Deshumanización: Un fenómeno que se encarna en el odio que circula y se institucionaliza Por Gustavo Fernando Bertran*
La práctica de deshumanización es propia de las épocas sostenidas en la crueldad y en la pasión odiosa. Una práctica que se aceleró como efecto pospandémico: es más fácil odiar al otro, al Estado, al político de turno, que a un virus. Un virus que nos quitó años de vida, familiares, amigos y que además nos perjudicó económicamente. También tenemos una causa velada, tapada, eclipsada por los propios actores, que es la que genera la devastadora y obscena concentración de riqueza, simplemente porque la desigualdad extrema produce dolor y odio.
La pandemia hubiera terminado mucho antes si no se hubieran concentrado las vacunas en los países llamados centrales. Se pensó erróneamente que la salida era individual, y no colectiva. Al mismo tiempo, nos golpeó en el narcisismo cientificista, en esa certeza ilusoria de que todo lo podía, y en la creencia de que una pandemia de estas características no podía suceder en la contemporaneidad.
Las redes sociales se volvieron indispensables para propagar esta nueva pandemia del odio.
La deshumanización se construye, se fomenta, se estimula en una práctica sostenida en el odio, donde al sujeto se lo despoja de toda humanidad, convirtiéndolo en una cosa, en un objeto. Un objeto que se puede desechar, abandonar, empobrecer, encarcelar, torturar y matar. Sin culpa, sin moral, sin ética.
Evidentemente, esta práctica funesta no sostiene al sujeto en su diferencia; por el contrario, busca hacerlo desaparecer de una u otra manera. El mejor ejemplo de lo situado es lo perpetrado hacia la expresidenta, que no alcanzó con deshojarla de toda humanidad mediante los grandes medios masivos, en un hecho reconocido por los mismos editores. No alcanzó con el intento de asesinarla que hoy la quieren proscrita, amordazada y presa.
Lo situado tiene profundas implicancias sobre la sociedad, lo que produce angustias, tristezas y desazón tanto en lo social como en lo singular. La deshumanización tiene un peso mental complejo y devastador.
En el ámbito internacional, tenemos el horror de lo que está sucediendo en Gaza. Bombardear hospitales, escuelas, campos de refugiados, convoyes con ayuda humanitaria, matar niños, son expresiones de una pasión odiosa y de una crueldad inconmensurable. El odio es una pasión del ser que no soporta la existencia del otro como diferente.
Un cirujano estadounidense que fue voluntario en Gaza ha dado su testimonio ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Aseguró que, en cinco semanas, no trató a ningún combatiente, sino a niños "con metralla en el corazón y balas en el cerebro". Agregó también: "Prevenir el genocidio significa negarse a normalizar estas atrocidades. Significa negarse a deshumanizar a los palestinos".
En el ámbito local, los ejemplos sobran. La administración actual es, en sí misma, cruel. Muchos se detienen en el diagnóstico del primer mandatario, pero eso no es lo verdaderamente relevante. Lo destacable es su profunda pasión odiosa, su desprecio por el otro y su crueldad.
Negar medicamentos a jubilados, a pacientes oncológicos, cerrar hospitales de salud mental, desfinanciar un hospital de niños: todos son actos criminales y profundamente deshumanizantes. Insultar y descalificar a una vicepresidenta, a un jefe de Gobierno, a una cantante, a un actor, a periodistas, incluso a un niño de 12 años, resulta intolerable en cualquier gobierno democrático.
Estos actos de crueldad, tanto en el plano local como en el internacional, se sostienen con la peligrosa pasión por la ignorancia, fingiendo demencia. Es un acto consciente o inconsciente de no querer saber.
El problema es que, si no ponemos un límite a través de la justicia local e internacional, estaremos avanzando hacia la barbarie y hacia una crueldad extrema.
Un párrafo merece la justicia local: actualmente, salvo un pequeño grupo que defiende los derechos constitucionales, la gran mayoría solo parece trabajar para encarcelar pobres y peronistas.
La decisión de deshojar la humanidad al otro envuelve la propia deshumanización con el peso mental que esto implica. Salvo que sea un canalla que por definición es es un sujeto que no sostiene la verdad y que arrasa con la subjetividad del otro, despojándolo de toda humanidad.
La mayoría de las personas son buenas. No quieren concentrar riqueza a expensas de generar pobreza o sostener una inflación y un Producto Bruto Interno del cementerio. Son solidarias y sufren física y mentalmente este nuevo proceso de reorganización deshumanizante y cruel. Estamos aún a tiempo de enterarnos. Y de poner un límite a semejantes atrocidades.
Apostemos a la palabra, a la defensa de la diferencia, a la justicia, al límite y a la democracia. No como palabra vacía, sino como acto radical de humanidad. Porque lo que está en juego no es solo la salud mental individual y colectiva, sino la posibilidad misma de seguir siendo humanos.
*Psicoanalista y licenciado en Ciencias de la Psicología (UBA)
Fuente: Página 12
Por Gustavo Fernando Bertran*
La práctica de deshumanización es propia de las épocas sostenidas en la crueldad y en la pasión odiosa. Una práctica que se aceleró como efecto pospandémico: es más fácil odiar al otro, al Estado, al político de turno, que a un virus. Un virus que nos quitó años de vida, familiares, amigos y que además nos perjudicó económicamente. También tenemos una causa velada, tapada, eclipsada por los propios actores, que es la que genera la devastadora y obscena concentración de riqueza, simplemente porque la desigualdad extrema produce dolor y odio.
La pandemia hubiera terminado mucho antes si no se hubieran concentrado las vacunas en los países llamados centrales. Se pensó erróneamente que la salida era individual, y no colectiva. Al mismo tiempo, nos golpeó en el narcisismo cientificista, en esa certeza ilusoria de que todo lo podía, y en la creencia de que una pandemia de estas características no podía suceder en la contemporaneidad.
Las redes sociales se volvieron indispensables para propagar esta nueva pandemia del odio.
La deshumanización se construye, se fomenta, se estimula en una práctica sostenida en el odio, donde al sujeto se lo despoja de toda humanidad, convirtiéndolo en una cosa, en un objeto. Un objeto que se puede desechar, abandonar, empobrecer, encarcelar, torturar y matar. Sin culpa, sin moral, sin ética.
Evidentemente, esta práctica funesta no sostiene al sujeto en su diferencia; por el contrario, busca hacerlo desaparecer de una u otra manera. El mejor ejemplo de lo situado es lo perpetrado hacia la expresidenta, que no alcanzó con deshojarla de toda humanidad mediante los grandes medios masivos, en un hecho reconocido por los mismos editores. No alcanzó con el intento de asesinarla que hoy la quieren proscrita, amordazada y presa.
Lo situado tiene profundas implicancias sobre la sociedad, lo que produce angustias, tristezas y desazón tanto en lo social como en lo singular. La deshumanización tiene un peso mental complejo y devastador.
En el ámbito internacional, tenemos el horror de lo que está sucediendo en Gaza. Bombardear hospitales, escuelas, campos de refugiados, convoyes con ayuda humanitaria, matar niños, son expresiones de una pasión odiosa y de una crueldad inconmensurable. El odio es una pasión del ser que no soporta la existencia del otro como diferente.
Un cirujano estadounidense que fue voluntario en Gaza ha dado su testimonio ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Aseguró que, en cinco semanas, no trató a ningún combatiente, sino a niños "con metralla en el corazón y balas en el cerebro". Agregó también: "Prevenir el genocidio significa negarse a normalizar estas atrocidades. Significa negarse a deshumanizar a los palestinos".
En el ámbito local, los ejemplos sobran. La administración actual es, en sí misma, cruel. Muchos se detienen en el diagnóstico del primer mandatario, pero eso no es lo verdaderamente relevante. Lo destacable es su profunda pasión odiosa, su desprecio por el otro y su crueldad.
Negar medicamentos a jubilados, a pacientes oncológicos, cerrar hospitales de salud mental, desfinanciar un hospital de niños: todos son actos criminales y profundamente deshumanizantes. Insultar y descalificar a una vicepresidenta, a un jefe de Gobierno, a una cantante, a un actor, a periodistas, incluso a un niño de 12 años, resulta intolerable en cualquier gobierno democrático.
Estos actos de crueldad, tanto en el plano local como en el internacional, se sostienen con la peligrosa pasión por la ignorancia, fingiendo demencia. Es un acto consciente o inconsciente de no querer saber.
El problema es que, si no ponemos un límite a través de la justicia local e internacional, estaremos avanzando hacia la barbarie y hacia una crueldad extrema.
Un párrafo merece la justicia local: actualmente, salvo un pequeño grupo que defiende los derechos constitucionales, la gran mayoría solo parece trabajar para encarcelar pobres y peronistas.
La decisión de deshojar la humanidad al otro envuelve la propia deshumanización con el peso mental que esto implica. Salvo que sea un canalla que por definición es es un sujeto que no sostiene la verdad y que arrasa con la subjetividad del otro, despojándolo de toda humanidad.
La mayoría de las personas son buenas. No quieren concentrar riqueza a expensas de generar pobreza o sostener una inflación y un Producto Bruto Interno del cementerio. Son solidarias y sufren física y mentalmente este nuevo proceso de reorganización deshumanizante y cruel. Estamos aún a tiempo de enterarnos. Y de poner un límite a semejantes atrocidades.
Apostemos a la palabra, a la defensa de la diferencia, a la justicia, al límite y a la democracia. No como palabra vacía, sino como acto radical de humanidad. Porque lo que está en juego no es solo la salud mental individual y colectiva, sino la posibilidad misma de seguir siendo humanos.
*Psicoanalista y licenciado en Ciencias de la Psicología (UBA)
Fuente: Página 12