Exclusivo EES
El niño adoctrinadoPOR JORGE BOCCANERA. Buenos Aires. EES 118
He sido, a pesar mío, un niño adoctrinado. Y, lo peor de todo, dicho ultraje no provino de un único sujeto, sino que fueron varios los que contrabandearon ideas hacia mi pensamiento cuando éste estaba aún en estado maleable; vale decir que mi discernimiento era pobretón, y no contaba yo con las fuerzas para resistirme. Admito que oculté el hecho por temor y vergüenza. Por distracción o bobería no me percaté del trasiego de ideas que desembarcaban en mi mente tras el barniz de una ingenua historieta. Porque empecé leyendo tiras de un tal Oesterheld que presentaba personajes de dudosa prosapia: un sargento del 7º de Caballería que desertaba y se unía a los aborígenes y un corresponsal mediocre que martillaba sobre el sinsentido de la guerra. Lo peor, lo veo ahora claramente, es que ese guionista presentaba en sus episodios de El Eternauta a un grupo humano como héroe colectivo. ¿Invitación a organizarse? De ahí a la insurrección hay un paso. ¡Con cuánta ingenuidad leía yo aquellas aventuras! ¡Con qué petulancia hice caso omiso a las advertencias de aquellas voces sensatas que me alertaban sobre las malas compañías que vendrían después (libros de Viñas, Cardenal, Gelman, Moyano, Cortázar, González Tuñón, Bayer, Fontanarrosa, Santoro, Manauta, Saramago, Selser, Galeano, Costantini y tantos otros que me inculcaron sus ideas perniciosas maquilladas en estilos más o menos atractivos que, finalmente, de modo avieso, invitaban a dialogar con un interlocutor, mientras lo convertían disimuladamente en un lector a la mano y por lo tanto: manoseable. Me duele confesar que fui más lejos y que tuve trato cercano con esos literatos-adoctrinadores que, repito, manipulaban con ese machacar sobre la dignidad, un humanismo demodé y la cantinela de la justicia social. Debo advertir que ese discurso que propone maridajes contranatura entre estética y ética, no es como pudiera suponerse un hecho aislado, sino que he detectado en el barrio a otros sujetos con la misma tribulación que no se animan todavía a declarar este trastorno que traspasa las fronteras del aula, del barrio, de la ciudad; en suma, un mal que afecta a gente de muchas partes del país Lo más grave aún es que estos catecismos literarios están diseminados a nivel internacional, donde incluso los traducen y los premian. ¿El mundo al revés? Exactamente. Con intelectuales que aparentan cultivar en base a forzadas metáforas, piruetas del decir, lenguaje farfullado, cuando en verdad tras ese ejercicio de cabriola literaria nos están instruyendo, arriándonos como ovejas hacia el terreno aciago de la aventura, los anhelos, la intensidad, la integridad y lo peor, la posibilidad de pensar un mundo distinto, idea que ya sabemos los desórdenes mayúsculos que ha causado. Uno de ellos, R. Walsh –narrador que involucionó hacia el periodismo– dijo una vez, adoptando una postura sensiblera haberse conmovido por la frase que le soltó un leproso: “Todo es hermanaje”. Otro sujeto, P. Orgambide, quien en sus últimos años dejó de lado su veta creativa para armar panfletos –su último mensaje catequizador se llama Una literatura solidaria– desembozado y sin disimulo solía decir sin sonrojarse pamplinas como que “la solidaridad es el lujo de los pueblos”. Apunto estos casos porque concuerdo en que mucho de este discurso subversivo ronda alrededor del eje de la tan mentada solidaridad que, por fuera de dádivas y asistencialismos, enmascara conceptos que allanan el camino de las ideologías funestas. Habría que poner un manto de sospecha sobre las expresiones: “reciprocidad”, “fuerza mancomunada”, “labores cooperantes”; invito a revisar los reversos de todo lo que aluda a “relación igualitaria”, “diálogo y convivencia”, “vasos comunicantes”, “sentido de comunidad” y sobre todo esa mirada interesada en ver a la solidaridad como algo “movilizador” con contenidos políticos. No hay dudas de que subyacen allí teorías peligrosas –por suerte el término “fraternidad”, tan de otro tiempo, quedó relegado al gremio de los ferroviarios–. El peligro real radica en que se comienza deslizando consignas tales como “acción aglutinante” y ya sabemos cómo se termina; formulando la pregunta funesta de: “¿Qué tipo de sociedad queremos?”.
En mi infancia recuerdo que decíamos “juntarse” para referirnos a un amigo cercano, y quizá en esa palabreja ya venía incubado el adoctrinamiento subliminal. Hay que permanecer a alerta. Por lo pronto, eché al fuego lo que conservaba de basura foránea; libros de Whitman (escribió: “En algún lugar te espero”), Rimbaud (un indignado en la Comuna de París), Vallejo (sentenció: “Se debe todo a todos”); claves solapadas de cacareados “lazos sociales”, actitudes perniciosas que tienen la propiedad de propagarse tal cual lo confiesa sin tapujos otra de esas voces envenenadas (un ignoto Luis Cardoza y Aragón) que dijo: “Con la imaginación en movimiento, pongo en movimiento otra imaginación”.
No son inocentes ni las palabras ni los silencios; incluso un candoroso silbo –por ejemplo, de un tango de Discépolo– podría traer enredado en su viruta con trazos dizque pesimistas, algún aire de redención. El enemigo está ahí, astuto, vivo, solapado. Por suerte, varios comunicadores esclarecidos han tomado cartas en el asunto. No es un tema menor. Viene de lejos. Traspasa territorios, credos, épocas. Para certificarlo está la anécdota de una mujer prisionera en la ESMA en 1978 y el joven oficial que con deseos vanos de “recuperarla” le alcanzaba libros de contrainsurgencia que explicaban los métodos de tormento aplicados por uniformados franceses en Argelia. Un día ese oficial tras la frase de “éste te va a gustar”, le alcanzó a la prisionera un ejemplar con temática diferente que la sorprendió. Esa sobreviviente se llama Adriana Marcus. El ex marino se llama Alfredo Astiz. El libro en cuestión era El Eternauta.
*Con autorización del autor. © Miradas al Sur, 2012.
He sido, a pesar mío, un niño adoctrinado. Y, lo peor de todo, dicho ultraje no provino de un único sujeto, sino que fueron varios los que contrabandearon ideas hacia mi pensamiento cuando éste estaba aún en estado maleable; vale decir que mi discernimiento era pobretón, y no contaba yo con las fuerzas para resistirme. Admito que oculté el hecho por temor y vergüenza. Por distracción o bobería no me percaté del trasiego de ideas que desembarcaban en mi mente tras el barniz de una ingenua historieta. Porque empecé leyendo tiras de un tal Oesterheld que presentaba personajes de dudosa prosapia: un sargento del 7º de Caballería que desertaba y se unía a los aborígenes y un corresponsal mediocre que martillaba sobre el sinsentido de la guerra. Lo peor, lo veo ahora claramente, es que ese guionista presentaba en sus episodios de El Eternauta a un grupo humano como héroe colectivo. ¿Invitación a organizarse? De ahí a la insurrección hay un paso. ¡Con cuánta ingenuidad leía yo aquellas aventuras! ¡Con qué petulancia hice caso omiso a las advertencias de aquellas voces sensatas que me alertaban sobre las malas compañías que vendrían después (libros de Viñas, Cardenal, Gelman, Moyano, Cortázar, González Tuñón, Bayer, Fontanarrosa, Santoro, Manauta, Saramago, Selser, Galeano, Costantini y tantos otros que me inculcaron sus ideas perniciosas maquilladas en estilos más o menos atractivos que, finalmente, de modo avieso, invitaban a dialogar con un interlocutor, mientras lo convertían disimuladamente en un lector a la mano y por lo tanto: manoseable. Me duele confesar que fui más lejos y que tuve trato cercano con esos literatos-adoctrinadores que, repito, manipulaban con ese machacar sobre la dignidad, un humanismo demodé y la cantinela de la justicia social. Debo advertir que ese discurso que propone maridajes contranatura entre estética y ética, no es como pudiera suponerse un hecho aislado, sino que he detectado en el barrio a otros sujetos con la misma tribulación que no se animan todavía a declarar este trastorno que traspasa las fronteras del aula, del barrio, de la ciudad; en suma, un mal que afecta a gente de muchas partes del país Lo más grave aún es que estos catecismos literarios están diseminados a nivel internacional, donde incluso los traducen y los premian. ¿El mundo al revés? Exactamente. Con intelectuales que aparentan cultivar en base a forzadas metáforas, piruetas del decir, lenguaje farfullado, cuando en verdad tras ese ejercicio de cabriola literaria nos están instruyendo, arriándonos como ovejas hacia el terreno aciago de la aventura, los anhelos, la intensidad, la integridad y lo peor, la posibilidad de pensar un mundo distinto, idea que ya sabemos los desórdenes mayúsculos que ha causado. Uno de ellos, R. Walsh –narrador que involucionó hacia el periodismo– dijo una vez, adoptando una postura sensiblera haberse conmovido por la frase que le soltó un leproso: “Todo es hermanaje”. Otro sujeto, P. Orgambide, quien en sus últimos años dejó de lado su veta creativa para armar panfletos –su último mensaje catequizador se llama Una literatura solidaria– desembozado y sin disimulo solía decir sin sonrojarse pamplinas como que “la solidaridad es el lujo de los pueblos”. Apunto estos casos porque concuerdo en que mucho de este discurso subversivo ronda alrededor del eje de la tan mentada solidaridad que, por fuera de dádivas y asistencialismos, enmascara conceptos que allanan el camino de las ideologías funestas. Habría que poner un manto de sospecha sobre las expresiones: “reciprocidad”, “fuerza mancomunada”, “labores cooperantes”; invito a revisar los reversos de todo lo que aluda a “relación igualitaria”, “diálogo y convivencia”, “vasos comunicantes”, “sentido de comunidad” y sobre todo esa mirada interesada en ver a la solidaridad como algo “movilizador” con contenidos políticos. No hay dudas de que subyacen allí teorías peligrosas –por suerte el término “fraternidad”, tan de otro tiempo, quedó relegado al gremio de los ferroviarios–. El peligro real radica en que se comienza deslizando consignas tales como “acción aglutinante” y ya sabemos cómo se termina; formulando la pregunta funesta de: “¿Qué tipo de sociedad queremos?”.
En mi infancia recuerdo que decíamos “juntarse” para referirnos a un amigo cercano, y quizá en esa palabreja ya venía incubado el adoctrinamiento subliminal. Hay que permanecer a alerta. Por lo pronto, eché al fuego lo que conservaba de basura foránea; libros de Whitman (escribió: “En algún lugar te espero”), Rimbaud (un indignado en la Comuna de París), Vallejo (sentenció: “Se debe todo a todos”); claves solapadas de cacareados “lazos sociales”, actitudes perniciosas que tienen la propiedad de propagarse tal cual lo confiesa sin tapujos otra de esas voces envenenadas (un ignoto Luis Cardoza y Aragón) que dijo: “Con la imaginación en movimiento, pongo en movimiento otra imaginación”.
No son inocentes ni las palabras ni los silencios; incluso un candoroso silbo –por ejemplo, de un tango de Discépolo– podría traer enredado en su viruta con trazos dizque pesimistas, algún aire de redención. El enemigo está ahí, astuto, vivo, solapado. Por suerte, varios comunicadores esclarecidos han tomado cartas en el asunto. No es un tema menor. Viene de lejos. Traspasa territorios, credos, épocas. Para certificarlo está la anécdota de una mujer prisionera en la ESMA en 1978 y el joven oficial que con deseos vanos de “recuperarla” le alcanzaba libros de contrainsurgencia que explicaban los métodos de tormento aplicados por uniformados franceses en Argelia. Un día ese oficial tras la frase de “éste te va a gustar”, le alcanzó a la prisionera un ejemplar con temática diferente que la sorprendió. Esa sobreviviente se llama Adriana Marcus. El ex marino se llama Alfredo Astiz. El libro en cuestión era El Eternauta.
*Con autorización del autor. © Miradas al Sur, 2012.