Opinión

La hipernormalización ante el colapso

 Por Gil-Manuel Hernàndez i Martí* 

En su estudio sobre los últimos tiempos de la Unión Soviética, Todo era para siempre hasta que dejó de existir, publicado originalmente en 2005, el antropólogo ruso Alexei Yurchak (2024) acuñó un concepto fundamental para entender las formas de vida atrapadas en sistemas moribundos: la hipernormalización. En ese contexto, el aparato estatal, los ciudadanos y las estructuras sociales sabían -en diversos grados- que el sistema soviético ya no funcionaba. La retórica oficial se había vaciado de sentido. Se había convertido en una ficción absurda. Sin embargo, todos continuaban actuando como si el orden vigente aún tuviera vigencia. No porque creyeran en él, sino porque no se podía imaginar otra cosa que aquel régimen que hacía aguas por todas partes, aunque todos disimularan y simularan que no era así. La falsedad era hipernormal. El absurdo se volvió rutina. El colapso del sistema, aunque visible en múltiples señales, fue vivido como algo impensable, inconcebible, inimaginable.Como ha subrayado Iván de la Nuez (2024), el estudio de Yurchak rastrea aquellos ecos de la vida cotidiana que acompañaron la hecatombe del socialismo tardío, marcados por un curioso fenómeno: en lo grande y en lo pequeño la gente se acercó al precipicio convencida de que su mundo era inmortal. Que ese mundo estaba apuntalado «para siempre», como las grandes estatuas del realismo, los discursos grandilocuentes, los desfiles infinitos, los planes monumentales, las conquistas en la estratosfera, la inmersión en la carrera nuclear, los éxitos deportivos. Pura apariencia. De modo que cuando el sistema soviético empezó a agonizar, pese a los síntomas cada vez más elocuentes, su desaparición no cupo en la cabeza de la sociedad ni en la de sus élites: «Más bien al contrario, ese desplome sucedió a la sombra de un pacto implícito entre la Nomenklatura y la gente común para desviar la mirada y seguir con la inercia». Para De la Nuez, semejante indolencia, compartida ante el desastre, es descrita con un término inequívoco: hipernormalización. El lema de aquella hipernormalidad, de aquella aparente inmutabilidad bajo la que todo se estaba transformando, parecía ser este: «que nada cambie para que todo cambie». Sin embargo, y he ahí otra paradoja destacada por Yurchak (2024:20), «si bien la caída del sistema era inimaginable antes de que comenzara, no sorprendió a nadie cuando sucedió».

Como prosigue De la Nuez, en el mundo capitalista el crack financiero de 2008 encendió todas las alarmas y planteó la duda sobre la extendida superstición de que el capitalismo sería, también, «para siempre». Fue entonces, que el cineasta y escritor británico Adam Curtis adaptó en 2016 el concepto de hiperrealismo en un documental, sobre la crisis del capitalismo tardío, titulado HiperNormalisation. En el documental, Curtis explica y argumenta cómo, desde los años setenta del siglo pasado, gobiernos financieros y tecnoutópicos han construido un auténtico «mundo mentira», dirigido por corporaciones y mantenido estable por los políticos. Pero, a diferencia de Yurchak, que busca en el subsuelo de lo visible, Curtis se mueve por lo evidente y epidérmico, por imágenes que los medios bombardean sobre nosotros. Como sucedió en la Unión Soviética, el sistema no sabe o no quiere saber de su desplome, que es bien real y se manifiesta en múltiples evidencias. De ahí tanto negacionismo promovido por el poder. El sistema en crisis terminal no se quiere conocer a sí mismo, pues se ha basado en la fe en su eternidad, en estar hecho para siempre: «Por eso, la hipernormalización -un concepto fértil donde los haya- nos sirve para entender las crisis respectivas del comunismo, del capitalismo y de lo que hoy se ha dado en llamar mundo postdemocrático.» (De la Nuez, 2024). El porvenir del capitalismo era radiante y también se nos anunció que era para siempre, pero cada día que pasa se atisba más su hundimiento, su finitud, es decir, su colapso.

Como sintetiza Miguel Cane (2025), el concepto de hipernormalización posee una relevancia en la sociedad contemporánea tan acusada que parece haber sido inventado ayer. Para este autor «el concepto describe un fenómeno en el que la realidad se vuelve tan compleja, caótica y absurda que las personas, incapaces de comprenderla o cambiarla, optan por aceptar una versión ficticia y simplificada de la misma. Es una especie de pacto colectivo: todos sabemos que el sistema está podrido, pero fingimos que no es así para poder seguir adelante. Yurchak lo llamó "hipernormalización" porque, en lugar de normalizar, llevamos la ficción a un nivel hiperbólico, donde la mentira se convierte en la norma (...) La hipernormalización no es solo un concepto académico; es una realidad cotidiana, un mecanismo de supervivencia en un mundo que parece decidido a implosionar.»Por eso sostenemos que ese mismo mecanismo psicosocial de hipernormalización se ha redefinido a escala global en el presente. Hoy, en medio de un colapso civilizatorio multidimensional -climático, energético, económico, institucional, cultural-, el mundo contemporáneo vive en una hipernormalización a escala planetaria. A diario se multiplican los signos del fin de una era, pero se sigue operando bajo las coordenadas del crecimiento infinito, el progreso, la innovación salvadora y la restauración imposible de una normalidad que ya operaba mediante una lógica de crisis recurrentes antes del derrumbe final. Vivimos en un mundo donde todo parece continuar, aunque todo esté desmoronándose.

La hipernormalización es una paradoja: al imponer la ficción de que el sistema es estable, los poderes dominantes que viven de él no lo salvan, sino que agravan su colapso. Ignorar las señales de crisis -económicas, ecológicas, psíquicas, sociales- no detiene el deterioro: lo acelera de forma corrosiva y descontrolada. Así, al tratar de preservar la normalidad, lo que realmente se consigue es intensificar el colapso civilizatorio. A mayor hipernormalización más se reproducen las disrupciones en las estructuras del sistema. Dicho de otro modo, la hipernormalización intensifica el colapso y aumenta las probabilidades de que sea caótico y catastrófico. Esta es la paradoja que urge explorar si queremos recuperar alguna forma de lucidez colectiva.

Un colapso evidente, pero inaceptable

A estas alturas, se acumulan los datos demoledores. El sistema climático ha superado puntos de no retorno. Los recursos fósiles de alta calidad se agotan o se tornan inaccesibles. La biodiversidad colapsa a un ritmo sin precedentes. La economía mundial, sostenida por la deuda y la ilusión monetaria, se tambalea bajo el peso de sus propias contradicciones. La desigualdad social y la disolución del tejido comunitario avanzan en paralelo. Las guerras resurgen como forma sistémica de reorganización del mundo. El clima entra en una fase caótica y de retroalimentaciones no lineales. Y las instituciones democráticas pierden legitimidad debido a su incapacidad para responder a la emergencia estructural. A ello se suma una multitud de signos -particularmente evidentes en el Sur Global y en las periferias del Norte Global- que desmienten la narrativa dominante de que todo va bien, y que revelan la farsa de la normalidad junto a múltiples anomalías y disrupciones que parecen desafiar el orden imperante.Sin embargo, frente a todo ello, la reacción dominante no es el reconocimiento, ni la transformación, ni siquiera el planteamiento de un debate radical. La respuesta consiste en una negación organizada, en el simulacro de gestión, en la pantomima de continuidad, en una huida hacia adelante. Exactamente eso es lo que el proyecto político del neoliberalismo -hoy transfigurado en necroliberalismo- procuró garantizar de forma expeditiva desde que, en 1973, aparecieron las primeras dos señales inquietantes del colapso civilizatorio: la crisis energética y las conclusiones del estudio Los límites del crecimiento. Muchos años después, pese a las evidencias del fracaso y destrucción causados por la gestión neoliberal de un capitalismo acorralado por sus contradicciones, los gobiernos presentan planes de recuperación y transición, las corporaciones redoblan sus promesas verdes, los medios de comunicación convierten las catástrofes en eventos rutinarios u oportunidades de inversión, y las poblaciones, exhaustas y precarizadas, se aferran a la ficción de que todo sigue siendo más o menos normal.

En esta lógica, el colapso no se presenta como una quiebra, sino como un flujo interminable de crisis sucesivas. La sequía es una anomalía climática. El aumento de precios, una distorsión coyuntural. El fascismo, un brote aislado. La crisis energética, un problema técnico. Todo se fragmenta para que nada se entienda en su totalidad. Pero no es así: la anormalidad se extiende.

Hipernormalización: el arte de fingir que todo sigue igual

La hipernormalización es una forma de consenso forzado, una suerte de teatro de lo cotidiano donde nadie cree verdaderamente en lo que dice, pero todos se comportan como si creyeran. No porque haya una conspiración, sino porque las estructuras sociales, mentales y afectivas están diseñadas para no permitir otra cosa, por pura inercia. Se trata de un autoengaño sistémico que surge cuando la ruptura del orden es tan profunda que ninguna institución puede nombrarla sin desintegrarse. Se impone el tabú.En esta dinámica hipernormalizada, los distintos actores sociales desempeñan roles perfectamente sincronizados dentro de la ficción colectiva. Las élites son perfectamente conscientes de lo que viene y ya optan abiertamente por la secesión ecocida y genocida. Los políticos, atrapados en una lógica cortoplacista de legitimación basada en la apariencia de control, siguen haciendo promesas vacías, no porque ignoren la gravedad de la situación, sino porque su supervivencia institucional depende de sostener la ilusión de que todo puede arreglarse sin cambiar lo fundamental. Los tecnócratas, por su parte, elaboran planes imposibles, cargados de jerga técnica y objetivos estratégicos que, en el fondo, nadie cree realizables. Sin embargo, estos planes funcionan como tranquilizantes sociales y como mecanismos para evitar que se cuestionen los modelos estructurales que los sustentan, permitiendo así que las grandes corporaciones sigan aumentando sus beneficios. Los medios de comunicación cumplen su papel como guardianes del simulacro, seleccionando cuidadosamente lo real mediante recursos narrativos que evitan el pánico, la politización radical o el despertar colectivo; lo urgente desplaza a lo importante, y el espectáculo sustituye al análisis. Mientras tanto, la gente común reprime su intuición profunda de que algo no va bien, porque carece de espacios seguros y compartidos para pensar en voz alta el derrumbe, para nombrar sin miedo aquello que ya se intuye pero cuya enunciación abriría un abismo emocional y práctico para el cual nadie ha preparado herramientas de contención.

Así, la hipernormalización no es solo un fenómeno de las élites. Es también una forma de supervivencia emocional para millones de personas. Reconocer el colapso, mirarlo de frente, no es simplemente un acto intelectual: es un salto existencial. Implica reconocer que no hay marcha atrás, que el mundo que conocíamos ya no existe, y que todo está por reconfigurarse en condiciones inciertas.

Una mancha extraña en el cielo, un filtro gris en el mundo

Según Albert Lloreta (2025): «Todo es absurdo, sí, pero nuestra vida aún es aparentemente normal, así que nos refugiamos en ella. Vamos tirando en este ambiente extraño. Es más como si, no sabemos exactamente desde cuándo, hubiera una mancha extraña en el cielo, que no debería estar ahí, y la mirásemos de reojo mientras vamos hacia el trabajo (...) La hipernormalidad de hoy se parece a la de los últimos días soviéticos. Parece que el sistema de valores y certezas en el que hemos crecido se está resquebrajando, pero seguimos adelante por inercia. Nos aferramos a la ficción de normalidad de nuestra vida y hacemos como si no viésemos cómo crece, día a día, la extraña mancha en el cielo.»

Como complemento a la metáfora de esa extraña mancha en el cielo, que Lloreta identifica con el inmenso poder alienador de las tecnologías de Silicon Valley, quizá la hipernormalización que vivimos pueda entenderse también como la negación de una especie de filtro gris, que se interpone entre nosotros y la realidad del mundo, y que va más allá del enorme poder de las corporaciones tecnológicas contemporáneas. Se trata de una metáfora que alude a una capa difusa, casi invisible, una especie de niebla, velo o película atmosférica que evidencia el implacable deterioro sistémico del mundo conocido. Este filtro no es constante ni uniforme: a veces se vuelve más espeso, más opaco, más físico, especialmente cuando ocurren episodios cada vez más catastróficos que hacen emerger con brutalidad las señales del colapso; en otras ocasiones, parece disiparse ligeramente, permitiendo que la ficción de la normalidad se imponga de nuevo como regla aparente. Pero la imaginación, la sensibilidad y lo onírico lo captan como un silencio sobrecogedor, también como una reverberación de fondo, a veces incluso accesible a los sentidos. Y las emociones, los sueños y el arte lo expresan, aunque sea de modo inconsciente.Este filtro gris se insinúa con mayor fuerza más cuanto más buscamos mantener la ilusión de continuidad, hacer ver que todo sigue igual, que no pasa nada, que no existe tal filtro. Se trata de algo más sutil que un meteorito, lo que favorece la insensibilidad o la indiferencia general. Al fin y al cabo, como sostiene Lloreta (2025), «la hipernormalidad está llena de gente acostumbrada». Pero es precisamente ese esfuerzo por negar la evidencia lo que contribuye a reforzar su presencia. Porque cuanto más se insiste en disimular, más se acumulan los signos de descomposición, más se revelan las fisuras del sistema, más se delata el gris crepuscular, cada vez más palpable, la insostenibilidad de la situación. Puede ser el gris ceniza tras un incendio forestal de nueva generación, el cielo plomizo después de una dana destructiva, el humo terrible que queda cuando cesa un bombardeo genocida, el aire viciado por la contaminación, una nube tóxica por un escape químico o el gris brillante de la calima durante un día inusualmente tórrido de primavera. Como muestran magistralmente las estremecedoras imágenes del documental Homo Sapiens (2016) del austriaco Nikolaus Geyrhalter, cuando llega el colapso -hundimiento del socialismo real, Fukushima, crisis de 2008- queda un arrasado paisaje de ruinas contemporáneas donde un gris decadente prevalece, visualmente incluso, mientras Gaia recupera con un verde desbordante el territorio que le fue arrebatado.

Lo más perverso de la hipernormalización contemporánea es que ha capturado incluso nuestra capacidad de imaginar alternativas. O, en este caso, el fin del simulacro de normalidad. La hipernormalización se refuerza a sí misma. Esta captura opera a través de múltiples dispositivos: la cultura del entretenimiento permanente, el consumo como refugio afectivo, la tecnofilia como promesa de salvación, el relato del emprendimiento como vía de superación individual, las ofertas banales del supermercado espiritual, la rebelión convertida en marca comercial. Todo conspira para bloquear la pregunta radical: ¿cómo vivir de otro modo, fuera de este sistema?

Incluso los discursos aparentemente críticos pueden ser pervertidos y absorbidos por el agujero negro del simulacro capitalista: la sostenibilidad se transforma en un nuevo nicho de mercado, la resiliencia en la capacidad de soportar lo insoportable, y la transición en un aséptico proceso sin ruptura. Se nos ofrece un horizonte de cambios cosméticos para impedir cualquier transformación profunda. El colapso se convierte en la expresión más acabada del capitalismo catabólico: una nueva oportunidad de negocio. Y la esperanza genérica, en un antídoto descafeinado -ero rentable- contra el miedo.

Salir del hechizo: verdad, duelo y comunidad

Frente al hechizo de esta hipernormalización global, no basta con denunciar. Es necesario interrumpir la lógica del simulacro, abrir nuevos espacios alternativos. Esto significa no instalarse en la desesperación, sino recuperar el sentido del límite y la posibilidad de reconfigurar la vida desde abajo, en comunidad, en lo pequeño, en lo concreto.Salir de la hipernormalización no es simplemente un acto de crítica intelectual, sino un proceso vital que exige atravesar varias capas de verdad, dolor y reconstrucción. En primer lugar, implica nombrar el colapso, no como un cataclismo distante o una posibilidad remota, sino como un proceso ya en marcha, tangible en nuestras vidas cotidianas, en los cuerpos agotados, en los territorios depredados, en las instituciones que apenas se sostienen. Pero nombrarlo no es suficiente: es necesario también reconocer el duelo, aceptar sin cinismo ni dramatismo que estamos viviendo el fin de una era, y que esto conlleva pérdidas reales -de certezas, de paisajes, de seguridades, de modos de vida- que deben ser lloradas antes de poder ser transformadas. Solo entonces puede cultivarse una lucidez profunda, una mirada clara que evite tanto el catastrofismo paralizante como el optimismo ingenuo, y que sepa habitar la complejidad sin necesidad de consuelos prefabricados. En ese contexto, se vuelve urgente reconstruir vínculos comunitarios, no como romanticismo del pasado ni como consigna ideológica, sino como necesidad concreta: porque solo en el tejido relacional, en la cooperación cotidiana, en la reconstrucción de formas de apoyo mutuo, pueden germinar formas de vida viables y deseables en un mundo que ya ha comenzado a tomar forma, aunque aún no sepamos nombrarlo del todo.

El colapso no es un apocalipsis hollywoodiense. Es una larga transformación que ya está en marcha, si bien aumentan las señales de que puede acelerarse con acontecimientos catastróficos y eventos disruptivos. Pero mientras sigamos fingiendo normalidad, mientras sigamos atrapados en la hipernormalización, no estaremos ni siquiera en condiciones de comenzar a vivirlo con dignidad.

Vivir en la grieta

La historia no se detiene, aunque muchos finjan que sí. Puede ralentizarse, torcerse, encubrirse bajo capas de burocracia, espectáculo o miedo, pero su impulso no cesa. Las estructuras que parecían eternas terminan por desplomarse, a veces con estrépito, otras con un silencio apenas perceptible. Las ficciones colectivas que sostenían el mundo -el progreso indefinido, la supremacía de la razón técnica, el dominio sobre la naturaleza- muestran sus costuras, sus límites, sus quiebras irreparables. Los más diversos regímenes colapsan, no solo cuando caen sus ejércitos, sino cuando ya no consiguen que su relato sea creído ni siquiera por quienes lo repiten. Sin embargo, y esto es esencial, en cada grieta o intersticio de ese orden en ruinas, en cada fisura del simulacro, germinan también otras formas de estar en el mundo: prácticas modestas, comunidades rebeldes, lenguajes nuevos, sensibilidades que se desmarcan del ruido dominante.

Es posible que ya no nos corresponda la tarea heroica -y profundamente arrogante- de salvar la civilización tal como la hemos conocido. Quizá eso no solo sea imposible, sino también indeseable. Tal vez nuestra responsabilidad sea otra: acompañar su final con sabiduría, justicia y compasión. No como quienes esperan una catástrofe mundial, sino como quienes se preparan para un parto difícil; no como salvadores, sino como cuidadores del tránsito, guardianes de la dignidad en el umbral de un mundo que se agota y otro que apenas comienza a nacer.

Como escribió Yurchak a propósito del derrumbe soviético: «todo era para siempre, hasta que dejó de existir». Hoy, esa frase resuena con más fuerza que nunca. Nos recuerda que incluso los sistemas más sólidos pueden desvanecerse de repente, cuando ya no queda nadie que los sostenga en su delirante ficción. La cuestión, entonces, no es cuándo llegará ese momento, ni cómo será. La pregunta es mucho más íntima y urgente: ¿cuánto tiempo más seguiremos fingiendo que esto sigue siendo normal? ¿Cuánto más invertiremos en preservar la máscara de la continuidad? Quizás lo verdaderamente revolucionario, para romper con la hipernormalización que sostiene lo insostenible, sea aprender a percibir -en toda su crudeza- ese filtro gris que ya lo impregna todo y que nos empeñamos en no reconocer.Casdeiro, a partir de una imagen de Frank Wagner en Pixabay.

Bibliografía

- Cane, Miguel (2025): «Hipernormalización: El arte de mirar hacia otro lado mientras el mundo arde«, Purgante. Revista de Cultura y Artes.

- De la Nuez, Iván (2024): «Hipernormalización«, Palabra Pública,

- Lloreta, Albert (2025): «Una taca extranya al cel«

- Yurchak, Alexei (2024): Todo era para siempre hasta que dejó de existir, Madrid, Siglo XXI.

*Profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. Autor de La condición global. Hacía una sociología de la globalización (2005), Sociología de la globalització. Anàlisi social d'un món en crisi (2013) o Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (2015).

Fuente: 15-15-15