Cultura

Raymundo Gleyzer: Cuando el arte se vuelve subversivo para el poder real

A 49 años de su secuestro y desaparición forzada, la figura de Raymundo Gleyzer sigue encendiendo pantallas, conciencias y voluntades. Su vida y su obra son una advertencia: hacer cine político en América Latina puede costar la vida.

Raymundo Gleyzer no sólo filmó con la cámara, también con la historia. No sólo rodó películas, sino que dejó trazado un camino. A 49 años de su desaparición, su nombre resurge cada 27 de mayo, Día del Documentalista, para recordarnos que el cine puede ser tan poderoso como un panfleto, una huelga o una barricada.

El 27 de mayo de 1976, un grupo de tareas de la dictadura cívico-militar lo secuestró a plena luz del día en la puerta del Sindicato Cinematográfico Argentino. Desde entonces, permanece desaparecido. Tenía 34 años. Era padre, compañero, militante y uno de los realizadores más lúcidos y combativos que dio América Latina.

Un cine de combate

Raymundo había nacido en Buenos Aires en 1941, hijo de Jacobo Gleyzer y Sara Aijemboin, fundadora del Teatro Popular Judío. Su formación fue tan diversa como intensa: estudió Ciencias Económicas en la UBA, pero abandonó para estudiar cine en la Universidad Nacional de La Plata. Fue discípulo de José Martínez Suárez y admirador de Fernando Birri.

Su cine nació en la calle, en los barrios, en las fábricas, en los sindicatos. Su lenguaje era el del pueblo organizado. Formó parte de la Asociación de Cine Experimental y del grupo Cine de la Base, junto a Juana Sapire, Álvaro Melián, Nerio Barberis y otros. El objetivo era claro: "colectivizar la inteligencia", crear un cine que fuera útil a la lucha de clases. No entretenimiento: herramienta de combate.

Filmó 14 obras, entre ellas documentales fundamentales como La tierra quema (1964), México, la revolución congelada (1971), y Ni olvido ni perdón: la masacre de Trelew (1972). También realizó una de las más agudas ficciones políticas del cine latinoamericano: Los traidores (1973), que cuenta la historia de un sindicalista peronista que traiciona a sus bases. Filmada en la clandestinidad, fue exhibida en comedores, sindicatos y villas, desafiando a los aparatos burocráticos y represivos.

Del lente a la lucha

Raymundo fue más que un cineasta. Fue un militante revolucionario. Su paso del Partido Comunista al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), brazo político del ERP, refleja la radicalización de una generación que buscaba transformar el mundo, no representarlo. Sabía que su arte era peligroso. Lo sabía y no se detuvo.

Fue camarógrafo en Canal 7 y Canal 13, donde documentó la vida en las Islas Malvinas. Viajó por Europa del Este, Cuba y México con Juana Sapire, su compañera de vida y sonidista. En 1971 filmó México, la revolución congelada, una denuncia demoledora sobre la traición a los ideales revolucionarios. Censurada en Argentina, fue premiada en Locarno, Mannheim, Adelaide y proyectada en festivales como Cannes y Berlín.

También retrató la brutalidad empresarial en Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, un cortometraje sobre el saturnismo sufrido por obreros metalúrgicos. Siempre en tensión con el poder. Siempre desde abajo.

Una desaparición que sigue hablando

Su secuestro fue un mensaje mafioso: el poder teme a quienes piensan y organizan desde el arte. Pero el mensaje no logró su objetivo. Lejos de acallar su obra, su desaparición convirtió a Raymundo en emblema. Su legado creció. Se multiplicó. Se proyectó. Se convirtió en memoria activa.

Desde el exilio, sus compañeros realizaron en 1979 el cortometraje La Triple A son las tres armas, basado en la "Carta Abierta a la Junta Militar" de Rodolfo Walsh. Juana Sapire, su compañera, se convirtió en guardiana de su memoria. Junto a la periodista Cynthia Sabat, escribió Compañero Raymundo, un libro fundamental para comprender no sólo al artista sino al ser humano que vivió para transformar.

El cine como revuelta

El cine documental argentino es hoy uno de los más valorados del mundo. Diverso, experimental, híbrido. Pero su raíz sigue siendo la misma: denunciar, visibilizar, contar lo que los grandes medios ocultan. Gleyzer fue pionero. Su estética no fue academicista, sino popular. Su narrativa no fue complaciente, sino provocadora.

Su obra no envejece porque sus temas siguen vigentes: la traición política, la represión estatal, el rol de los medios, la lucha obrera, el imperialismo. Lo que denunció en los ‘70 puede leerse hoy en clave contemporánea, en un país donde la represión se recicla, la pobreza crece y las democracias tambalean bajo el peso del ajuste.

En un contexto donde muchos artistas callan o pactan, Raymundo sigue siendo el ejemplo incómodo de lo que significa comprometerse hasta las últimas consecuencias. Su frase resuena con fuerza en cada proyección: "Nosotros no hacemos films para morir, sino para vivir mejor. Y si se nos va la vida en ello, vendrán otros que continuarán".

Un legado de fuego

Raymundo Gleyzer no desapareció. Su rostro está en cada pantalla que se enciende para proyectar verdades. Su voz resuena en cada documental que pone el cuerpo a la historia. Su ética es un faro para las nuevas generaciones que se animan a mirar al poder a los ojos y filmar sin permiso.

En tiempos de negacionismo, persecución y censura, reivindicar su figura es un acto de resistencia. Porque Raymundo no fue una víctima pasiva: fue un combatiente. Uno de los mejores. Y como todo revolucionario auténtico, su huella no se borra. Se multiplica.

Fuente: Orsai