita Moira, que en sus largos años como referente de su pueblo se volvió una oradora potente- Ayer mataron a un hombre y hoy ni siquiera dejan pasar a la gente para un funeral? Si alguno de ustedes cayera tendría todo el derecho a un entierro con dignidad. Si su familia quiere a un cura, pues habría un cura. Allá hay una familia que llora y no dejan pasar a la machi. ¿Ni pueden darle a un muerto su dignidad?.
Terminan los disparos y los piedrazos. Aparece frente a la policía una joven de catorce años. A esta altura sólo algunos pocos sabemos que en realidad este territorio se recuperó porque aquí Lilén se levantará como machi. De repente está sola frente a los uniformados, cuyos ojos apenas se ven por arriba los escudos. La postura de los policías sería buena para enfrentar a un maníaco con machete pero adelante tienen a una adolescente de cara redonda y un pañuelo floreado en la cabeza.
-¿Creen que nos pueden matar y esto se va a terminar? ¡Nos vamos a levantar una y otra vez por este territorio, nunca vamos a dejar de defenderlo, hijos de puta! -dice y clava un puñetazo en un escudo. El que lo sostiene recula y toda la línea se sacude y se reacomoda.
Justo en este momento vuelve la comitiva del pueblo con todo autorizado. Ni diez minutos después de repelernos a los tiros, la policía se corre del camino que ocupó durante dos meses y deja pasar a la caravana fúnebre. Una vez más, me encuentro frente a la tranquera de ramas y alambres, y aquí el grupo se divide. La gente mapuche entra para buscarlo a Elías y los no mapuche esperamos en la entrada durante la ceremonia.
Cuando salen con Elías una hora más tarde, primero escucho los kultrunes y el afafán como un trueno lejano que se acerca. Después a lo lejos veo las banderas negras en alto, luego entre el polvillo iluminado por el sol rasante aparece la muchedumbre de a pie. Brazos, cabezas, piernas y el centelleo de plata en las frentes y los pechos, y el trueno que crece, la cascada de afafán incesante. Las personas se vuelven un cuerpo unido, un cardumen que fluye entre los árboles quemados portando al que se va de este mundo. Nos absorben a quienes esperábamos y volvemos a ser uno solo. Apoyan la camilla con Elías, envuelto en tela blanca y cubierto de ramas de maqui, a tres pasos al lado mío. Lo rodean hombres con palos de sauce que golpean contra el suelo para luego levantarlos sin perder el ritmo y se percuten entre sí al centro de la ronda y la pulsación sube con los gritos y el golpeteo seco de la madera y apuntan al cielo. Una y otra vez los levantan y de algún modo el afafán sigue creciendo, brotando de un profundo reservorio de rabia y tristeza y gritamos como si Elías saliera de este universo a pura fuerza de sonido y nos tocara a nosotros darle el empujón suficiente para que llegue a esa costa desconocida que espera del otro lado.
Se abre un espacio alrededor de Elías y dos trabajadores fúnebres lo levantan y lo cargan y sólo cuando el vehículo desaparece por el camino empieza a menguar el afafán, como la estela de un barco que lame la orilla cuando pasa y luego vuelve la calma. En inglés la palabra wake es estela y también velorio; ¿hay algo en eso de la última chance de sentir las ondas que levanta una persona en su pasar por el mundo?
El Piojo levanta una mano y pide nuestra atención. Se apoya en un palo firme, y su cara está envuelta en un pañuelo negro como siempre.
-Es la primera y la última vez que saco a un peñi así del territorio.
V. Epílogo
En este día invernal del 2024 convergemos de nuevo para pensar un nuevo desafío: Lof Quemquemtrew enfrenta un juicio por usurpación. Cuando arrebataron la vida de Elías todavía no sabíamos que sus asesinos no fueron policías sino empleados del empresario Rocco, Martín Cruz Feilberg y Diego Ravasio, que la policía dejó pasar el retén armados. No sabíamos que serían condenados ambos, pero que al tiempo Feilberg lograría dar vuelta la condena por no haber apretado el gatillo él. Y ahora está la comunidad en el banquillo de los acusados.
Afuera el frío es moderado pero se hace sentir. Adentro la salamandra arde con ganas y dejamos tirada una pila importante de abrigos delante del poncho en proceso que se estira sobre el telar de Romina. Circula la palabra, circulan mates, facturas, pizza, choripán. Se comparte otro rato en este lugar al que costó tanto llegar. En un momento se levanta Romina y dice, "Vamos a hacer purrún". A danzar, entonces.
En el rewe, el lugar de ceremonia, damos vueltas en ronda al ritmo del kultrún. Somos unos veinte, entre familiares y amigos. La mitad son mapuche, la otra mitad no. En un momento dado Romina, sin explicación ni nada grandilocuente, nos indica a los no mapuche que nos quedemos por un costado. "Tranquilos nomás, que ahora trabaja Lilu". Y ella, que a sus diecisiete años aún no es machi pero lleva muchos años en ese camino, se va metiendo en ese pliegue entre este mundo y otro. No corresponde hablar de lo que allí sucede por lo íntimo de un delicado trabajo espiritual. Pero además, transmitir una serie de acciones o elementos sería como describir una sinfonía explicando cómo se mueven los arcos de los violines.
Todavía no sabemos que la jueza Romina Martini le dará la razón a Rolando Rocco y ordenará el desalojo de la comunidad. Que ésta es una de las últimas ceremonias aquí, por lo menos por ahora. En esas vueltas que damos al rewe, en ese viaje sin cambiar de lugar, en el viaje de Lilén a otro plano, en el que nos hayan abrazado a quienes llegamos de otros lugares para que también tengamos un vínculo con éste, se siente que a veces los viajes son invisibles y que el más potente puede ser la permanencia. Que por lo mucho que costó llegar hasta aquí, habrá que seguir luchando para volver.
Lilén vuelve de donde haya estado con la cara enrojecida. Compartimos un vaso de muday. Y arriba nuestro pasan tres cóndores. Vemos sus cabezas blancas, sus plumas extendidas en silueta contra el cielo azul. Pasan, dan unas vueltas lentas y siguen viaje.
Ilustración: Delfina Filloy y Ana Gonzalez
Fuente: En Estos Dias
Por Denali DeGraf
A finales de 2021, en Cuesta del Ternero, un paraje cerca a El Bolsón, en el sur argentino, miembros de la comunidad Quemquemtrew defendieron un territorio que el pueblo mapuche habita desde antes de la existencia del país. Pasaron meses en la montaña, incomunicados porque la policía bloqueaba los accesos. Esta crónica narrada en primera persona retrata la recuperación territorial y la red solidaria que la acompaña. Compartió el segundo premio en la sexta edición del Concurso de Crónica Patagónica.
I.
- Hay un muerto.
Baja el grito de múltiples voces juntas, fuerte pero pausado, las sílabas bien espaciadas, para que el mensaje viaje casi un kilómetro hasta donde estamos seis personas mirando hacia la montaña. No podemos llegar hasta el lugar donde está el caído. Es 21 de noviembre de 2021. Hace dos meses las fuerzas policiales bloquean el único camino que recorre el valle para que nadie pueda asistir a la gente que resiste en un territorio en conflicto. Pero ahora hay un muerto y nos lo tienen que contar desde lejos.
*
Al Piojo lo conozco en septiembre de aquel año, el día que sale de un calabozo. Es un hombre robusto de barba negra y mandíbula firme, que hace poco alcanzó los cuarenta años que yo estoy por pisar. Lo acompaña un joven de veinte años menos y pelo largo que cae sobre sienes rapadas. Soraya Maicoño, referente de la lucha mapuche en El Bolsón, me pidió ir a buscarlos a Bariloche, adonde los llevó la policía. Les doy mi nombre y no les pregunto los suyos. Recién después de unos meses me enteraré del apodo del Piojo, y de que normalmente es de sonrisa fácil, con el humor a flor de piel, pero ahora está serio.
-¿Cómo andan? -les pregunto.
-Y, nunca es lindo caer preso, pero bueno, no es para tanto -contesta el Piojo-. Ayer sí fue duro. Cuando me agarraron tuve que mirar cómo lo tiraron al piso a mi hijo. Uno de los milicos lo tenía con la rodilla en la espalda. Hijo de puta, tiene ocho años.
Al llegar a El Bolsón hay gente reunida frente a la fiscalía bajo los ciruelos en flor, esperando novedades. Ni bien bajamos viene un niño corriendo y el Piojo se arrodilla para recibir el abrazo de su hijo.
Soraya se nos acerca y dice que hubo disparos en Cuesta del Ternero. En ese paraje hace una semana recuperó territorio una comunidad mapuche: el Lof Quemquemtrew. Ayer, 24 de septiembre, la policía intentó desalojarla. Detuvieron al Piojo y a cinco personas más pero otras pudieron refugiarse en el extenso bosque del valle que recorre desde la cordillera de los Andes al oeste hacia la inmensa estepa patagónica al este. De mi casa al territorio recuperado son catorce kilómetros en línea recta, pero aquí las líneas nunca son rectas. Hasta el famoso vuelo de pájaro sería más largo, ya que el ave trazaría un arco de un kilómetro y medio de altura por encima del Cerro Piltriquitrón. Para ir en vehículo, primero tengo que bajar a El Bolsón, luego dar la vuelta de la montaña por el norte. Del lado del pueblo hay ferreterías y salas de yoga, señal 4G y cerveza artesanal tirada. Al otro lado del cerro hay muchos más chivos que personas. Y en este momento allá se disparan armas. No pensaba ir pero este primer viaje llega imprevisto, anunciado por los tiros.
-¿Tenés auto? Comparto la nafta -me dice Roxana Sposaro, amiga y colega fotógrafa. Salimos primero hacia el norte, pero a los pocos minutos doblamos hacia el este por un camino de ripio que asciende rápidamente entre vastas plantaciones de pino. Casi todo está carbonizado. Cuesta del Ternero ardió durante cuarenta días en enero, cuando un asado mal apagado al lado de un pinar terminó consumiendo 8000 hectáreas de pinos y bosque nativo por igual. Pasamos algunas casas aisladas, un destacamento policial y una escuela primaria que lleva el nombre de Lucinda Quintupuray, una abuela mapuche asesinada para quitarle su tierra hace treinta años. Una larga pendiente ofrece una vista panorámica del valle y ahora vemos un tranquerón de alambre con pancartas flameando: Wewaíñ Lof Quemquemtrew. Amulepe Taíñ Weichan. Territorio Mapuche. Al bajar nos sorprende la tranquilidad. Entre los árboles quemados aparecen tres jóvenes de cara tapada. Cuando ven quienes somos, relajan su postura defensiva y se acercan.
-¿Están bien? -pregunto.
-Sí, pero pueden haber matado a alguien -contesta uno, aún encapuchado, su pelo largo, sus ojos oscuros y su cuerpo larguirucho son inconfundibles. Con leves movimientos de cabeza, señalamos que nos reconocemos mutuamente. A Maxi (a quien llamaré así para preservar su identidad) lo conozco hace unos cinco años, de otra recuperación más al sur.
-Apareció un patrullero por allá, bajaron cuatro y cuando nos vieron empezaron a disparar.
-¿Goma o plomo?
-Los dos -dice y nos muestra lo que juntaron: una granada de gas lacrimógeno, veinte cartuchos de plástico azules y verdes que portaban postas de goma, nueve vainas de bronce 9 mm.
Otro joven, llamémoslo Fito, graba un testimonio para difundir cuando tengamos señal. Volvemos con la imagen de los proyectiles y la voz de quienes han sido sus blancos, sin saber que seremos los últimos en entrar libremente a Cuesta del Ternero por los próximos cinco meses.
II.
Allá arriba, en el territorio, el frío azota de afuera y el hambre carcome de adentro. Cuando vino a desalojar hace tres días, la policía se llevó las carpas, las bolsas de dormir, las frazadas, los víveres y ahora cortaron todo el tránsito en el paraje. A pocos días de terminar el invierno, las noches en la Patagonia siguen heladas. Convergemos desde todas partes de la cordillera para llevar provisiones a la Lof Quemquemtrew. Docentes, panaderas, agricultores, bibliotecarios, enfermeras, padres, abuelas, nos juntamos en la banquina de la Ruta 40 donde nace el camino de la Cuesta. A algunos los conozco hace casi veinte años, desde que vivo en la zona, y hay otros que nunca vi hasta hoy. Allí mismo bajo las miradas curiosas del tránsito, llenamos los baúles de verduras, fideos, arroz, lentejas, jabón, camperas, frazadas y carpas. Luego cargamos pasajeros. Conmigo vienen la representante del sindicato docente, un pibe que parece tener más tatuajes que años, y el Piojo.
Sale la caravana y levanta polvo como una estampida de guanacos. Mi Volkswagen rural de más de dos décadas avanza entre camionetas gruñonas que no superarían los 80 kilómetros por hora. Ladas fabricados en la URSS y viejos Renault 12 con neumáticos más pelados que Gorbachov. Nuestra cofradía variopinta compensa con convicción lo que no tenemos de prestigio automotor.
A los quince minutos de viaje, el Piojo me toca el hombro.
-Dejame acá.
Se baja, dice un breve "gracias" y desaparece en el bosque. No lo veré por un mes, y pasarán dos hasta que vuelva a hablar con él. En el destacamento, la policía nos espera en el medio del camino. Frenamos y quienes van adelante avisan a los efectivos pertrechados que sólo queremos entregar comida. Otros ya bajaron de los autos y avanzan sin decir nada, entre los uniformados, por los arbustos al lado de la ruta, por todos lados. Una mujer sesentona se cruza con un agente medio metro más alto que ella, con armadura completa, y lo empuja fuerte por el pecho al pasar. El policía recula trastabillando dos o tres pasos. El escuadrón, abrumado, retrocede ante la multitud que lo supera. Quienes seguimos al volante nos movemos a paso de hombre o, más precisamente, a paso de policía caminando hacia atrás.
Rápidamente deciden cambiar la inferioridad numérica por la superioridad de armamento. De repente la policía parece una pochoclera de postas de goma. Vuelan piedras también, en ambas direcciones. Un policía rompe de un piedrazo la ventana de un auto. Minutos después, se reemplazan las piedras por puteadas, y cuando ya no se lanza ni goma ni piedra, todo el mundo se amontona de nuevo en un scrum furioso, al centro del cual se discute a los gritos mientras alrededor hierven los ánimos y rebalsan torrentes de rabia hacia los armados. A la lluvia de insultos se suman golpes de kultrunes, bramidos de trutrukas, y aullidos de "iai-iai-iai-iai", el afafán.
De a poco se calman las aguas, aparece el comisario y el griterío pasa a ser una negociación hablada. Avanza la tarde. Los gritos a la policía se intercalan cada vez más con charlas nerviosas, especulaciones acerca de qué pasará ahora. Se presentan peticiones formales. Suele ser la policía la que viene a despejar un camino frente a una protesta que lo corta. No queda claro en qué marco legal lo bloquean ellos ahora. Cae la noche. Hemos ocupado un playón de ripio entre el destacamento y el lugar donde se plantó la policía cien metros más allá. Juntamos leña y piedras para un fogón. Llega la respuesta oficial del juez: no podemos entregar la comida. Alrededor del fuego, se entremezclan las voces y opiniones con el humo.
-Nos tenemos que quedar.
-Nadie vino preparado para pasar la noche.
-Quien necesite irse, todo bien, pero quien pueda quedarse, mejor.
-Todos recordamos a Rafael Nahuel -dice mi viejo amigo Mauro Millán, incansable referente de la lucha mapuche por el territorio y la autonomía. Invoca al joven que fue asesinado por la espalda por el Grupo Albatros de Prefectura Naval en el 2017, durante un operativo de desalojo de la comunidad mapuche Lafken Winkul Mapu en Villa Mascardi-. De nuevo andan persiguiendo a nuestra gente. Andan a caballo por el monte. Si nosotros estamos acá, van a estar más seguros allá.
Al decir allá, Mauro señala la ladera detrás de los cascos de la policía. Son cuatro kilómetros, pero el camino traza una Z larguísima para subir. Desde acá el pájaro volaría 600 metros, no más. Sin duda en Lof Quemquemtrew ven nuestro fuego y les dice que no están solos. Vinimos, y nos quedamos. Ahora nosotros también vemos el fogón de ellos, un pequeño resplandor en el bosque oscuro. Mientras en otras partes del mundo hacen videoconferencias, nosotros nos comunicamos con fuegos.
Unos cuarenta pasamos la noche estirados en el piso rocoso o acurrucados en los autos. La policía también prende una fogata para resistir el frío y la vemos brillar a través de sus escudos transparentes. Pasan la noche por turnos, parados con cascos y chalecos antibalas como si esperaran la invasión de un ejército hostil. Si ese ejército somos nosotros, nuestras municiones son papas, y nuestras generalas son María Luisa y Rosa, abuelas septuagenarias dormitando en reposeras de camping.
Amanecemos en la escarcha. Después de reavivar el fuego, largamos un grito de afafán. Que sepan que seguimos aquí. Responden con otro. Al rato, mientras nos calentamos con los primeros mates, alguien dice "¡Callense! Nos están diciendo algo". Nos quedamos quietos e intentamos aguzar el oído para escuchar el canto que viene desde la montaña:
-¡Las tierras robadas/ serán recuperadas!
Los días que siguen son una amalgama de solidaridad espontánea e injusticia surrealista. El fogón improvisado se convierte en un acampe completo. Se levantan toldos de plástico, se tallan bancos de troncos, se cava una letrina en el bosque. Flamean banderas y pancartas de todo tipo. Nos cansamos de traer y picar leña. Este viaje que no llega a su destino implica muchos viajes más. Como tantos otros, me la paso yendo y viniendo, trayendo provisiones, llevando mensajes, turnándonos para mantener el acampe. Hace quince años que ando cerca de las recuperaciones territoriales y sé que hay que enfrentar al desgaste. No soy mapuche y nací muy lejos de la Patagonia, pero entiendo que si estoy en este lugar, corresponde defenderlo y defender a la gente que me precede. Hoy quienes están al filo de esa defensa son las comunidades. Por suerte no están solas. Va llegando gente mapuche y no mapuche desde más lejos: Madryn, Comodoro, Trelew, Neuquén. Hay largas horas de trawún, de parlamento.
Un día se habla de la campaña instalada en algunos medios, que "los mapuche vienen a tomar tu terreno, a sacarte tu casa".
-El pueblo mapuche no recupera tierras pobladas -responde un peñi de Bolsón-. Más allá de que el poblador sea mapuche o no. Fíjense que por acá vive Néstor, Don Orlando, los Pichún, los Soto, un montón más. No se le saca tierra a ninguno de ellos. Se recupera tierra fiscal deshabitada. El tema es que viene este Rocco y dice que este territorio es suyo, pero nunca vivió aquí ni es dueño del lugar. Le dieron una concesión para plantar pino no más, y miren: está lleno de plantaciones descuidadas, quemadas.
Los vecinos que nombra son antiguos pobladores del paraje, algunos originarios y otros no. En muchos casos son familias que habitan el lugar antes de la creación de la Provincia, y el pueblo mapuche antecede la existencia de Argentina misma. Al decir "Rocco" se refiere al Sr. Rolando Rocco, el empresario local que según registros de la Secretaría Provincial de Bosques, consiguió concesiones forestales en terrenos fiscales en los ‘80. Luego el Estado le subsidió la implantación de pinos exóticos a través de la Ley 25.080 de Inversiones para Bosques Cultivados. A quien quiere talar el bosque nativo y plantar especies invasivas (acto que según la ley constituye "enriquecimiento del bosque nativo"), el Estado le cede el uso de la tierra y le financia su proyecto de lucro privado. Pero cuando una comunidad quiere habitar el bosque, se saca hasta los niños esposados a punta de arma. Ahora es Rocco quien impulsa los cargos contra la comunidad.
Mientras tanto, en ese espacio difuso del Poder Judicial, se hacen audiencias que hoy son más irreales aún por ser virtuales. En la pantalla se ve un juez, fiscales, abogados, peticionantes.
-A nadie se lo ha condenado por ningún delito, sin embargo los están privando de comer y de abrigarse -plantea Mauro Millán que como longko de otra comunidad pide al juez que libere el tránsito-. Hasta los presos tienen derecho a comer.
-Pero nadie está privado de su libertad -retruca la fiscal Betiana Cendón-. Cuando quieran, pueden salir, volver a sus casas y comer. Esto de los derechos humanos es un eufemismo.
Irse significa no poder volver. Significa renunciar al territorio; en esta disputa, la única carta que tiene Lof Quemquemtrew es su presencia física. El gobierno insiste tanto en el imperio de la ley, pero en vez de discutir los méritos de su postura con el debido proceso, su estrategia es obligar a sus contrincantes a que elijan entre renunciar a su reclamo o pasar hambre. Parece que nuestros fuegos nocturnos señalan bien este nuevo medievalismo. En pleno siglo XXI, la política oficial es un asedio.
El juez Ricardo Calcagno falla que entrar provisiones sería consolidar el delito y, por lo tanto, no lo permite. Evidentemente, la presunción de inocencia no rige. Antes de que haya investigación, ni mucho menos un juicio, sostiene que hay un delito.
-Estos derechos de los que siguen hablando -dice el juez- no los pueden reclamar de facto. Quienes vemos la transmisión en las pantallas nos preguntamos entonces, si no se permite actuar de facto, ¿qué hizo Julio Argentino Roca en la campaña militar de 1878 que le arrebató la Patagonia al pueblo mapuche? Además, el juez dice que no se puede reclamar derechos de facto y en la misma audiencia los niega de jure. Esto no deja ningún canal abierto. Parece ser el objetivo; todos los canales están siempre congestionados. Mauro, de nuevo, en otra de tantas audiencias inútiles: "Modificaron la Constitución en el '94 y nos dijeron que llegarían títulos comunitarios". Se refiere a la reforma constitucional del 1994 en que se sanciona el artículo 75 inciso 17 que reza: Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos, reconocer... la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano. Sigue Mauro, "Pero seguimos esperando. Esto no es un capricho; cuando se agotan las palabras a veces hay que actuar".
III.
Habrá que buscar cauces alternativos. Un cartón clavado en un tronco cuenta los días que la policía lleva prohibiendo entrar al territorio. Cuando marca 25, lo visito a Néstor Anticura, antiguo poblador mapuche de la Cuesta, en su casa, la más cercana al bloqueo del lado accesible. Néstor es una presencia constante en el acampe, pero necesito hablar en privado con él. Quiero juntar un equipo, calzarnos las mochilas como quien sale de trekking y entrar al territorio a pie, por atrás. Sé bien, aunque nunca lo dice nadie, que desde el principio, hubo gente entrando víveres así casi todas las noches. Es una vuelta de cinco kilómetros subiendo por el otro lado del valle. Salen de la casa de Néstor y él conoce el camino mejor que nadie. Lo que propongo tiene dos aspectos nuevos: que entremos personas no mapuche, y de día. Si llegamos, perfecto. Pero si nos para la policía, tendríamos las cámaras prendidas y preguntaríamos por qué no permiten que la gente camine por la montaña. Intentaríamos poner en evidencia lo ridículo e ilegal de su accionar. Nos pueden llegar a parar, demorar, hacernos volver y hasta detenernos. Pero dudo mucho que nos disparen, simplemente por no ser mapuche. Néstor habla poco y escucha mucho. Dice que cuando suba al territorio mañana preguntará qué les parece. Me voy y espero noticias. Dos días después, me encuentro con Roxana: "Néstor te espera el viernes", dice sin saber lo que significa, y me da un sobre cerrado con detalles.
Armar un equipo es difícil. Del grupo en el que había pensado, uno está recién operado y otra anda de viaje, pero varios más simplemente no se suman. Más de uno lo menciona a Rafael Nahuel. Al final sólo se prende Ada Augello, amiga y ex-colega de mis años en la radio, hábil como periodista y como caminante por igual.
El viernes a las 5:30, todavía bajo las estrellas, estaciono al lado de la alameda en la entrada de Néstor. Nos rodea una manada de perros sórdidos, uno cubierto de proto-rastas de grueso calibre, otro con un tumor o bocio colgando del cuello casi como una segunda cabeza. Néstor abre con cierto esfuerzo la puerta de madera gris y descascarada que se arrastra en el piso por las bisagras vencidas. En el cuarto del fondo, convertido en depósito, hay bolsas de verduras, latas apiladas y paquetes de yerba, harina, azúcar, fideos, arroz. Cargo mi mochila con alimentos, además de la cámara y el grabador. Arriba de todo, por fuera, ato un zapallo. En una zona sitiada, cada caloría vale.
Cuando salimos, es más de día que de noche. Néstor dice que mantengamos un buen ritmo hasta llegar al bosque por si la policía anda vigilando. Serpenteamos entre árboles dispersos hasta llegar a un imponente paredón de piedra y nos metemos en un cipresal. Bajamos una pendiente empinada en zigzag hacia el río, donde lupinos florecidos cubren la orilla. Descansamos mientras nos sacamos las botas y subimos los pantalones hasta la rodilla. Sumerjo la cara en el agua cristalina y trago sorbos gélidos. La Lof Quemquemtrew tomó su nombre de este río, que aguas abajo atraviesa El Bolsón. Aquí es todavía pequeño; apenas nos moja las rodillas. Si bien son sólo unos veinte metros de ancho, cuando llegamos al otro lado me duelen los dedos por el frío. Es agua de deshielo que lleva poco tiempo en estado líquido. Al otro lado, calzados de nuevo, cruzamos un camino rústico con ancho suficiente para un auto, pero no para cualquiera. En la base de una subida hay un cartel de madera pintado a mano: Poné primera y no aflojes, hermano!
Ahora ya estamos más allá de la línea policial y tal vez haya patrullas. "No usamos siempre el mismo camino," nos cuenta Néstor. "Lo vamos variando, así no nos pueden seguir las huellas ni quedarse esperándonos". Cruzamos una pampa ancha y verde donde pastan unos caballos, y en una parte mallinosa hundimos las botas en el barro a cada paso. Vamos ganando altura, y la última subida es seca y polvorienta. No queda otra que rozar el camino principal, el que está prohibido transitar.
-Si escuchás un motor, tirate entre las plantas -advierte Néstor, pero el único sonido es el viento, cada vez más fuerte.
Llegamos a una planicie sin follaje. Después de semejante huracán de fuego, todavía no vuelve ni el pasto y por todos lados vemos huellas en el polvo. No importa por qué ruta subas en el bosque, no hay alternativa a esta recta final por el llano incendiado. Todos los caminos terminan aquí, en esta tierra sin color. El suelo es pálido; la tierra, ya de por sí pobre y arenosa, se mezcla con ceniza, y de ese gris sólo salen los ganchos negros que fueron árboles. El cielo está cargado de nubes a la altura de las cumbres nevadas. La última etapa del viaje es una carrera de un kilómetro en medio de una foto en sepia.
Néstor tiene la estatura de un oso, pero camina con ritmo ágil. El viento corre con furia, y su poncho flamea como bandera de lana. Pasamos entre los esqueletos de madera, primero lauras y ñires retorcidos, luego filas prolijas de pino. Todos rectos como plomadas, todos de la misma edad, la misma altura, la misma especie. Todos carbonizados. Vamos en paralelo al camino de autos, a unos cincuenta metros como mucho. Los escondites posibles son tan escasos como los colores en este paisaje desgraciado. Ada baja su gorra de lana todo lo que puede, pero su pelo rubio es mejor protección que un chaleco antibalas. Por encima de su hombro, Néstor dice "si viene un patrullero, hay que hacerse invisible nomás".
De eso se trata. Yo, que no soy mapuche ni nací en este lugar, recorro este camino y lo puedo contar por haberlo vivido. Pero por más que uno vive inevitablemente en el centro de su propia historia, ésta no es mía. Que me toca ser invisible, y que eso a su vez es imposible.
Cruzamos el camino casi corriendo y saltamos el alambre al lado de la tranquera donde hace un mes nos mostraban las vainas servidas. Ese día no imaginé lo que tendría que hacer para volver. Nos saludan dos jóvenes abrigadísimos. La única piel visible es la franja alrededor de los ojos, pero de nuevo, los conozco. Uno, con la cabeza envuelta en una remera negra, es Fito, quien grabó el mensaje aquel primer día. El otro, de pasamontaña al mejor estilo Subcomandante Marcos, es Gonzalo Cabrera, a quien también conozco hace años. Aquí el viento es un compañero constante, pero hoy sorprende su ferocidad. Todo está en movimiento. El cielo parece una sábana que alguien corre por arriba de esta cama de piedra y madera y cinco personas agachadas en un rudimentario refugio. Hay tres paredes de troncos negros apilados; el cuarto costado está abierto. Arriba unos palos imitan cabios de un techo, pero sólo hay un plástico negro, roto al medio, que se sacude violentamente. Bajo ese aleteo intentamos hablar de la vida en estado de sitio. El bloqueo lleva un mes y es la primera vez que saldrán las voces del territorio hacia afuera.
Fito cuenta:
-Tenemos que vivir escondidos en el monte, continuamente recorriendo el territorio, viendo que no haya ningún movimiento raro. Muchas veces hemos tenido que dormir a la intemperie, terminás mojado. A veces tenemos que acomodarnos entre todos lo que somos, juntarnos para darnos un poco de calor.
Pero no le interesa pasar mucho tiempo con estos detalles.
-Hay días que estamos bien y días que estamos mal. Hay días que tenemos ganas de llorar, de gritar, porque es así. Pero eso tratamos de contenerlo, de saberlo sobrellevar. Estamos conviviendo acá en el territorio. Estamos siendo una familia.
Llega el Piojo, ve que estamos grabando y saluda con un puño levantado sin decir nada. Sigue su recorrido. Gonzalo arma un fueguito en el costado abierto del galpón. Fito sigue hablando.
-Hoy en día se está volviendo a reconstruir esto de lo antiguo, de volver a hacer lo que hacían nuestros abuelos. Es una conversa muy larga hasta que uno entra al territorio, no fue de un día para otro que se decidió recuperar este lugar porque era bonito. No, antes de poder instalarse, se hicieron varios trabajos, con el territorio, con los newenes del lugar.
Larga un mes de palabras en un saque. En contraste, casi podría contar con los dedos las palabras por hora de Gonzalo. De un morral saca una lata vieja con el borde doblado como pico vertedor. La llena de agua y la apoya entre las llamas. Ensilla un mate, levanta la lata-pava con un trapo y sube su pasamontañas un poco para meter la bombilla por debajo. Fito habla de la gobernadora Arabela Carreras.
-¿Qué diálogo quieren si tienen a toda la policía acá abajo? ¿Entonces qué clase de respeto quieren de nuestra parte si viven hostigándonos?
Fito habla. Ada y yo escuchamos. Gonzalo ceba mate. El viento aúlla. En un mundo complejo, este momento es así de sencillo.
A las dos horas, emprendemos la vuelta. El vendaval levanta ráfagas de ceniza y arena que nos vapulean los ojos. Con Néstor y Ada no hablamos casi nada durante la hora y media de caminata. Al llegar al acampe, vemos todo amarrado para pasar el temporal. Hace años que no se registran vientos tan fuertes. Caen árboles gigantes en El Bolsón y líneas eléctricas en Esquel. Vuelan techos en Bariloche.
IV.
Después de meses de ir y venir del acampe seguido, este domingo 21 de noviembre, me quedo en casa. Pasamos la tarde entre tareas de chacra. Los chicos ayudan hasta que salen a andar en bici. Como llegó el calor y ya no prendemos más la estufa, con mi compañera vamos acomodando el leñero.
Chilla mi bolsillo. Me quito un guante y saco el celular.
AHORA LOF QUEMQUEMTREW
disparan balas de plomo contra comuneros
HAY DOS HERIDOS DE BALA
Lo leo en voz alta porque ya estoy desviando mi rumbo hacia la casa. Mientras junto lo básico -cámara, cuaderno, agua, abrigo y una manzana- las campanas digitales suenan como una máquina de flíper. Tiro una bolsa de dormir y una linterna en el auto por si acaso. En quince minutos llego a una esquina céntrica de Bolsón. Somos unos diez y nos vamos organizando con apuro. ¿Qué autos hay? ¿Quién sube al territorio? ¿Quién va a la comisaría? En el medio de esto, me llega un audio de cinco segundos.
Acaba de llegar la ambulancia al hospital. Hay uno sin vida.
El tiempo se estrecha por un canal angosto y acelera aún más. Son seis cuadras hasta el hospital, donde un cirujano intenta heróicamente repararle a Gonzalo los intestinos perforados por dos balazos. En la puerta de la guardia está Néstor, con cara de ceniza. Normalmente es un hombre callado, pero ahora su silencio se ha vuelto un vacío, un retiro hacia un quietud cavernosa. Dice poco, sin nombres ni detalles pero con todo lo que debemos saber.
-Allá hay uno muerto. La ambulancia sólo trae a los vivos.
Hay un frenesí de preguntas, llamadas y mensajes, intentando saber qué pasa y coordinar acciones. A la vez, la cacofonía habitual de la vida se esfuma ante la muerte. Ocurren tantas cosas a la vez pero no es un caos sino una atención multipresente, prismática. Hay tanto para atender, tantos puntos de luz dispersos pero que se originan todos en un sólo rayo.
Me dirijo a la fuente de la luz. Por el medio de la tormenta nos miramos con Paula, otra ex-voluntaria de la radio.
-¿Vamos?
-Vamos.
Atravesamos la Cuesta a velocidades más altas que lo recomendable. Vamos directo a lo de Néstor, porque hace pocos días se trasladó el acampe allí. Pero no hay nadie. En breve llega otro auto. Ahora somos cinco. Volvemos a la línea policial, al predio con vista al territorio. Está todo bajo un extraño manto de calma. Hay cuatro policías en el retén, como siempre, pero no hay movimientos en el destacamento.
Entonces el grito que baja de la montana:
-¡Hay un muerto!
Ya lo sabemos, pero es otra cosa escucharlo rebotar entre las montañas con la última luz del día. El sol que hoy nunca se mostró se escabulle tras el manto gris y nos hundimos en el crepúsculo largo. Encendemos un fuego. Esperamos. Llega otro auto, y ahora somos diez. Hablamos despacito. Suposiciones, conjeturas, teorías. Miramos como suben las chispas intentando volverse estrellas. Sobre todo, esperamos. La policía no se mueve, el bosque está quieto, el aire también. En algún lugar del bosque adonde no podemos llegar, hay personas que mantienen la vigilia al lado del caído, sentadas como nosotros en este silencio largo, el frío que se espesa, la oscura vastedad alrededor.
A las 11 llega una ambulancia con Soraya y una médica. También un patrullero con un agente de criminalística. En la puerta del destacamento, iluminados por los autos y los destellos verdes de la ambulancia se negocia el procedimiento. Subirán para constatar el deceso y el detective sacará fotos para asegurar que siga todo igual mañana cuando llegue el equipo forense completo. La ambulancia sube con sus luces verdes inusitadas en el bosque de noche. En la ciudad, son para despejar el tránsito en el apuro de salvar una vida. Aquí no hay tránsito (está prohibido hace dos meses, ni hablar de la hora) y no hay ninguna vida que salvar. Pero titilan igual.
La noche avanza en esta tranquilidad incongruente, al contrario del día que viene. Vuelve la ambulancia y Soraya se baja en el fogón:
-Una vez más han matado a un peñi nuestro. Elías.
Elías Garay Cañicol. No conozco este nombre. Pero aquí conozco a muchas personas sin saber sus nombres.
A las siete ya es de día. La policía mantiene el camino cortado. No pueden subir dolientes a velar el muerto, tampoco la prensa. Pero hace falta investigar, bajar un cuerpo, hacer una ceremonia. El fiscal deja pasar a los familiares y a un equipo de negociación. Al rato vuelven Andrea Reile, abogada de la comunidad, y Mauro Millán con la postura de la lof: que entren los forenses, pero también que pueda pasar toda la gente para la ceremonia de eluwún. El fiscal acuerda pero necesita el visto bueno del juez, así que salen hacia el pueblo para armar el andamiaje legal para todo lo que vendrá.
Los demás seguimos esperando. El sol trepa alto; el frío nocturno ya se disipó. Sigue llegando gente. Moira Millán, hermana de Mauro, llega desde Pillán Mahuiza, el territorio recuperado donde vive, 300 kilómetros al sur. Betiana Colhuán Nahuel, única machi en lo que hoy se denomina Argentina, llega para conducir la ceremonia. Maxi, que me mostró las vainas aquel primer día trae banderas negras flameando en ramas de sauce. El sol del mediodía funde la tristeza, la rabia, el hambre y el cansancio en una aleación tediosa y desconcertada que nadie sabe manejar. Buscamos la escasa sombra sentados de a dos o tres bajo un pino ralo o del lado sur de algún auto. El sol y el polvo y la impotencia muelen la paciencia. Para algunos está desgastada por estas largas horas de espera o las semanas de aguante frente al retén, pero para otros se viene erosionando hace 140 años.
Como todos los días, la gente se junta delante de la línea de efectivos, quienes siempre mantienen caras de piedra. Durante dos meses se repitió tantas veces esta escena -la gente los putea, apela a su humanidad, golpea tambores frente a sus caras- y nunca reaccionaron. Pero esta vez es diferente. Ayer se murió alguien y todos presumimos que lo mató una bala policial. Los centímetros de aire entre las caras de los soldados y las de la multitud se vuelven tan sensibles como la nitroglicerina. En algún lado, algo lo detona y sin mediar palabras, la línea policial erupciona. Vuelan municiones de goma y salimos desperdigados como pelotas de billar.
La madre de Betiana, María, les arrima puteadas por el costado y a uno le pincha el hombro con el dedo. Moira los encara de frente. Ninguna de las dos supera el metro y medio. Los policías, con escopetas y escudos levantados, se ven fastidiados por estas abuelas rabiosas.
-¿Qué mierda se creen ustedes? -grita Moira, que en sus largos años como referente de su pueblo se volvió una oradora potente- Ayer mataron a un hombre y hoy ni siquiera dejan pasar a la gente para un funeral? Si alguno de ustedes cayera tendría todo el derecho a un entierro con dignidad. Si su familia quiere a un cura, pues habría un cura. Allá hay una familia que llora y no dejan pasar a la machi. ¿Ni pueden darle a un muerto su dignidad?.
Terminan los disparos y los piedrazos. Aparece frente a la policía una joven de catorce años. A esta altura sólo algunos pocos sabemos que en realidad este territorio se recuperó porque aquí Lilén se levantará como machi. De repente está sola frente a los uniformados, cuyos ojos apenas se ven por arriba los escudos. La postura de los policías sería buena para enfrentar a un maníaco con machete pero adelante tienen a una adolescente de cara redonda y un pañuelo floreado en la cabeza.
-¿Creen que nos pueden matar y esto se va a terminar? ¡Nos vamos a levantar una y otra vez por este territorio, nunca vamos a dejar de defenderlo, hijos de puta! -dice y clava un puñetazo en un escudo. El que lo sostiene recula y toda la línea se sacude y se reacomoda.
Justo en este momento vuelve la comitiva del pueblo con todo autorizado. Ni diez minutos después de repelernos a los tiros, la policía se corre del camino que ocupó durante dos meses y deja pasar a la caravana fúnebre. Una vez más, me encuentro frente a la tranquera de ramas y alambres, y aquí el grupo se divide. La gente mapuche entra para buscarlo a Elías y los no mapuche esperamos en la entrada durante la ceremonia.
Cuando salen con Elías una hora más tarde, primero escucho los kultrunes y el afafán como un trueno lejano que se acerca. Después a lo lejos veo las banderas negras en alto, luego entre el polvillo iluminado por el sol rasante aparece la muchedumbre de a pie. Brazos, cabezas, piernas y el centelleo de plata en las frentes y los pechos, y el trueno que crece, la cascada de afafán incesante. Las personas se vuelven un cuerpo unido, un cardumen que fluye entre los árboles quemados portando al que se va de este mundo. Nos absorben a quienes esperábamos y volvemos a ser uno solo. Apoyan la camilla con Elías, envuelto en tela blanca y cubierto de ramas de maqui, a tres pasos al lado mío. Lo rodean hombres con palos de sauce que golpean contra el suelo para luego levantarlos sin perder el ritmo y se percuten entre sí al centro de la ronda y la pulsación sube con los gritos y el golpeteo seco de la madera y apuntan al cielo. Una y otra vez los levantan y de algún modo el afafán sigue creciendo, brotando de un profundo reservorio de rabia y tristeza y gritamos como si Elías saliera de este universo a pura fuerza de sonido y nos tocara a nosotros darle el empujón suficiente para que llegue a esa costa desconocida que espera del otro lado.
Se abre un espacio alrededor de Elías y dos trabajadores fúnebres lo levantan y lo cargan y sólo cuando el vehículo desaparece por el camino empieza a menguar el afafán, como la estela de un barco que lame la orilla cuando pasa y luego vuelve la calma. En inglés la palabra wake es estela y también velorio; ¿hay algo en eso de la última chance de sentir las ondas que levanta una persona en su pasar por el mundo?
El Piojo levanta una mano y pide nuestra atención. Se apoya en un palo firme, y su cara está envuelta en un pañuelo negro como siempre.
-Es la primera y la última vez que saco a un peñi así del territorio.
V. Epílogo
En este día invernal del 2024 convergemos de nuevo para pensar un nuevo desafío: Lof Quemquemtrew enfrenta un juicio por usurpación. Cuando arrebataron la vida de Elías todavía no sabíamos que sus asesinos no fueron policías sino empleados del empresario Rocco, Martín Cruz Feilberg y Diego Ravasio, que la policía dejó pasar el retén armados. No sabíamos que serían condenados ambos, pero que al tiempo Feilberg lograría dar vuelta la condena por no haber apretado el gatillo él. Y ahora está la comunidad en el banquillo de los acusados.
Afuera el frío es moderado pero se hace sentir. Adentro la salamandra arde con ganas y dejamos tirada una pila importante de abrigos delante del poncho en proceso que se estira sobre el telar de Romina. Circula la palabra, circulan mates, facturas, pizza, choripán. Se comparte otro rato en este lugar al que costó tanto llegar. En un momento se levanta Romina y dice, "Vamos a hacer purrún". A danzar, entonces.
En el rewe, el lugar de ceremonia, damos vueltas en ronda al ritmo del kultrún. Somos unos veinte, entre familiares y amigos. La mitad son mapuche, la otra mitad no. En un momento dado Romina, sin explicación ni nada grandilocuente, nos indica a los no mapuche que nos quedemos por un costado. "Tranquilos nomás, que ahora trabaja Lilu". Y ella, que a sus diecisiete años aún no es machi pero lleva muchos años en ese camino, se va metiendo en ese pliegue entre este mundo y otro. No corresponde hablar de lo que allí sucede por lo íntimo de un delicado trabajo espiritual. Pero además, transmitir una serie de acciones o elementos sería como describir una sinfonía explicando cómo se mueven los arcos de los violines.
Todavía no sabemos que la jueza Romina Martini le dará la razón a Rolando Rocco y ordenará el desalojo de la comunidad. Que ésta es una de las últimas ceremonias aquí, por lo menos por ahora. En esas vueltas que damos al rewe, en ese viaje sin cambiar de lugar, en el viaje de Lilén a otro plano, en el que nos hayan abrazado a quienes llegamos de otros lugares para que también tengamos un vínculo con éste, se siente que a veces los viajes son invisibles y que el más potente puede ser la permanencia. Que por lo mucho que costó llegar hasta aquí, habrá que seguir luchando para volver.
Lilén vuelve de donde haya estado con la cara enrojecida. Compartimos un vaso de muday. Y arriba nuestro pasan tres cóndores. Vemos sus cabezas blancas, sus plumas extendidas en silueta contra el cielo azul. Pasan, dan unas vueltas lentas y siguen viaje.
Ilustración: Delfina Filloy y Ana Gonzalez
Fuente: En Estos Dias