17 de octubre de 1945: el día que los trabajadores metieron las patas en la fuente y a Perón en la historiaPor Leonardo Torresi
De las 24 horas de su jornada más gloriosa, Juan Domingo Perón pasó cas 15 vestido con un pijama, en un hospital. Puede ser un dato "inesperado" al repasar los hechos, o, por lo contrario, un indicio clave que para ayudar a responder una pregunta: quién hizo el 17 de octubre.
El coronel que había abierto al pueblo trabajador las puertas a muchos derechos postergados, tomó conciencia de la escala de los acontecimientos cuando faltaban 50 minutos para que cambiara la hoja del calendario. Para él había sido una jornada compuesta de una larga sucesión de horas de tensión y cavilaciones sobre el momento ideal para ponerse, por fin, al frente de los hechos,
Recién a las 23.10, cuando salió al balcón de la Casa Rosada, llegaron los minutos de verdad alucinantes. En ese momento supo definitivamente qué lugar ocupaba. Se cumplen 80 años de aquella jornada. Es lo mismo que decir 80 años de peronismo.
El diario La Época exageró con que ese día en la Plaza de Mayo había un millón de personas; tal vez eran 200.000 o 300.000. Pero la cantidad no era el punto. Lo que importaba era el grado de ebullición y de comunión con el lider de esa multitud apiñada en la Plaza de Mayo. Apenas distinguió su silueta la muchedumbre recibió al hombre a quien había arrancado de la prisión con una expresión tal vez solo equiparable a un bramido. Llevaba horas cantando su nombre, pidiendo su presencia.
"¡Trabajadores!", gritó Perón. Era la contraseña: la consagración del sujeto social que lo estaba encumbrando y lo sostendría con lealtad, una palabra que no inventó el peronismo pero remite obligadamente al sesgo del movimiento. El coronel no pudo seguir adelante porque llegó una ovación que duró 15 minutos, hasta que por fin pudo retomar.
El miércoles 17 de octubre tuvo su antesala el martes 16, cuando se produjeron los hechos en los que Joseph A. Page, biógrafo de Perón, vio "un muy útil ensayo para el acto que vendría". El coronel estaba preso en la isla Martín García y sindicatos como el de la carne, de Cipriano Reyes, o de los telefónicos, de Luis Gay, se desplegaban para recorrer las fábricas al grito de "¡Libertad para Perón!".
Ese día algunos grupos se movilizaron hacia Buenos Aires desde el sur y aunque la Policía les levantó los puentes se las arreglaron para cruzar el Riachuelo. No eran más que unos cientos, pero las personas que se concentraron frente a la Secretaría de Trabajo, en la Plaza de Mayo y frente a la redacción de La Época, se hicieron ver y sentir. Algo potente se estaba terminando de cocinar.
Mientras el conurbano se llenaba de volantes pidiendo la liberación de Perón, ese martes 16, temprano, empezaron a correr los rumores de que el coronel estaba enfermo y lo iban a sacar de la isla para internarlo en el Hospital Militar. Era cierto: el médico Miguel Ángel Mazza, "complotado" con Perón, había convencido a las autoridades del Gobierno que el clima húmedo de Martín García era muy perjudicial para el paciente, quien, según su informe, necesitaba asistencia urgente en un ámbito hospitalario.
Héctor Vernengo Lima, el ministro de Marina, desconfió y mandó una comisión médica de su confianza. Astuto, Perón, aprovechó que no estaba formalmente detenido y se negó a ser revisado. Con la situación trabada, y el ambiente de conflicto que olfateaban, las autoridades cedieron. Pasada la medianoche, médicos y acompañantes se embarcaron con Perón en la misma lancha que los había llevado. Llegaron a las 6.30 y 15 minutos después el "convaleciente" ya estaba en una habitación del piso 11 del Hospital Militar.
A esa hora, en las puertas de las fábricas ya se juntaba la gente. Había algunos piquetes, pero muchos obreros que no entraron actuaron de forma espontánea. En Avellaneda, la avenida Mitre se llenó de grupos y el Gobierno volvió a levantar los puentes, pero la marea era incontenible: con balsas improvisadas o sobre maderas, la gente lograba cruzar. A las 10 de la mañana las columnas ya eran grandes. Salvo alguna grosería en la devolución de los improperios que recibían desde las ventanas, avanzaban con total tranquilidad.
La olla no solo hervía en Buenos Aires. En Tucumán llegaron a la capital los obreros azucareros de Lules y Mercedes, que se juntaron con los ferroviarios. En Córdoba también hubo movilización, con algunos cascotazos a los edificios de instituciones como el Jockey Club, el Club Social, o el Instituto Cultural Argentino-Norteamericano. En Salta, para agitar, grupos de trabajadores obligaron a cerrar los negocios.
En la capital de la Argentina el destino era la Plaza de Mayo, y los manifestantes llegaban de distintas maneras. A pie, en camiones, o en tranvías que "ocupaban" para invertir su recorrido: todos debían circular hacia el centro. Era la única dirección.
Una cosa que empieza con "P" ¡Perón!
Al escritor Leopoldo Marechal lo sorprendió el "rumor como de multitudes" que entraba por las ventanas de su casa de la calle Rivadavia. Por fin escuchó al detalle lo que cantaban: "Yo te daré / te daré, Patria hermosa / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P / ¡Perón!"
"Era la Argentina ‘invisible' que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista", escribió más tarde.
En esas horas, precisamente, la CGT estaba ganada por el desconcierto. Si bien había hecho su aporte al votar un paro general para el 18, no previó semejante marea.
"Perón no es un comunista / Perón no es un dictador / Perón es hijo del pueblo / y el pueblo está con Perón", era otro de los cánticos en la calle. Otro, más simpático: "Salite de la esquina oligarca loco / tu madre no te quiere/ Perón tampoco".
Antes del mediodía en la Plaza de Mayo ya había unas 15.000 personas. Un grupo estaba instalado desde más temprano en el Hospital Militar. Una delegación de trabajadores del ferrocarril logró hablar unos minutos con Perón. Los testigos contaron que les dijo: "Dicen que estoy en libertad, pero no me dejan salir". No era así, o tan así al menos: la verdad era que estaba buscando el momento indicado para poner un pie afuera.
En ese momento ya tallaban las internas entre el presidente Edelmiro Farrell y el ministro de Guerra Eduardo Ávalos. Con Vernengo Lima, eran quienes manejaban el poder. Ávalos estaba preocupado e indeciso ¿Qué hacer con la toda esa gente? Farrell parecía relajado. "Esto se está poniendo lindo", se le escapó. Los oficiales antiperonistas de Campo de Mayo querían movilizarse para reprimir. Vernengo Lima compartía la idea. Pero Ávalos, los desalentó. El hombre que unos meses después salió de los cuarteles para asumir como interventor de la AFA, quedó en la historia como el general que no quiso frenar el 17 de octubre. Algo es algo.
Primó la idea de hacerlo "por las buenas". Que la multitud se desahogara y con la información precisa de que Perón estaba bien, volviera a los barrios. El "vehículo" para lograrlo era Domingo Mercante, coronel amigo y exfuncionario de Perón como director de Acción Social. El detalle era que a Mercante los mismos que ahora lo necesitan lo habían metido preso por agitar en las horas previas a favor de Perón. La orden fue traerlo a la Casa de Gobierno para que le hablara a la gente y desactivara el asunto.
Después de mediodía se había largado una lluvia que inspiró un nuevo estribillo, inocente pero preciso: "Aunque caiga el chaparrón /todos, todos con Perón". El sentimiento ya era de un fuerte gozo.
Si hay un párrafo distinguido por la narrativa peronista para describir los sucesos de esa jornada, es este de Raúl Scalabrini Ortiz: "Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en las densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso... eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación"
Por algo quedó. Volviendo a los hechos llanos: Mercante, casi empujado, salió al balcón y arrancó su discurso, justo con las palabras que nadie quería escuchar:
"El general Ávalos...".
Nunca olvidaría la potencia de la silbatina. No pudo seguir hablando. Ávalos, descolocado, no se animó a tomar el micrófono.
La muchedumbre se fue haciendo cada vez más grande. La Policía no hacía nada y algunos agentes gritaban "¡Viva Perón!" al paso de las columnas.
Transcurrió la tarde. A las cuatro hacía calor y los "descamisados" mostraron sus torsos en la plaza del poder. De esa parte del día es la famosa escena de "las patas en la fuente", testimonio gráfico de una actitud de lo más natural resignificada como un símbolo poderoso del movimento.
¿Y Perón? A las 19 todavía estaba con el pijama. Seguiría así unas horas más. Por reloj, el 17 de octubre de 1945, fue, casi en su totalidad, un fenómeno de trabajadores en la calle. Mientras, el coronel era el hombre que calculaba.
A las 20.30 se dio una situación increíble, fuera de todo contexto. Había un personaje, el procurador Juan Álvarez, a quien el Gobierno le había pedido armar una gabinete conformado por civiles. Buscaba así responder a las presiones antimilitaristas de parte de la población a la que no le había alcanzado con Perón borrado del mapa. Bien, a esa hora apareció en la Casa de Gobierno un secretario de Álvarez, que llevaba la lista con la aceptación de los cargos. Más inoportuno, imposible. Era un enviado a un país que ya no existía.
La historia estaba sucediendo abajo, en la plaza y también en el Hospital Militar, donde Ávalos, acompañado por Mercante, dialogaba con Perón. Nunca revelaron qué hablaron e incluso el coronel llegó a decir que ni siquiera recordaba la reunión. Pero el encuentro encaminó todo.
La pregunta que hizo Perón: "¿Hay mucha gente, che?"
La cara que habrán puesto los oficiales de Campo de Mayo cuando Ávalos llamó a la guarnición para contar que Perón hablaría desde el balcón. Antes de decidirse, el coronel había querido saber si realmente había mucha gente en la plaza. Igual que a los ferroviarios que lo habían visto un rato antes, también les hizo la pregunta a los jefes militares leales Franklin Lucero y Raúl Tanco, que habían ido a visitarlo.
El diálogo fue:
-¿Hay mucha gente, che?
La respuesta se sabe.
-Entonces es el momento de aprovechar la debilidad del enemigo.
Perón recibió un llamado del presidente Farrell, quien le dijo que lo esperaba en la residencia presidencial, antes de ir a la Rosada. Ahí sí Perón ya estaba completamente decidido. Habló por teléfono con Evita y empezó a vestirse. Eran las 21.30.
A las 21.45 Perón ya estaba con Farrell en la residencia de la Recoleta. Conversaron hasta las 22.25 y después los dos fueron juntos a la Casa de Gobierno. La gente estaba tranquila porque los parlantes venían anuciando hacía más de una hora que Perón hablaría a las 23. Nadie se iba a mover.
Minutos después de la hora prometida, apareció el hombre al que todos querían ver.
Mientras a la figura estelar le alcanzaban una bandera que decía "Con Perón y Mercante/la Argentina va a adelante", (que hizo flamear muy entusiasmado), el presidente Farrell logró que la multitud lo oyera unos segundos. Presentó a su exvicepresidente como "el hombre que por su dedicación y su empeño ha sabido ganarse el corazón de todos" y se las rebuscó para anunciar que el gabinete había renunciado y que Mercante sería designado secretario de Trabajo y Previsión.
La noticia, obviamente, cayó bien y en el barullo casi pasó desapercibido el dato de que el gobierno no iba a ser entregado a la Corte Suprema, como pedían los opositores. Ya más suelto, Farrell cerró su parte: "Con la unión y el trabajo hemos de llegar a obtener la más completa victoria de la clase humilde que son los trabajadores. Nada más".
Estaba muy bien, pero la multitud quería escuchar el agreste vozarrón del hombre a quien había arrancado de la cárcel y cuyo apellido ya le daba nombre a su identidad política: hacía unos meses que se llamaban a sí mismos "peronistas".
Perón acertó con la palabra para arrancar:
"¡Trabajadores!"
¿Quiénes, si no, habían hecho el 17 de octubre?
Lo que prosiguió tuvo el formato de una conversación más que de un discurso. El poder estaba repartido entre el líder de arriba y los muchachos y las muchachas de abajo. Al mismo tiempo, habían pasado a ser dos mundos indivisibles. O uno solo.
"Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino", empezó Perón. Alcanzó para cuatro minutos de aclamaciones. Pasó a explicar:
"En la tarde de hoy, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: lucir las palmas y los laureles de general de la Nación. Lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón y ponerme, con este nombre, al servicio integral del auténtico pueblo argentino".
Avanzó con un párrafo entre solemne y recargado en el que alabó a la "masa sufriente y sudorosa", y habló de "ese pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre que hemos de reivindicar".
Pero la multitud tenía una inquietud casi de niño: quería saber dónde había estado Perón físicamente esos días. "¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?", le gritaba. Perón no podía responderles, porque parte del arreglo era que no debía hablar sobre su prisión. Siguió con sus frases, algunas directas, otras grandilocuentes.
Pero la gente no se resignaba: "¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?". El líder ensayó algo parecido a una respuesta: "¡Estuve realizando un sacrificio que lo haría mil veces por ustedes!". Pero no. Volvió la pregunta.
Por fin, con su maña discursiva, logró contentarlos: "Señores... ante tanta insistencia les pido que no me recuerden lo que hoy ya he olvidado. Porque los hombres que no son capaces de olvidar no merecen ser queridos ni respetados por sus semejantes y yo aspiro a ser querido por ustedes".
Un solo grito: "¡Mañana es san Perón!"
Aunque dijo que ya no había motivos, Perón pidió que cumplieran el paro fijado para el día siguiente, pero que lo hicieran "festejando la gloria de esta reunión de hombres de bien y de trabajo que son la esperanza más pura y más cara de la patria". Sería, de alguna forma, un día de celebración y de descanso después de la jornada feliz y a la vez agotadora.
Abajo, patentaron un clásico: "¡Mañana es San Perón/ que trabaje el patrón!"
Y bueno, se terminaba el día. Perón les dijo que estaba "un poco enfermo y fatigado" y que necesitaba un descanso que se tomaría "en el Chubut". Igual se quedó un rato más saludando con los brazos arriba imitando el estilo de los boxeadores. La sonrisa de Perón era para el pueblo. Otra vez dentro de la Casa Rosada, lo atacó un dolor de cabeza aliviado por unas aspirinas, Testigos dicen que estaba con cara de preocupado porque temia una reacción, una más, de sus pares de armas.
¿Qué pasó en las horas siguientes, ya del 18? Hay algunas versiones no contradictorias pero sí superpuestas. Una, que quiso volver a su departamento para reencontrarse con Evita, a quien no veía desde su detención. Pero como había mucha gente aglomerada le recomendaron volver al hospital. La otra, que efectivamente la pasó a buscar a Eva y fueron con ella al hospital, pero a saludar a Mercante, que había quedado internado por una úlcera estomacal y se había perdido la noche histórica en la plaza.
Sobre lo que hizo Evita el 17 de octubre y en los días previos también hay diferentes relatos. Desde los que sostienen que tuvo una participación importante activando a los obreros, a otros, con más difusores, que indican que no hizo mucho.
En la jornada puntual del 17 se dice que se acercó en un auto al hospital y logró hablar con Perón por teléfono desde la recepción, pero no subió. Que volvió al departamento y se comunicó una vez más con su pareja durante la tarde. Y escuchó por la radio el discurso de la noche. Después, sí, se reencontraron y partieron hacia la quinte de San Nicolás del abogado Román Subiza, amigo del coronel.
La jornada que dio vuelta a un siglo había quedado atrás. Alguien que no fue peronista, el historiador Félix Luna, le asignó el título que tal vez mejor la defina. Fue el día que en la República Argentina sopló "el huracán de la historia".
Fuente: Perfil
Por Leonardo Torresi
De las 24 horas de su jornada más gloriosa, Juan Domingo Perón pasó cas 15 vestido con un pijama, en un hospital. Puede ser un dato "inesperado" al repasar los hechos, o, por lo contrario, un indicio clave que para ayudar a responder una pregunta: quién hizo el 17 de octubre.
El coronel que había abierto al pueblo trabajador las puertas a muchos derechos postergados, tomó conciencia de la escala de los acontecimientos cuando faltaban 50 minutos para que cambiara la hoja del calendario. Para él había sido una jornada compuesta de una larga sucesión de horas de tensión y cavilaciones sobre el momento ideal para ponerse, por fin, al frente de los hechos,
Recién a las 23.10, cuando salió al balcón de la Casa Rosada, llegaron los minutos de verdad alucinantes. En ese momento supo definitivamente qué lugar ocupaba. Se cumplen 80 años de aquella jornada. Es lo mismo que decir 80 años de peronismo.
El diario La Época exageró con que ese día en la Plaza de Mayo había un millón de personas; tal vez eran 200.000 o 300.000. Pero la cantidad no era el punto. Lo que importaba era el grado de ebullición y de comunión con el lider de esa multitud apiñada en la Plaza de Mayo. Apenas distinguió su silueta la muchedumbre recibió al hombre a quien había arrancado de la prisión con una expresión tal vez solo equiparable a un bramido. Llevaba horas cantando su nombre, pidiendo su presencia.
"¡Trabajadores!", gritó Perón. Era la contraseña: la consagración del sujeto social que lo estaba encumbrando y lo sostendría con lealtad, una palabra que no inventó el peronismo pero remite obligadamente al sesgo del movimiento. El coronel no pudo seguir adelante porque llegó una ovación que duró 15 minutos, hasta que por fin pudo retomar.
El miércoles 17 de octubre tuvo su antesala el martes 16, cuando se produjeron los hechos en los que Joseph A. Page, biógrafo de Perón, vio "un muy útil ensayo para el acto que vendría". El coronel estaba preso en la isla Martín García y sindicatos como el de la carne, de Cipriano Reyes, o de los telefónicos, de Luis Gay, se desplegaban para recorrer las fábricas al grito de "¡Libertad para Perón!".
Ese día algunos grupos se movilizaron hacia Buenos Aires desde el sur y aunque la Policía les levantó los puentes se las arreglaron para cruzar el Riachuelo. No eran más que unos cientos, pero las personas que se concentraron frente a la Secretaría de Trabajo, en la Plaza de Mayo y frente a la redacción de La Época, se hicieron ver y sentir. Algo potente se estaba terminando de cocinar.
Mientras el conurbano se llenaba de volantes pidiendo la liberación de Perón, ese martes 16, temprano, empezaron a correr los rumores de que el coronel estaba enfermo y lo iban a sacar de la isla para internarlo en el Hospital Militar. Era cierto: el médico Miguel Ángel Mazza, "complotado" con Perón, había convencido a las autoridades del Gobierno que el clima húmedo de Martín García era muy perjudicial para el paciente, quien, según su informe, necesitaba asistencia urgente en un ámbito hospitalario.
Héctor Vernengo Lima, el ministro de Marina, desconfió y mandó una comisión médica de su confianza. Astuto, Perón, aprovechó que no estaba formalmente detenido y se negó a ser revisado. Con la situación trabada, y el ambiente de conflicto que olfateaban, las autoridades cedieron. Pasada la medianoche, médicos y acompañantes se embarcaron con Perón en la misma lancha que los había llevado. Llegaron a las 6.30 y 15 minutos después el "convaleciente" ya estaba en una habitación del piso 11 del Hospital Militar.
A esa hora, en las puertas de las fábricas ya se juntaba la gente. Había algunos piquetes, pero muchos obreros que no entraron actuaron de forma espontánea. En Avellaneda, la avenida Mitre se llenó de grupos y el Gobierno volvió a levantar los puentes, pero la marea era incontenible: con balsas improvisadas o sobre maderas, la gente lograba cruzar. A las 10 de la mañana las columnas ya eran grandes. Salvo alguna grosería en la devolución de los improperios que recibían desde las ventanas, avanzaban con total tranquilidad.
La olla no solo hervía en Buenos Aires. En Tucumán llegaron a la capital los obreros azucareros de Lules y Mercedes, que se juntaron con los ferroviarios. En Córdoba también hubo movilización, con algunos cascotazos a los edificios de instituciones como el Jockey Club, el Club Social, o el Instituto Cultural Argentino-Norteamericano. En Salta, para agitar, grupos de trabajadores obligaron a cerrar los negocios.
En la capital de la Argentina el destino era la Plaza de Mayo, y los manifestantes llegaban de distintas maneras. A pie, en camiones, o en tranvías que "ocupaban" para invertir su recorrido: todos debían circular hacia el centro. Era la única dirección.
Una cosa que empieza con "P" ¡Perón!
Al escritor Leopoldo Marechal lo sorprendió el "rumor como de multitudes" que entraba por las ventanas de su casa de la calle Rivadavia. Por fin escuchó al detalle lo que cantaban: "Yo te daré / te daré, Patria hermosa / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P / ¡Perón!"
"Era la Argentina ‘invisible' que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista", escribió más tarde.
En esas horas, precisamente, la CGT estaba ganada por el desconcierto. Si bien había hecho su aporte al votar un paro general para el 18, no previó semejante marea.
"Perón no es un comunista / Perón no es un dictador / Perón es hijo del pueblo / y el pueblo está con Perón", era otro de los cánticos en la calle. Otro, más simpático: "Salite de la esquina oligarca loco / tu madre no te quiere/ Perón tampoco".
Antes del mediodía en la Plaza de Mayo ya había unas 15.000 personas. Un grupo estaba instalado desde más temprano en el Hospital Militar. Una delegación de trabajadores del ferrocarril logró hablar unos minutos con Perón. Los testigos contaron que les dijo: "Dicen que estoy en libertad, pero no me dejan salir". No era así, o tan así al menos: la verdad era que estaba buscando el momento indicado para poner un pie afuera.
En ese momento ya tallaban las internas entre el presidente Edelmiro Farrell y el ministro de Guerra Eduardo Ávalos. Con Vernengo Lima, eran quienes manejaban el poder. Ávalos estaba preocupado e indeciso ¿Qué hacer con la toda esa gente? Farrell parecía relajado. "Esto se está poniendo lindo", se le escapó. Los oficiales antiperonistas de Campo de Mayo querían movilizarse para reprimir. Vernengo Lima compartía la idea. Pero Ávalos, los desalentó. El hombre que unos meses después salió de los cuarteles para asumir como interventor de la AFA, quedó en la historia como el general que no quiso frenar el 17 de octubre. Algo es algo.
Primó la idea de hacerlo "por las buenas". Que la multitud se desahogara y con la información precisa de que Perón estaba bien, volviera a los barrios. El "vehículo" para lograrlo era Domingo Mercante, coronel amigo y exfuncionario de Perón como director de Acción Social. El detalle era que a Mercante los mismos que ahora lo necesitan lo habían metido preso por agitar en las horas previas a favor de Perón. La orden fue traerlo a la Casa de Gobierno para que le hablara a la gente y desactivara el asunto.
Después de mediodía se había largado una lluvia que inspiró un nuevo estribillo, inocente pero preciso: "Aunque caiga el chaparrón /todos, todos con Perón". El sentimiento ya era de un fuerte gozo.
Si hay un párrafo distinguido por la narrativa peronista para describir los sucesos de esa jornada, es este de Raúl Scalabrini Ortiz: "Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en las densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso... eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación"
Por algo quedó. Volviendo a los hechos llanos: Mercante, casi empujado, salió al balcón y arrancó su discurso, justo con las palabras que nadie quería escuchar:
"El general Ávalos...".
Nunca olvidaría la potencia de la silbatina. No pudo seguir hablando. Ávalos, descolocado, no se animó a tomar el micrófono.
La muchedumbre se fue haciendo cada vez más grande. La Policía no hacía nada y algunos agentes gritaban "¡Viva Perón!" al paso de las columnas.
Transcurrió la tarde. A las cuatro hacía calor y los "descamisados" mostraron sus torsos en la plaza del poder. De esa parte del día es la famosa escena de "las patas en la fuente", testimonio gráfico de una actitud de lo más natural resignificada como un símbolo poderoso del movimento.
¿Y Perón? A las 19 todavía estaba con el pijama. Seguiría así unas horas más. Por reloj, el 17 de octubre de 1945, fue, casi en su totalidad, un fenómeno de trabajadores en la calle. Mientras, el coronel era el hombre que calculaba.
A las 20.30 se dio una situación increíble, fuera de todo contexto. Había un personaje, el procurador Juan Álvarez, a quien el Gobierno le había pedido armar una gabinete conformado por civiles. Buscaba así responder a las presiones antimilitaristas de parte de la población a la que no le había alcanzado con Perón borrado del mapa. Bien, a esa hora apareció en la Casa de Gobierno un secretario de Álvarez, que llevaba la lista con la aceptación de los cargos. Más inoportuno, imposible. Era un enviado a un país que ya no existía.
La historia estaba sucediendo abajo, en la plaza y también en el Hospital Militar, donde Ávalos, acompañado por Mercante, dialogaba con Perón. Nunca revelaron qué hablaron e incluso el coronel llegó a decir que ni siquiera recordaba la reunión. Pero el encuentro encaminó todo.
La pregunta que hizo Perón: "¿Hay mucha gente, che?"
La cara que habrán puesto los oficiales de Campo de Mayo cuando Ávalos llamó a la guarnición para contar que Perón hablaría desde el balcón. Antes de decidirse, el coronel había querido saber si realmente había mucha gente en la plaza. Igual que a los ferroviarios que lo habían visto un rato antes, también les hizo la pregunta a los jefes militares leales Franklin Lucero y Raúl Tanco, que habían ido a visitarlo.
El diálogo fue:
-¿Hay mucha gente, che?
La respuesta se sabe.
-Entonces es el momento de aprovechar la debilidad del enemigo.
Perón recibió un llamado del presidente Farrell, quien le dijo que lo esperaba en la residencia presidencial, antes de ir a la Rosada. Ahí sí Perón ya estaba completamente decidido. Habló por teléfono con Evita y empezó a vestirse. Eran las 21.30.
A las 21.45 Perón ya estaba con Farrell en la residencia de la Recoleta. Conversaron hasta las 22.25 y después los dos fueron juntos a la Casa de Gobierno. La gente estaba tranquila porque los parlantes venían anuciando hacía más de una hora que Perón hablaría a las 23. Nadie se iba a mover.
Minutos después de la hora prometida, apareció el hombre al que todos querían ver.
Mientras a la figura estelar le alcanzaban una bandera que decía "Con Perón y Mercante/la Argentina va a adelante", (que hizo flamear muy entusiasmado), el presidente Farrell logró que la multitud lo oyera unos segundos. Presentó a su exvicepresidente como "el hombre que por su dedicación y su empeño ha sabido ganarse el corazón de todos" y se las rebuscó para anunciar que el gabinete había renunciado y que Mercante sería designado secretario de Trabajo y Previsión.
La noticia, obviamente, cayó bien y en el barullo casi pasó desapercibido el dato de que el gobierno no iba a ser entregado a la Corte Suprema, como pedían los opositores. Ya más suelto, Farrell cerró su parte: "Con la unión y el trabajo hemos de llegar a obtener la más completa victoria de la clase humilde que son los trabajadores. Nada más".
Estaba muy bien, pero la multitud quería escuchar el agreste vozarrón del hombre a quien había arrancado de la cárcel y cuyo apellido ya le daba nombre a su identidad política: hacía unos meses que se llamaban a sí mismos "peronistas".
Perón acertó con la palabra para arrancar:
"¡Trabajadores!"
¿Quiénes, si no, habían hecho el 17 de octubre?
Lo que prosiguió tuvo el formato de una conversación más que de un discurso. El poder estaba repartido entre el líder de arriba y los muchachos y las muchachas de abajo. Al mismo tiempo, habían pasado a ser dos mundos indivisibles. O uno solo.
"Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino", empezó Perón. Alcanzó para cuatro minutos de aclamaciones. Pasó a explicar:
"En la tarde de hoy, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: lucir las palmas y los laureles de general de la Nación. Lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón y ponerme, con este nombre, al servicio integral del auténtico pueblo argentino".
Avanzó con un párrafo entre solemne y recargado en el que alabó a la "masa sufriente y sudorosa", y habló de "ese pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre que hemos de reivindicar".
Pero la multitud tenía una inquietud casi de niño: quería saber dónde había estado Perón físicamente esos días. "¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?", le gritaba. Perón no podía responderles, porque parte del arreglo era que no debía hablar sobre su prisión. Siguió con sus frases, algunas directas, otras grandilocuentes.
Pero la gente no se resignaba: "¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?". El líder ensayó algo parecido a una respuesta: "¡Estuve realizando un sacrificio que lo haría mil veces por ustedes!". Pero no. Volvió la pregunta.
Por fin, con su maña discursiva, logró contentarlos: "Señores... ante tanta insistencia les pido que no me recuerden lo que hoy ya he olvidado. Porque los hombres que no son capaces de olvidar no merecen ser queridos ni respetados por sus semejantes y yo aspiro a ser querido por ustedes".
Un solo grito: "¡Mañana es san Perón!"
Aunque dijo que ya no había motivos, Perón pidió que cumplieran el paro fijado para el día siguiente, pero que lo hicieran "festejando la gloria de esta reunión de hombres de bien y de trabajo que son la esperanza más pura y más cara de la patria". Sería, de alguna forma, un día de celebración y de descanso después de la jornada feliz y a la vez agotadora.
Abajo, patentaron un clásico: "¡Mañana es San Perón/ que trabaje el patrón!"
Y bueno, se terminaba el día. Perón les dijo que estaba "un poco enfermo y fatigado" y que necesitaba un descanso que se tomaría "en el Chubut". Igual se quedó un rato más saludando con los brazos arriba imitando el estilo de los boxeadores. La sonrisa de Perón era para el pueblo. Otra vez dentro de la Casa Rosada, lo atacó un dolor de cabeza aliviado por unas aspirinas, Testigos dicen que estaba con cara de preocupado porque temia una reacción, una más, de sus pares de armas.
¿Qué pasó en las horas siguientes, ya del 18? Hay algunas versiones no contradictorias pero sí superpuestas. Una, que quiso volver a su departamento para reencontrarse con Evita, a quien no veía desde su detención. Pero como había mucha gente aglomerada le recomendaron volver al hospital. La otra, que efectivamente la pasó a buscar a Eva y fueron con ella al hospital, pero a saludar a Mercante, que había quedado internado por una úlcera estomacal y se había perdido la noche histórica en la plaza.
Sobre lo que hizo Evita el 17 de octubre y en los días previos también hay diferentes relatos. Desde los que sostienen que tuvo una participación importante activando a los obreros, a otros, con más difusores, que indican que no hizo mucho.
En la jornada puntual del 17 se dice que se acercó en un auto al hospital y logró hablar con Perón por teléfono desde la recepción, pero no subió. Que volvió al departamento y se comunicó una vez más con su pareja durante la tarde. Y escuchó por la radio el discurso de la noche. Después, sí, se reencontraron y partieron hacia la quinte de San Nicolás del abogado Román Subiza, amigo del coronel.
La jornada que dio vuelta a un siglo había quedado atrás. Alguien que no fue peronista, el historiador Félix Luna, le asignó el título que tal vez mejor la defina. Fue el día que en la República Argentina sopló "el huracán de la historia".
Fuente: Perfil