El control social como ejercicio del poder en la era digital de la batalla culturalPor Ángel Paliza
PARTE II
Tal como se expresó en la primera parte de este estudio, el concepto de "control social" -acuñado por la criminología- ha sido objeto de intensos debates entre quienes defienden el monopolio estatal de la fuerza como fundamento del Estado de Derecho y quienes lo cuestionan como forma de dominación estructural. Según la perspectiva hegemónica, este monopolio de la coerción tiene como función garantizar el orden social, mediante la creación y aplicación de normas que regulan la convivencia. Así, el Estado aparece como un sujeto único: establece las reglas y, al mismo tiempo, se arroga la facultad exclusiva de hacerlas cumplir.
Sin embargo, frente a esta idea que podría parecer razonable desde un punto de vista normativo, surgen críticas fundamentales. Uno de los más lúcidos exponentes de esta postura es Alessandro Baratta (1933-2002), a quien ya hemos referido en la primera parte de este trabajo. Junto con otros juristas y criminólogos críticos -como Eugenio Zaffaroni en el ámbito latinoamericano-, Baratta parte de una premisa central: los principios del Estado de Derecho solo podrían ser válidos en una sociedad verdaderamente igualitaria, donde tanto la elaboración como la aplicación de las normas cuenten con la participación activa de toda la sociedad civil. En la práctica, sin embargo, lo que se observa es que las normas sociales son elaboradas por una minoría privilegiada y orientadas al disciplinamiento y control de las mayorías subordinadas.
Zaffaroni, por su parte, asigna al derecho penal una función de "valla de contención" frente al avance del poder punitivo estatal sobre los derechos individuales. Se apoya en los postulados del "garantismo jurídico" desarrollados por Luigi Ferrajoli (1940), discípulo de Norberto Bobbio, que establece una estructura normativa fundada en los derechos humanos fundamentales. Desde esta perspectiva, el derecho penal debe actuar como un límite al poder, y no como su instrumento expansivo.
No obstante, a nuestro entender, esta lectura garantista omite una cuestión clave: ¿cómo esperar que un Estado, controlado por una élite política y económica, desarrolle mecanismos efectivos para limitar su propio poder? ¿Cómo confiar en que esa minoría dominante cree normas que restrinjan sus propios privilegios y su capacidad de ejercer la fuerza? Esta paradoja fue advertida tempranamente por Antonio Gramsci, al analizar lo que denominó el "bloque histórico": un entramado complejo de fuerzas materiales e ideológicas que, articuladas, permiten a una clase dominante presentar sus intereses particulares como universales, como visión del mundo, como moral y hasta como religión.
Gramsci describe esta operación como una "obra maestra política" que logra que las condiciones de existencia de una clase se impongan como sentido común. El Estado, en este marco, ya no es solo aparato represivo, sino también productor de cultura y de consenso, y por ello, el control social trasciende lo jurídico o policial para convertirse en hegemonía cultural.
Lo novedoso en el primer cuarto del siglo XXI no es el concepto de control social en sí, sino el nivel de sofisticación tecnológica con el que se lo ejerce. A diferencia del tiempo de Gramsci, hoy contamos con herramientas radicalmente más poderosas: redes sociales, algoritmos, big data, inteligencia artificial, interfaces ubicuas, pantallas omnipresentes. Vivimos una etapa de hiperconectividad donde la alienación simbólica alcanza una escala sin precedentes. En este contexto escribe Yuval Noah Harari, autor que ha cobrado notoriedad por sus intervenciones en debates contemporáneos sobre el futuro de la humanidad y el rol de la tecnología.
En obras como Homo Deus, y en foros como el World Economic Forum, Harari aborda el fenómeno del control social desde una perspectiva crítica, aunque reformista. A su juicio, los mecanismos contemporáneos de dominación no se sostienen únicamente en la violencia o en la sanción estatal, sino en la capacidad de las élites -sean gobiernos o grandes corporaciones- para acceder a los datos más íntimos de las personas y modelar su percepción del mundo. La inteligencia artificial no solo analiza comportamientos pasados: también predice decisiones futuras y moldea subjetividades en tiempo real. Este proceso, que Harari denomina "hacking humano", marca un punto de inflexión histórico. Ya no es necesario imponer una narrativa: basta con personalizarla, con encapsular al sujeto en una burbuja cognitiva que le devuelva solo lo que quiere ver, sentir y creer.
Los algoritmos de las redes sociales y motores de búsqueda no se limitan a organizar información: la filtran, la jerarquizan, la editan, y la adaptan a cada perfil. Así se consolidan burbujas informativas que refuerzan creencias preexistentes, disminuyen la capacidad crítica y reducen el margen de disenso. La personalización del contenido no es una simple mejora de la experiencia del usuario: es un dispositivo de control ideológico, un filtro invisible que transforma la experiencia misma de la realidad. Se produce así una forma de captura subjetiva en la que el individuo ya no distingue entre sus preferencias y los estímulos que lo moldean.
En este entorno, el discurso político también se ve afectado. Las plataformas digitales amplifican ciertos mensajes con precisión quirúrgica, generando polarización social y anulando la posibilidad de una conciencia colectiva. La fragmentación del campo simbólico imposibilita el surgimiento de una conciencia de clase tal como la concebía Marx. El algoritmo atomiza, divide, separa. El resultado es una ciudadanía hiperconectada pero desorganizada, informada pero manipulada, activa pero sin dirección colectiva.
Desde la mirada de Harari, la respuesta a esta nueva forma de dominación no es la revolución, sino la regulación. Propone proteger la privacidad, auditar algoritmos y fomentar una educación digital crítica. Sin embargo, aquí radica la mayor debilidad de su planteo: aunque el diagnóstico es certero, las soluciones que propone resultan ingenuas o insuficientes. ¿Cómo esperar que plataformas controladas por el capital -Meta, Google, X- se autorregulen en detrimento de sus intereses? ¿Cómo confiar en que actores como Mark Zuckerberg, Elon Musk o Sundar Pichai limiten el poder que ellos mismos han acumulado? No son meros empresarios tecnológicos: son actores políticos globales con capacidad de intervenir en procesos electorales, modelar opiniones públicas y rediseñar el tejido social.
El supuesto "uso crítico" de las redes sociales parte de una ilusión: que los usuarios pueden intervenir autónomamente en un espacio diseñado estructuralmente para capturar atención y moldear comportamiento. Pero como todo dispositivo técnico, las redes responden a una lógica de diseño. No son neutrales. Están programadas para maximizar la rentabilidad de plataformas que lucran con datos, emociones y vínculos. Incluso el disenso es absorbido, medido, monetizado y reciclado en forma de contenido.
Como señalábamos antes, este escenario reactualiza la noción gramsciana de hegemonía, que hoy adopta una forma tecnopolítica. El control ya no es solo ideológico: es algorítmico. No se impone desde afuera, sino que se naturaliza desde adentro. La batalla cultural se libra ahora en el corazón mismo de las tecnologías que usamos a diario. Y si bien es cierto que el capital nos "permite" usarlas críticamente, también es cierto que define los márgenes y límites de esa crítica. Nunca podremos confiar en que quienes diseñaron los mecanismos de control permitirán su superación desde adentro de su propio sistema.
Esta lógica queda en evidencia cuando se observan los avances en tecnologías inmersivas. En un artículo publicado el 10 de abril de 2025 en el diario El Cronista, se cita a Mark Zuckerberg afirmando que los teléfonos celulares pronto serán reemplazados por gafas de realidad aumentada. Presentadas como el próximo salto en la transformación digital, estas gafas -como las Meta Quest 35- prometen revolucionar no solo la interacción visual y auditiva, sino la percepción misma de la realidad. Según el propio Zuckerberg, dentro de una década muchas personas ya no llevarán teléfonos: usarán gafas para todo.
Más allá del asombro tecnológico, lo verdaderamente inquietante es el significado simbólico de este cambio: ya no observaremos la realidad directamente, sino a través de dispositivos que la mediatizan, la interpretan y la transforman en función de algoritmos preestablecidos. En esta nueva configuración, el mito de la caverna de Platón deja de ser una metáfora filosófica: se vuelve literal. Vemos lo que otros programaron que veamos. La sombra se confunde con la verdad. Y frente a nuestros propios ojos, lo real es desplazado por su simulacro.
El control social en la era digital ya no se ejerce, como en el paradigma tradicional, únicamente a través de la represión directa o de la imposición de normas por un aparato estatal visible. En su lugar, como sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos encontramos ante una forma de dominación mucho más sutil y eficiente: una violencia que no prohíbe ni censura, sino que seduce. Una violencia que se disfraza de libertad, de transparencia, de positividad y de rendimiento personal.
Mientras la criminología clásica sigue entendiendo el control social como un conjunto de mecanismos orientados a sancionar conductas desviadas para preservar la convivencia, esta concepción resulta insuficiente para captar la lógica más profunda de poder que atraviesa hoy a nuestras sociedades. Han propone abandonar la figura del "Gran Hermano" orwelliano, ese vigilante externo que todo lo ve, y reemplazarla por la imagen del panóptico digital, donde el sujeto ya no necesita ser observado por otros: él mismo se vigila, se controla, se censura y se explota.
En el marco de una sociedad neoliberal del rendimiento, el individuo cree ser autónomo mientras responde, en realidad, a estímulos algorítmicos cuidadosamente diseñados para moldear su conducta, sus emociones, sus consumos e incluso sus deseos. El poder ya no necesita someter cuerpos: ahora penetra en las almas. En este modelo, cada persona se transforma en su propio supervisor, en su propio patrón, en su propia fuente de sufrimiento.
La digitalización masiva ha generado nuevas formas de control que ya no dependen de la coacción, sino de la participación voluntaria. El big data, los "likes", la reputación online, la gamificación del trabajo y la exposición constante conforman una estructura que no necesita imponer: se internaliza. Ya nadie nos obliga a producir más o a ser más eficientes: lo hacemos por decisión propia, bajo el influjo del discurso del emprendimiento, del crecimiento personal y de la autoayuda. Somos, como dice Han, sujetos del cansancio, víctimas de la depresión silenciosa, del burnout crónico, de una ansiedad que se vuelve estructural. Ya no hay resistencia colectiva, porque la lucha ha sido fragmentada y absorbida en la lógica de la competencia individual.
En La sociedad de la transparencia (2012), Han advierte que en esta nueva lógica todo debe ser visible, comunicable, compartido. Pero esa visibilidad no emancipa: al contrario, elimina la confianza, desactiva el misterio, anula la complejidad y destruye el pensamiento crítico. Cuanto más transparente se vuelve el mundo, más opaco se vuelve el poder. Porque la transparencia absoluta no es luz: es vigilancia sin sombra, es exposición sin protección.
El capitalismo de plataformas ha logrado lo que ninguna dictadura pudo: que los sujetos deseen activamente su propia dominación. Participan con entusiasmo en redes sociales que extraen sus datos; trabajan incesantemente para plataformas que pagan por tarea; venden su intimidad a cambio de una ilusión de conexión. La vigilancia ya no se impone: se consume, se descarga, se celebra.
Este nuevo régimen de poder ha sido comprendido con particular astucia por las nuevas derechas, como las encarnadas por Donald Trump, Giorgia Meloni o Javier Milei. Ellos no combaten esta lógica: la perfeccionan. Entienden que la batalla ya no se libra solo en el plano institucional o económico, sino en el terreno simbólico, afectivo y cultural. Reconfiguran el discurso político en términos emocionales, viscerales, inmediatos. Crean enemigos afectivos: los "planeros", los "zurdos", los inmigrantes, los empleados públicos, la "ideología de género". No apelan a argumentos racionales, sino a impulsos primarios: miedo, rabia, resentimiento, orgullo nacionalista.
La categoría de "gente de bien" cumple aquí un rol decisivo. No define una clase, un sector o una condición objetiva. Es una etiqueta vacía, moldeable, que permite a cualquier sujeto identificarse con el poder sin sentirse parte del aparato opresor. Todos pueden ser "la gente de bien", excepto aquellos que el sistema ha excluido. Es una fórmula de legitimación emocional que reemplaza la represión por el consentimiento: el poder ya no necesita imponerse, porque ha sido interiorizado.
Han advierte que en esta nueva gramática del poder, la resistencia no puede plantearse en términos clásicos. La oposición frontal, el grito, la denuncia, incluso la protesta callejera, pueden ser absorbidos por el sistema, convertidos en parte del espectáculo. Por eso, la verdadera resistencia debe ser una interrupción radical: un rechazo a participar de los circuitos de positividad, una reapropiación del tiempo, del silencio, del aburrimiento incluso. Porque en un mundo donde todo debe mostrarse, el silencio es disidencia; donde todo debe compartirse, la intimidad es subversiva; donde todo debe rendir, el descanso es resistencia.
El desafío contemporáneo no es solo político o económico: es existencial y simbólico. ¿Cómo pensar sin hashtags? ¿Cómo construir comunidad sin vigilancia mutua? ¿Cómo recuperar la capacidad de detenerse, de contemplar, de habitar el tiempo sin productividad? ¿Cómo volver a imaginar una vida que no esté guiada por los KPI, los algoritmos y los "me gusta"?
En esta nueva configuración, el enemigo ya no es solo el policía que reprime en la calle. Es el software que predice nuestras acciones. Es la interfaz amable que nos seduce. Es la lógica de visibilidad obligatoria que habita cada aplicación que usamos. El control social del siglo XXI no necesita barrotes: le bastan pantallas.
Desde una perspectiva crítica -compartida por pensadores de distintas épocas y tradiciones como Gramsci, Foucault, Chomsky, Harari y, más recientemente, Byung-Chul Han-, el control social no puede ser reducido a la represión física ni a las sanciones legales. En el capitalismo tardío, el poder se ha vuelto cada vez más sofisticado, más invisible, más psicológico. Han describe esta transformación con claridad: ya no vivimos bajo el régimen del "Estado disciplinario" que describía Michel Foucault, sino en el marco de una psicopolítica neoliberal que opera desde el interior de los sujetos.
"La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento. Sus habitantes no se llaman ya ‘sujetos de obediencia', sino ‘sujetos de rendimiento'".
La sociedad del cansancio, 2010
Este nuevo sujeto no necesita ser vigilado desde afuera: se auto-vigila. No requiere un patrón que lo explote: se auto-explota. Cree ser libre mientras responde mecánicamente a imperativos de productividad, exposición y eficiencia. La figura del "Gran Hermano" ha sido reemplazada por un sistema de espejos digitales donde cada individuo se convierte en su propio guardián. El resultado no es la rebeldía, sino el agotamiento. El síntoma no es la represión, sino el cansancio crónico, la ansiedad estructural, la depresión funcional.
"La violencia de la positividad es mucho más eficiente que la violencia negativa porque no genera resistencia".
Psicopolítica, 2014
Esta nueva forma de poder encuentra su articulación más efectiva en las tecnologías digitales. En lugar de cámaras de vigilancia, tenemos teléfonos inteligentes. En lugar de censura, tenemos sobreexposición voluntaria. En lugar de estructuras jerárquicas visibles, operan redes distribuidas que monitorean en tiempo real. El algoritmo no castiga: recomienda. No obliga: seduce. Y lo hace con una precisión quirúrgica, modelando nuestra atención, nuestras emociones, nuestras decisiones.
"Hoy se explota la libertad misma. El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta que se derrumba. El explotador es al mismo tiempo el explotado".
La sociedad del cansancio, 2010
Esta forma de dominación, que Han denomina psicopolítica digital, no busca controlar cuerpos, sino apropiarse de la subjetividad. Las grandes corporaciones tecnológicas ya no se conforman con nuestro tiempo o nuestra atención: quieren nuestras emociones, nuestros deseos, nuestras decisiones más íntimas. En este punto, Han coincide con Harari: el acceso a los datos personales permite no solo conocer, sino anticipar y dirigir el comportamiento humano.
"El Big Data permite prever comportamientos humanos y dirigirlos en una dirección determinada".
Psicopolítica, 2014
En este contexto, lo que en Argentina el presidente Javier Milei llama "batalla cultural" no es otra cosa que una guerra por el sentido común. Pero, al igual que
Han, debemos advertir que esta batalla no se libra mediante argumentos racionales ni en el plano del debate público ilustrado. Es una guerra emocional, viral, simbólica. Se desarrolla en redes sociales, en discursos afectivos, en slogans que apelan al instinto y no a la reflexión.
La estrategia es clara: reemplazar la deliberación por la reacción, el conflicto por la simplificación binaria, el disenso por la estigmatización. La oposición ya no es un actor político legítimo, sino un "enemigo del progreso". La crítica ya no es parte del debate, sino una patología a erradicar. Bajo esta lógica, la categoría de "gente de bien" funciona como una construcción emocional que vacía de contenido toda noción de justicia social. Ya no hay clases, ni ideologías, ni conflicto estructural: solo hay "nosotros" (los buenos) contra "ellos" (los peligrosos, los improductivos, los distintos).
"La sociedad de la transparencia es una sociedad de la exposición. La transparencia crea conformismo y homogeneidad".
La sociedad de la transparencia, 2012
El verdadero enemigo, en este esquema, no es quien concentra el capital, evade impuestos o contamina el planeta. Es el jubilado que protesta, el inmigrante que busca trabajo, el trabajador que corta una calle. La disidencia, en cualquiera de sus formas, es leída como una amenaza al orden, como una anomalía. Y como señala Han en La expulsión de lo distinto, el poder contemporáneo no tolera lo otro: lo homogeneiza, lo neutraliza o lo expulsa.
"Hoy en día predomina una presión hacia la conformidad, hacia la homogeneización, que expulsa la alteridad".
La expulsión de lo distinto, 2017
La gran paradoja de este modelo es que se presenta como libertad. El sujeto neoliberal cree estar decidiendo, expresándose, siendo creativo. Pero sus elecciones están profundamente condicionadas por estructuras algorítmicas que le devuelven solo lo que reafirma sus creencias, encapsulando su visión del mundo y anulando su capacidad de cuestionamiento. La alienación ya no es impuesta: es deseada. Ya no se sufre el sometimiento: se lo elige como estilo de vida.
Frente a esto, Han plantea la necesidad de recuperar espacios de silencio, de lentitud, de negatividad. Es en el gesto de la desconexión, en la contemplación, en la pausa no productiva, donde puede nacer una resistencia genuina. Una resistencia que no se deje capturar por los marcos de visibilidad del sistema, que no sea rentable ni espectacular, sino profundamente crítica.
"La revolución no será tuiteada".
Psicopolítica, 2014
Conclusión
El análisis del control social en la era digital nos exige ir más allá de los modelos tradicionales que lo reducían a normas jurídicas, instituciones represivas o mecanismos explícitos de vigilancia. En la actualidad, tal como muestran autores como Harari y Byung-Chul Han, el poder se ha vuelto mucho más sutil, sofisticado y eficaz: se infiltra en nuestros deseos, nuestras emociones y nuestras formas de vida, moldeando subjetividades que se creen libres mientras reproducen sin saberlo la lógica del sistema.
Harari advierte sobre el uso de la inteligencia artificial y el big data como herramientas de dominación masiva, capaces de predecir y manipular el comportamiento humano. En ese marco, el control ya no requiere violencia directa: basta con el conocimiento total del sujeto para condicionarlo sin que lo advierta. Por su parte, Han denuncia una forma de control aún más insidiosa: la que se ejerce desde adentro, cuando el individuo se convierte en su propio opresor, movido por la auto-explotación, la necesidad de mostrarse, de rendir, de exponerse constantemente para ser "visible".
Ambas perspectivas coinciden en que la lógica del capitalismo digital ha conseguido lo que ninguna dictadura pudo lograr: que los sujetos deseen su propia dominación, participen activamente de su vigilancia y consideren como libertad lo que en realidad es sumisión disfrazada de elección.
Frente a esto, la mirada gramsciana del poder y la hegemonía cobra una relevancia crucial. Porque si el poder ya no se impone únicamente por la fuerza, sino que se naturaliza a través de la cultura, los valores, el sentido común, entonces la lucha política debe ser también una lucha por el sentido, una disputa por las ideas, las palabras, las emociones. Las nuevas derechas lo han entendido perfectamente: construyen enemigos simbólicos, apelan a emociones básicas, simplifican el conflicto social en términos binarios y vacían de contenido nociones como "libertad" o "gente de bien".
En este escenario, resistir ya no es solo enfrentar al Estado o a las corporaciones: es desmontar los discursos que legitiman el orden actual, desnaturalizar la auto- explotación, revalorizar el silencio, el tiempo improductivo, el pensamiento crítico y la comunidad. Es recuperar la capacidad de imaginar otros mundos posibles, fuera de la lógica algorítmica, del rendimiento permanente y del miedo al otro.
La verdadera batalla cultural del siglo XXI, entonces, no se libra solamente en las calles ni en los parlamentos, sino en el terreno simbólico, afectivo y cultural. Y como enseña Gramsci: en épocas de crisis donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no puede nacer, es cuando surgen los monstruos. Identificarlos, desenmascararlos y enfrentarlos exige una crítica radical que no se conforme con reformas superficiales, sino que apunte a transformar las raíces mismas del sistema.
El control social en la era digital ya no se ejerce mediante la represión estatal visible, sino a través de la seducción, la transparencia, el rendimiento y la vigilancia voluntaria. En palabras de Byung-Chul Han, estamos sometidos a un nuevo régimen de poder que opera desde la positividad, y cuya forma más eficaz de dominación es hacer que el dominado se crea libre. Comprender esta dinámica es el primer paso para cuestionarla, para resistirla, para imaginar otras formas de vida que no estén marcadas por la productividad constante ni por la exposición obligatoria.
Solo así, desde una crítica profunda al control social tecnificado, podremos retomar la capacidad de pensar, de disentir y de construir colectivamente un mundo donde la libertad no sea una forma de dominación disfrazada.
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Estamos de acuerdo con la perspectiva del filósofo coreano en cuanto a lo que se refiere a la sofisticación y refinamiento de los mecanismos de control. Pero resulta ingenuo pensar que esos mecanismos que responden claramente a la lógica de dominación del capital y que son manejados desde los grandes centros de poder mundial, vayan a ceder ante la "pasividad y la contemplación". -
Más bien parece, siguiendo a Gramsci, que la Contrahegemonía se construye en la actualidad apropiándonos de los instrumentos de control.
La batalla será, entonces, en todos los frentes: En las calles defendiendo cada uno de los logros conquistados, en el plano ideológico y político utilizando sus propias armas e instituciones para reconfigurarlas, y en lo subjetivo y emocional, apropiándonos (o construyendo su antagónico) de sus mecanismos de alienación para destruirlos. El nuevo poder del capital a nivel mundial solo podrá ser derrotado profundizando sus contradicciones en todos los frentes posibles, y sobre todo regenerando en el imaginario colectivo la idea de que existe otro mundo que merece ser vivido.
(*) Ver la Primera Parte aquí
Fuente: Huellas del Sur
Por Ángel Paliza
PARTE II
Tal como se expresó en la primera parte de este estudio, el concepto de "control social" -acuñado por la criminología- ha sido objeto de intensos debates entre quienes defienden el monopolio estatal de la fuerza como fundamento del Estado de Derecho y quienes lo cuestionan como forma de dominación estructural. Según la perspectiva hegemónica, este monopolio de la coerción tiene como función garantizar el orden social, mediante la creación y aplicación de normas que regulan la convivencia. Así, el Estado aparece como un sujeto único: establece las reglas y, al mismo tiempo, se arroga la facultad exclusiva de hacerlas cumplir.
Sin embargo, frente a esta idea que podría parecer razonable desde un punto de vista normativo, surgen críticas fundamentales. Uno de los más lúcidos exponentes de esta postura es Alessandro Baratta (1933-2002), a quien ya hemos referido en la primera parte de este trabajo. Junto con otros juristas y criminólogos críticos -como Eugenio Zaffaroni en el ámbito latinoamericano-, Baratta parte de una premisa central: los principios del Estado de Derecho solo podrían ser válidos en una sociedad verdaderamente igualitaria, donde tanto la elaboración como la aplicación de las normas cuenten con la participación activa de toda la sociedad civil. En la práctica, sin embargo, lo que se observa es que las normas sociales son elaboradas por una minoría privilegiada y orientadas al disciplinamiento y control de las mayorías subordinadas.
Zaffaroni, por su parte, asigna al derecho penal una función de "valla de contención" frente al avance del poder punitivo estatal sobre los derechos individuales. Se apoya en los postulados del "garantismo jurídico" desarrollados por Luigi Ferrajoli (1940), discípulo de Norberto Bobbio, que establece una estructura normativa fundada en los derechos humanos fundamentales. Desde esta perspectiva, el derecho penal debe actuar como un límite al poder, y no como su instrumento expansivo.
No obstante, a nuestro entender, esta lectura garantista omite una cuestión clave: ¿cómo esperar que un Estado, controlado por una élite política y económica, desarrolle mecanismos efectivos para limitar su propio poder? ¿Cómo confiar en que esa minoría dominante cree normas que restrinjan sus propios privilegios y su capacidad de ejercer la fuerza? Esta paradoja fue advertida tempranamente por Antonio Gramsci, al analizar lo que denominó el "bloque histórico": un entramado complejo de fuerzas materiales e ideológicas que, articuladas, permiten a una clase dominante presentar sus intereses particulares como universales, como visión del mundo, como moral y hasta como religión.
Gramsci describe esta operación como una "obra maestra política" que logra que las condiciones de existencia de una clase se impongan como sentido común. El Estado, en este marco, ya no es solo aparato represivo, sino también productor de cultura y de consenso, y por ello, el control social trasciende lo jurídico o policial para convertirse en hegemonía cultural.
Lo novedoso en el primer cuarto del siglo XXI no es el concepto de control social en sí, sino el nivel de sofisticación tecnológica con el que se lo ejerce. A diferencia del tiempo de Gramsci, hoy contamos con herramientas radicalmente más poderosas: redes sociales, algoritmos, big data, inteligencia artificial, interfaces ubicuas, pantallas omnipresentes. Vivimos una etapa de hiperconectividad donde la alienación simbólica alcanza una escala sin precedentes. En este contexto escribe Yuval Noah Harari, autor que ha cobrado notoriedad por sus intervenciones en debates contemporáneos sobre el futuro de la humanidad y el rol de la tecnología.
En obras como Homo Deus, y en foros como el World Economic Forum, Harari aborda el fenómeno del control social desde una perspectiva crítica, aunque reformista. A su juicio, los mecanismos contemporáneos de dominación no se sostienen únicamente en la violencia o en la sanción estatal, sino en la capacidad de las élites -sean gobiernos o grandes corporaciones- para acceder a los datos más íntimos de las personas y modelar su percepción del mundo. La inteligencia artificial no solo analiza comportamientos pasados: también predice decisiones futuras y moldea subjetividades en tiempo real. Este proceso, que Harari denomina "hacking humano", marca un punto de inflexión histórico. Ya no es necesario imponer una narrativa: basta con personalizarla, con encapsular al sujeto en una burbuja cognitiva que le devuelva solo lo que quiere ver, sentir y creer.
Los algoritmos de las redes sociales y motores de búsqueda no se limitan a organizar información: la filtran, la jerarquizan, la editan, y la adaptan a cada perfil. Así se consolidan burbujas informativas que refuerzan creencias preexistentes, disminuyen la capacidad crítica y reducen el margen de disenso. La personalización del contenido no es una simple mejora de la experiencia del usuario: es un dispositivo de control ideológico, un filtro invisible que transforma la experiencia misma de la realidad. Se produce así una forma de captura subjetiva en la que el individuo ya no distingue entre sus preferencias y los estímulos que lo moldean.
En este entorno, el discurso político también se ve afectado. Las plataformas digitales amplifican ciertos mensajes con precisión quirúrgica, generando polarización social y anulando la posibilidad de una conciencia colectiva. La fragmentación del campo simbólico imposibilita el surgimiento de una conciencia de clase tal como la concebía Marx. El algoritmo atomiza, divide, separa. El resultado es una ciudadanía hiperconectada pero desorganizada, informada pero manipulada, activa pero sin dirección colectiva.
Desde la mirada de Harari, la respuesta a esta nueva forma de dominación no es la revolución, sino la regulación. Propone proteger la privacidad, auditar algoritmos y fomentar una educación digital crítica. Sin embargo, aquí radica la mayor debilidad de su planteo: aunque el diagnóstico es certero, las soluciones que propone resultan ingenuas o insuficientes. ¿Cómo esperar que plataformas controladas por el capital -Meta, Google, X- se autorregulen en detrimento de sus intereses? ¿Cómo confiar en que actores como Mark Zuckerberg, Elon Musk o Sundar Pichai limiten el poder que ellos mismos han acumulado? No son meros empresarios tecnológicos: son actores políticos globales con capacidad de intervenir en procesos electorales, modelar opiniones públicas y rediseñar el tejido social.
El supuesto "uso crítico" de las redes sociales parte de una ilusión: que los usuarios pueden intervenir autónomamente en un espacio diseñado estructuralmente para capturar atención y moldear comportamiento. Pero como todo dispositivo técnico, las redes responden a una lógica de diseño. No son neutrales. Están programadas para maximizar la rentabilidad de plataformas que lucran con datos, emociones y vínculos. Incluso el disenso es absorbido, medido, monetizado y reciclado en forma de contenido.
Como señalábamos antes, este escenario reactualiza la noción gramsciana de hegemonía, que hoy adopta una forma tecnopolítica. El control ya no es solo ideológico: es algorítmico. No se impone desde afuera, sino que se naturaliza desde adentro. La batalla cultural se libra ahora en el corazón mismo de las tecnologías que usamos a diario. Y si bien es cierto que el capital nos "permite" usarlas críticamente, también es cierto que define los márgenes y límites de esa crítica. Nunca podremos confiar en que quienes diseñaron los mecanismos de control permitirán su superación desde adentro de su propio sistema.
Esta lógica queda en evidencia cuando se observan los avances en tecnologías inmersivas. En un artículo publicado el 10 de abril de 2025 en el diario El Cronista, se cita a Mark Zuckerberg afirmando que los teléfonos celulares pronto serán reemplazados por gafas de realidad aumentada. Presentadas como el próximo salto en la transformación digital, estas gafas -como las Meta Quest 35- prometen revolucionar no solo la interacción visual y auditiva, sino la percepción misma de la realidad. Según el propio Zuckerberg, dentro de una década muchas personas ya no llevarán teléfonos: usarán gafas para todo.
Más allá del asombro tecnológico, lo verdaderamente inquietante es el significado simbólico de este cambio: ya no observaremos la realidad directamente, sino a través de dispositivos que la mediatizan, la interpretan y la transforman en función de algoritmos preestablecidos. En esta nueva configuración, el mito de la caverna de Platón deja de ser una metáfora filosófica: se vuelve literal. Vemos lo que otros programaron que veamos. La sombra se confunde con la verdad. Y frente a nuestros propios ojos, lo real es desplazado por su simulacro.
El control social en la era digital ya no se ejerce, como en el paradigma tradicional, únicamente a través de la represión directa o de la imposición de normas por un aparato estatal visible. En su lugar, como sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos encontramos ante una forma de dominación mucho más sutil y eficiente: una violencia que no prohíbe ni censura, sino que seduce. Una violencia que se disfraza de libertad, de transparencia, de positividad y de rendimiento personal.
Mientras la criminología clásica sigue entendiendo el control social como un conjunto de mecanismos orientados a sancionar conductas desviadas para preservar la convivencia, esta concepción resulta insuficiente para captar la lógica más profunda de poder que atraviesa hoy a nuestras sociedades. Han propone abandonar la figura del "Gran Hermano" orwelliano, ese vigilante externo que todo lo ve, y reemplazarla por la imagen del panóptico digital, donde el sujeto ya no necesita ser observado por otros: él mismo se vigila, se controla, se censura y se explota.
En el marco de una sociedad neoliberal del rendimiento, el individuo cree ser autónomo mientras responde, en realidad, a estímulos algorítmicos cuidadosamente diseñados para moldear su conducta, sus emociones, sus consumos e incluso sus deseos. El poder ya no necesita someter cuerpos: ahora penetra en las almas. En este modelo, cada persona se transforma en su propio supervisor, en su propio patrón, en su propia fuente de sufrimiento.
La digitalización masiva ha generado nuevas formas de control que ya no dependen de la coacción, sino de la participación voluntaria. El big data, los "likes", la reputación online, la gamificación del trabajo y la exposición constante conforman una estructura que no necesita imponer: se internaliza. Ya nadie nos obliga a producir más o a ser más eficientes: lo hacemos por decisión propia, bajo el influjo del discurso del emprendimiento, del crecimiento personal y de la autoayuda. Somos, como dice Han, sujetos del cansancio, víctimas de la depresión silenciosa, del burnout crónico, de una ansiedad que se vuelve estructural. Ya no hay resistencia colectiva, porque la lucha ha sido fragmentada y absorbida en la lógica de la competencia individual.
En La sociedad de la transparencia (2012), Han advierte que en esta nueva lógica todo debe ser visible, comunicable, compartido. Pero esa visibilidad no emancipa: al contrario, elimina la confianza, desactiva el misterio, anula la complejidad y destruye el pensamiento crítico. Cuanto más transparente se vuelve el mundo, más opaco se vuelve el poder. Porque la transparencia absoluta no es luz: es vigilancia sin sombra, es exposición sin protección.
El capitalismo de plataformas ha logrado lo que ninguna dictadura pudo: que los sujetos deseen activamente su propia dominación. Participan con entusiasmo en redes sociales que extraen sus datos; trabajan incesantemente para plataformas que pagan por tarea; venden su intimidad a cambio de una ilusión de conexión. La vigilancia ya no se impone: se consume, se descarga, se celebra.
Este nuevo régimen de poder ha sido comprendido con particular astucia por las nuevas derechas, como las encarnadas por Donald Trump, Giorgia Meloni o Javier Milei. Ellos no combaten esta lógica: la perfeccionan. Entienden que la batalla ya no se libra solo en el plano institucional o económico, sino en el terreno simbólico, afectivo y cultural. Reconfiguran el discurso político en términos emocionales, viscerales, inmediatos. Crean enemigos afectivos: los "planeros", los "zurdos", los inmigrantes, los empleados públicos, la "ideología de género". No apelan a argumentos racionales, sino a impulsos primarios: miedo, rabia, resentimiento, orgullo nacionalista.
La categoría de "gente de bien" cumple aquí un rol decisivo. No define una clase, un sector o una condición objetiva. Es una etiqueta vacía, moldeable, que permite a cualquier sujeto identificarse con el poder sin sentirse parte del aparato opresor. Todos pueden ser "la gente de bien", excepto aquellos que el sistema ha excluido. Es una fórmula de legitimación emocional que reemplaza la represión por el consentimiento: el poder ya no necesita imponerse, porque ha sido interiorizado.
Han advierte que en esta nueva gramática del poder, la resistencia no puede plantearse en términos clásicos. La oposición frontal, el grito, la denuncia, incluso la protesta callejera, pueden ser absorbidos por el sistema, convertidos en parte del espectáculo. Por eso, la verdadera resistencia debe ser una interrupción radical: un rechazo a participar de los circuitos de positividad, una reapropiación del tiempo, del silencio, del aburrimiento incluso. Porque en un mundo donde todo debe mostrarse, el silencio es disidencia; donde todo debe compartirse, la intimidad es subversiva; donde todo debe rendir, el descanso es resistencia.
El desafío contemporáneo no es solo político o económico: es existencial y simbólico. ¿Cómo pensar sin hashtags? ¿Cómo construir comunidad sin vigilancia mutua? ¿Cómo recuperar la capacidad de detenerse, de contemplar, de habitar el tiempo sin productividad? ¿Cómo volver a imaginar una vida que no esté guiada por los KPI, los algoritmos y los "me gusta"?
En esta nueva configuración, el enemigo ya no es solo el policía que reprime en la calle. Es el software que predice nuestras acciones. Es la interfaz amable que nos seduce. Es la lógica de visibilidad obligatoria que habita cada aplicación que usamos. El control social del siglo XXI no necesita barrotes: le bastan pantallas.
Desde una perspectiva crítica -compartida por pensadores de distintas épocas y tradiciones como Gramsci, Foucault, Chomsky, Harari y, más recientemente, Byung-Chul Han-, el control social no puede ser reducido a la represión física ni a las sanciones legales. En el capitalismo tardío, el poder se ha vuelto cada vez más sofisticado, más invisible, más psicológico. Han describe esta transformación con claridad: ya no vivimos bajo el régimen del "Estado disciplinario" que describía Michel Foucault, sino en el marco de una psicopolítica neoliberal que opera desde el interior de los sujetos.
"La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento. Sus habitantes no se llaman ya ‘sujetos de obediencia', sino ‘sujetos de rendimiento'".
La sociedad del cansancio, 2010
Este nuevo sujeto no necesita ser vigilado desde afuera: se auto-vigila. No requiere un patrón que lo explote: se auto-explota. Cree ser libre mientras responde mecánicamente a imperativos de productividad, exposición y eficiencia. La figura del "Gran Hermano" ha sido reemplazada por un sistema de espejos digitales donde cada individuo se convierte en su propio guardián. El resultado no es la rebeldía, sino el agotamiento. El síntoma no es la represión, sino el cansancio crónico, la ansiedad estructural, la depresión funcional.
"La violencia de la positividad es mucho más eficiente que la violencia negativa porque no genera resistencia".
Psicopolítica, 2014
Esta nueva forma de poder encuentra su articulación más efectiva en las tecnologías digitales. En lugar de cámaras de vigilancia, tenemos teléfonos inteligentes. En lugar de censura, tenemos sobreexposición voluntaria. En lugar de estructuras jerárquicas visibles, operan redes distribuidas que monitorean en tiempo real. El algoritmo no castiga: recomienda. No obliga: seduce. Y lo hace con una precisión quirúrgica, modelando nuestra atención, nuestras emociones, nuestras decisiones.
"Hoy se explota la libertad misma. El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta que se derrumba. El explotador es al mismo tiempo el explotado".
La sociedad del cansancio, 2010
Esta forma de dominación, que Han denomina psicopolítica digital, no busca controlar cuerpos, sino apropiarse de la subjetividad. Las grandes corporaciones tecnológicas ya no se conforman con nuestro tiempo o nuestra atención: quieren nuestras emociones, nuestros deseos, nuestras decisiones más íntimas. En este punto, Han coincide con Harari: el acceso a los datos personales permite no solo conocer, sino anticipar y dirigir el comportamiento humano.
"El Big Data permite prever comportamientos humanos y dirigirlos en una dirección determinada".
Psicopolítica, 2014
En este contexto, lo que en Argentina el presidente Javier Milei llama "batalla cultural" no es otra cosa que una guerra por el sentido común. Pero, al igual que
Han, debemos advertir que esta batalla no se libra mediante argumentos racionales ni en el plano del debate público ilustrado. Es una guerra emocional, viral, simbólica. Se desarrolla en redes sociales, en discursos afectivos, en slogans que apelan al instinto y no a la reflexión.
La estrategia es clara: reemplazar la deliberación por la reacción, el conflicto por la simplificación binaria, el disenso por la estigmatización. La oposición ya no es un actor político legítimo, sino un "enemigo del progreso". La crítica ya no es parte del debate, sino una patología a erradicar. Bajo esta lógica, la categoría de "gente de bien" funciona como una construcción emocional que vacía de contenido toda noción de justicia social. Ya no hay clases, ni ideologías, ni conflicto estructural: solo hay "nosotros" (los buenos) contra "ellos" (los peligrosos, los improductivos, los distintos).
"La sociedad de la transparencia es una sociedad de la exposición. La transparencia crea conformismo y homogeneidad".
La sociedad de la transparencia, 2012
El verdadero enemigo, en este esquema, no es quien concentra el capital, evade impuestos o contamina el planeta. Es el jubilado que protesta, el inmigrante que busca trabajo, el trabajador que corta una calle. La disidencia, en cualquiera de sus formas, es leída como una amenaza al orden, como una anomalía. Y como señala Han en La expulsión de lo distinto, el poder contemporáneo no tolera lo otro: lo homogeneiza, lo neutraliza o lo expulsa.
"Hoy en día predomina una presión hacia la conformidad, hacia la homogeneización, que expulsa la alteridad".
La expulsión de lo distinto, 2017
La gran paradoja de este modelo es que se presenta como libertad. El sujeto neoliberal cree estar decidiendo, expresándose, siendo creativo. Pero sus elecciones están profundamente condicionadas por estructuras algorítmicas que le devuelven solo lo que reafirma sus creencias, encapsulando su visión del mundo y anulando su capacidad de cuestionamiento. La alienación ya no es impuesta: es deseada. Ya no se sufre el sometimiento: se lo elige como estilo de vida.
Frente a esto, Han plantea la necesidad de recuperar espacios de silencio, de lentitud, de negatividad. Es en el gesto de la desconexión, en la contemplación, en la pausa no productiva, donde puede nacer una resistencia genuina. Una resistencia que no se deje capturar por los marcos de visibilidad del sistema, que no sea rentable ni espectacular, sino profundamente crítica.
"La revolución no será tuiteada".
Psicopolítica, 2014
Conclusión
El análisis del control social en la era digital nos exige ir más allá de los modelos tradicionales que lo reducían a normas jurídicas, instituciones represivas o mecanismos explícitos de vigilancia. En la actualidad, tal como muestran autores como Harari y Byung-Chul Han, el poder se ha vuelto mucho más sutil, sofisticado y eficaz: se infiltra en nuestros deseos, nuestras emociones y nuestras formas de vida, moldeando subjetividades que se creen libres mientras reproducen sin saberlo la lógica del sistema.
Harari advierte sobre el uso de la inteligencia artificial y el big data como herramientas de dominación masiva, capaces de predecir y manipular el comportamiento humano. En ese marco, el control ya no requiere violencia directa: basta con el conocimiento total del sujeto para condicionarlo sin que lo advierta. Por su parte, Han denuncia una forma de control aún más insidiosa: la que se ejerce desde adentro, cuando el individuo se convierte en su propio opresor, movido por la auto-explotación, la necesidad de mostrarse, de rendir, de exponerse constantemente para ser "visible".
Ambas perspectivas coinciden en que la lógica del capitalismo digital ha conseguido lo que ninguna dictadura pudo lograr: que los sujetos deseen su propia dominación, participen activamente de su vigilancia y consideren como libertad lo que en realidad es sumisión disfrazada de elección.
Frente a esto, la mirada gramsciana del poder y la hegemonía cobra una relevancia crucial. Porque si el poder ya no se impone únicamente por la fuerza, sino que se naturaliza a través de la cultura, los valores, el sentido común, entonces la lucha política debe ser también una lucha por el sentido, una disputa por las ideas, las palabras, las emociones. Las nuevas derechas lo han entendido perfectamente: construyen enemigos simbólicos, apelan a emociones básicas, simplifican el conflicto social en términos binarios y vacían de contenido nociones como "libertad" o "gente de bien".
En este escenario, resistir ya no es solo enfrentar al Estado o a las corporaciones: es desmontar los discursos que legitiman el orden actual, desnaturalizar la auto- explotación, revalorizar el silencio, el tiempo improductivo, el pensamiento crítico y la comunidad. Es recuperar la capacidad de imaginar otros mundos posibles, fuera de la lógica algorítmica, del rendimiento permanente y del miedo al otro.
La verdadera batalla cultural del siglo XXI, entonces, no se libra solamente en las calles ni en los parlamentos, sino en el terreno simbólico, afectivo y cultural. Y como enseña Gramsci: en épocas de crisis donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no puede nacer, es cuando surgen los monstruos. Identificarlos, desenmascararlos y enfrentarlos exige una crítica radical que no se conforme con reformas superficiales, sino que apunte a transformar las raíces mismas del sistema.
El control social en la era digital ya no se ejerce mediante la represión estatal visible, sino a través de la seducción, la transparencia, el rendimiento y la vigilancia voluntaria. En palabras de Byung-Chul Han, estamos sometidos a un nuevo régimen de poder que opera desde la positividad, y cuya forma más eficaz de dominación es hacer que el dominado se crea libre. Comprender esta dinámica es el primer paso para cuestionarla, para resistirla, para imaginar otras formas de vida que no estén marcadas por la productividad constante ni por la exposición obligatoria.
Solo así, desde una crítica profunda al control social tecnificado, podremos retomar la capacidad de pensar, de disentir y de construir colectivamente un mundo donde la libertad no sea una forma de dominación disfrazada.
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Estamos de acuerdo con la perspectiva del filósofo coreano en cuanto a lo que se refiere a la sofisticación y refinamiento de los mecanismos de control. Pero resulta ingenuo pensar que esos mecanismos que responden claramente a la lógica de dominación del capital y que son manejados desde los grandes centros de poder mundial, vayan a ceder ante la "pasividad y la contemplación". -
Más bien parece, siguiendo a Gramsci, que la Contrahegemonía se construye en la actualidad apropiándonos de los instrumentos de control.
La batalla será, entonces, en todos los frentes: En las calles defendiendo cada uno de los logros conquistados, en el plano ideológico y político utilizando sus propias armas e instituciones para reconfigurarlas, y en lo subjetivo y emocional, apropiándonos (o construyendo su antagónico) de sus mecanismos de alienación para destruirlos. El nuevo poder del capital a nivel mundial solo podrá ser derrotado profundizando sus contradicciones en todos los frentes posibles, y sobre todo regenerando en el imaginario colectivo la idea de que existe otro mundo que merece ser vivido.
(*) Ver la Primera Parte aquí
Fuente: Huellas del Sur