El país

Shakespeare en Malvinas: "Los ex combatientes no quieren el lugar de víctimas; es un lugar de mierda"

Por Carlos Gamerro*.

"Los ex combatientes no quieren el lugar de víctimas, y tienen derecho: es un lugar de mierda. O milicos fachos o pobres víctimas: parecen atrapados en ese dilema. Entiendo que hay otro lugar posible, otro heroísmo si se quiere: el de la solidaridad. Héroe fue el guardia del depósito que dejaba pasar a soldados desconocidos muertos de hambre, héroe fue el que repartía la comida que no alcanzaba ni para él mismo, héroe el que se arrastró hasta el compañero estaqueado para aliviar su sufrimiento", escribe Carlos Gamerro en este ensayo impecable y libre de toda concesión que publicamos en El Extremo Sur a 38 años de la guerra de Malvinas. Originalmente se publicó el 8 de abril de 2012, y luego fue incluido en el libro "Shakespeare en Malvinas y otros ensayos" editado por Espacio Hudson (www.espaciohudson.com) en 2018.

Carlos Gamerro -uno de los grandes narradores contemporáneos de la Argentina- es el autor de "Las islas", la novela más extraordinaria que se haya escrito en torno de Malvinas junto a la fundacional "Los pichiciegos" de Rodolfo Fogwill.

.Gamerro es narrador, ensayista y docente. Su obra publicada incluye las novelas "Las Islas" (1998), "El sueño del señor juez" (2000), "El secreto y las voces" (2002), "La aventura de los bustos de Eva" (2004) y "Cardenio" (2016), los cuentos de "El libro de los afectos raros" (2005) y los ensayos "Ulises. Claves de lectura" (2008), "Facundo o Martín Fierro" (Premio de la crítica a la mejor obra literaria de 2015) y Borges y los clásicos (2016). Escribió junto a Rubén Mira el guión del film Tres de corazones (2007), dirigido por Sergio Renán. Su obra teatral Las Islas se estrenó con dirección de Alejandro Tantanian en el Teatro Alvear (2001).

SHAKESPEARE EN MALVINAS

En la cuarta escena del cuarto acto de Hamlet escuchamos el siguiente diálogo entre el príncipe de Dinamarca y un capitán del ejército noruego:

HAMLET: Buen señor, ¿qué tropas son éstas?

CAPITÁN: De Noruega, señor.

HAMLET: ¿Y hacia dónde se dirigen?

CAPITÁN: Hacia algún lugar de Polonia, señor.

HAMLET: ¿Quién está al mando?

CAPITÁN: El sobrino del rey, Fortinbras.

HAMLET: ¿Se proponen atacar Polonia misma, o algún territorio de frontera?

CAPITÁN: Para decirle la verdad sin vueltas, vamos por un pedazo de tierra que no vale más que por el nombre. Lo que es yo, no pagaría ni cinco ducados para cultivarlo. Ni cinco. [...]

HAMLET: Pero entonces los polacos no lo van a defender.

CAPITÁN: Claro que sí, ya tiene una guarnición.

HAMLET: Ni dos mil hombres ni veinte mil ducados

pueden zanjar la cuestión de esta minucia.[...]

No hay situación que no me acuse

ni no espolee a mi demorada venganza.[...]

A la vista tengo ejemplos de sobra.

Miren si no este ejército, tan numeroso y potente,

al mando de un príncipe tierno y delicado,

cuyo espíritu, insuflado de ambición divina,

le hace muecas al invisible porvenir

poniendo toda su mortal incertidumbre

en manos del peligro, la muerte y la fortuna,

y todo por una cáscara de huevo. No son grandes

quienes pelean sin motivo; sí los que afrontan el combate

con grandeza, así sea por una nimiedad,

cuando el honor está en juego.

Y entonces, ¿cómo quedo yo, con un padre

asesinado, una madre mancillada,

alicientes de la razón y de la sangre,

y dejo que todo duerma, mientras para mi vergüenza veo

a veinte mil hombres que por una fantasía,

por un ardid de la fama, marchan hacia la tumba

como quien se va a la cama? ¿A pelear por un terreno

que no alcanzará para enterrar a los que mueran?

A partir de ahora, nada valdrán mis pensamientos,

salvo cuando sanguinarios sean.

No soy capaz de releer esta escena de Hamlet sin pensar en la Guerra de Malvinas. Tomando los argumentos del príncipe al pie de la letra, el valor de las islas radicaría no tanto en ellas mismas sino en el hecho de haber luchado por ellas. Enunciado así, en frío, el argumento puede parecer poco convincente; pero es uno de los que más ha circulado desde 1982 hasta el presente. Por dar sólo dos ejemplos, el presidente Alfonsín, el 2 de abril de 1984, dijo, hablando de los caídos en la guerra, que "esas trágicas muertes refuerzan aun más la convicción que tenemos sobre la justicia de nuestros derechos". Más escueto y más retórico, el senador Duhalde, ocupando a la sazón el sillón de presidente, declaró el 2 de abril de 2002 que las Malvinas "son nuestras por derecho de sangre." Esta es una idea de valor sobre todo emotivo, como argumento, su falacia es evidente: con ese criterio, los ingleses tendrían tanto derecho a las islas como nosotros, porque también sus soldados murieron en ellas.

Pero Shakespeare es siempre más complejo de lo que cualquiera de sus citas sugiere. Sus diálogos y monólogos valen en función de la trama, no fuera de contexto. Antes de decir estas palabras, Hamlet ya había demostrado una nada envidiable aptitud para compararse con cualquier cosa, con tal de desmerecerse; así como ahora se compara con el cuadrado milico Fortinbras, antes se comparó con un actor que lloraba con pasión la muerte de Hécuba, mientras él apenas podía expresar su dolor por su padre asesinado: si se comparara con un sapo se avergonzaría de la pobreza de sus verrugas. Tiene baja la autoestima, el muchacho: esto es lo que hay que leer en este discurso suyo. Shakespeare espera que convirtamos las afirmaciones de Hamlet en preguntas: ¿realmente vale la pena morir por la fama, o por un pedazo de tierra que ni siquiera alcanzaría para enterrar a los muertos? (En el caso de Fortinbras, aclaremos, toda esta retórica del honor es puro cuento: su verdadero objetivo es Dinamarca, la invasión de Polonia una excusa).

Shakespeare ya había liquidado los ideales épico-caballerescos en Enrique IV, a través de su personaje Hotspur, tan apegado a ideal del honor que cuando se entera de que sus aliados lo abandonan se alegra porque así serán menos los que deban repartirse la gloria, y que se lanza a la batalla al grito de "¡Muramos todos, muramos alegres!" y obviamente obtiene lo que anhelaba. Su contraparte, el pícaro Falstaff, murmura en el campo de batalla, frente a la mueca de un cadáver: "No me gusta el sonriente honor de Sir Walter. A mí, denme la vida."

En Troilo y Crésida, versión ácida y desencantada de la guerra más famosa de la literatura, los troyanos discuten si vale la pena librar una guerra tan larga y costosa únicamente por Helena. Héctor, el campeón de los troyanos, argumenta que debe ser devuelta a los griegos, porque "no vale lo que cuesta mantenerla" (donde "lo que cuesta" se mide en vidas humanas), a lo que su hermano Troilo pregunta: "¿No es la valoración misma lo que da valor a algo?" Héctor responde que el valor no puede radicar únicamente en el ojo del que juzga, sino que también debe residir en el objeto en sí mismo: "loca idolatría es poner el culto por encima del dios." Pero luego termina aceptando el punto de vista de Troilo: Helena es "un tema de honor y renombre, un acicate para hecho magnánimos y valientes", y todos están de acuerdo. El resultado, claro, no es otro que la completa destrucción de Troya a sangre y fuego. Más cínico y más sintético que sus generales, el descreído soldado raso Tersites ya había resumido esta guerra a su manera: "Todo se reduce a un cornudo y una puta."

Si releer algunas escenas de Hamlet me hace pensar en Malvinas, Troilo y Crésida me lleva a pensar invariablemente en la guerra que casi libramos con Chile por las tres islas del Canal de Beagle. Una guerra que podría haber durado años, a lo largo de cinco mil kilómetros de frontera, con su inevitable secuela de violaciones, masacres, torturas y desaparecidos. Las tres islas hoy son de Chile. ¿Qué consecuencias funestas nos ha traído esa pérdida, y si alguna ha habido, cómo se compara con las que hubiera traído esa guerra? Aunque siguiendo los argumentos de Hamlet en un mal día, y los de Hotspur, Héctor y Troilo en cualquiera, perdimos una gran oportunidad de ganar honor y de demostrarle al mundo nuestro arrojo y nuestra valentía.

Pero quizás sea distinto el caso de las Malvinas. ¿Son, ellas sí, valiosas en sí mismas? Sin duda más que las olvidables y olvidadas Picton, Lennox y Nueva: la lana de oveja, la pesca, los posibles yacimientos petrolíferos las convierten, si no en el botín de los cinco continentes, sí al menos en un territorio que no dan ganas de resignar sin pataleo. ¿Fue por estas riquezas naturales que se libró la guerra, por esto se las sigue reclamando diplomáticamente con tanto ahínco? No parece ser ese el principal motivo. Si de la explotación de recursos naturales se tratase, hay muchas fórmulas de colaboración que resultarían de mutuo beneficio para argentinos, ingleses e isleños. El valor principal de las islas, como Helena, como el del territorio que se disputan noruegos y polacos, parece ser simbólico. Las islas han sido colocadas en el terreno de los valores supremos de la patria, de lo intangible, lo sagrado, lo indiscutible. No es éste un sentimiento que brota espontáneamente de la entraña misma de nuestro pueblo: es una construcción deliberada y permanente de las instituciones educativas, empezando por la escuela primaria, y de los medios de comunicación. Pero claro, lo mismo podría decirse de todos los símbolos nacionales, y también es cierto que el pueblo nunca es un rebaño pasivo y que pareció haber hecho suyo este sentimiento: lo hizo sin duda el 2 de abril de 1982, cuando salió espontáneamente a las calles a festejar la recuperación de las islas.

Si se tratase únicamente del honor de nuestro emblema y del orgullo nacional, lo mismo darían las Malvinas que las islitas del Beagle. El valor de las Malvinas va más allá, y radica, paradójicamente, en el hecho de haberlas perdido. Nuestra derrota en la guerra de 1982 no podía sino reforzar este sentido: ya las perdimos dos veces. La Argentina se complace en pensarse como un país que ha perdido, o ha sido despojado, de mucho de lo que era suyo, o que por derecho debería haberlo sido; que no está donde se merece. La nostalgia quizás ilusoria de un país que pudo haber sido y no fue nos corroe por dentro. Las Malvinas, que efectivamente nos fueron arrebatadas, se convierten así en el símbolo natural de todo lo que hemos perdido, una confirmación de lo fundado de un sentimiento tal. Y una forma de pensamiento mágico, más efectiva cuanto menos explícitamente se la formule, nos susurra en el oído que cuando las recuperemos, todo lo que perdimos volverá a ser nuestro, y también lo que nunca fue nuestro pero debió haberlo sido y debería serlo. Recuperar las Malvinas nos convertiría en el país potente que deberíamos ser, en lugar del país impotente que seríamos. Enunciadas, estas ideas denuncian su carácter absurdo: la clave es en sugerirlas sin decirlas.

En otro momento este lugar lo ocupó para muchos argentinos el regreso de Perón. Finalmente volvió, tras veinte años de lucha popular, y muchos de los que lucharon por su regreso se preguntaron entonces, o lo hacen hoy, si sobrevivieron, si no hubiera sido mejor que se quedara en Puerta de Hierro jugando con sus caniches. La comprobación de que esta identificación entre el regreso de Perón y la recuperación de las Malvinas no era una mera figura de mi imaginación la encontré en la biografía de Joe Baxter, un integrante de Tacuara que luego pasó a Montoneros. En el año 63 puso en marcha el ‘Operativo Edmundo Rivero' , un plan en dos etapas: primero recuperaban las islas Malvinas, para lo cual llegaron a comprar un barco y señar un DC3, y luego traerían a Perón a las islas, que le servirían como base de operaciones para volver al poder. No sabemos si llegaron a comunicarle este plan a Perón, aunque es fácil imaginar lo que el pragmático general hubiera opinado al respecto. Otro ejemplo: protestando contra la filmación del film Evita en Buenos Aires, el dirigente Alberto Brito Lima propuso el siguiente silogismo: "Los argentinos amamos las Malvinas. Eva Perón es la corporización de Malvinas. Yo defiendo a la Eva como si fueran las islas Malvinas." En su reciente novela Montoneros o la ballena blanca Federico Lorenz recrea de manera imaginativa y conmovedora aspectos de esta convergencia entre las dos grandes causas nacionales del siglo XX.

Las islas han sido convertidas en nuestro santo grial, nuestro santo sepulcro: su recuperación, en la gran epopeya nacionalista. En otra obra de Shakespeare, Enrique IV, el rey asediado por guerras civiles sueña con liderar una cruzada a Jerusalén. Noble motivo: pero el rey Enrique es un usurpador, y lo que busca con la cruzada es lavar sus culpas y legitimar su cetro: él también quiere su "guerra limpia". En su lecho de muerte le sugiere a su hijo, el más práctico Enrique V, llevar la guerra a Francia, para "entretener las mentes descontentas con guerras extranjeras", que es lo que este hará en Enrique V, buscando el apoyo de la iglesia para pergeñar una patraña sobre sus legítimos derechos a la corona conjunta. Quizás Galtieri haya leído esta obra, aunque no lo considero muy probable.

Asociada a la idea de pérdida aparece el reclamo por la integridad territorial: las Malvinas son el pedazo que le falta a la Argentina para estar completa: como si se trataran (su forma misma lo sugiere) de las dos piezas perdidas del rompecabezas. La fuerza de esta idea se asienta en la identificación entre territorio nacional y cuerpo humano: el cuerpo de la nación. Pero nuevamente se trata de una mera metáfora. El cuerpo humano tiene una forma necesaria, y por eso pueden faltarle partes: un ojo, un brazo, una pierna. Un territorio nacional es una forma contingente: no hay en cielo alguno un arquetipo platónico de la Argentina. Así como sentimos que nos faltan las islas, alguien podría sentir que nos faltan Bolivia, Paraguay y Uruguay, y otro que nos sobra la Patagonia, que fue de la nación araucana hasta 1880.

El problema con los argumentos emotivos es que solo convencen a quien los esgrime. Mientras más coloquemos a las islas en el terreno mítico y místico de lo intangible, menos probable será su recuperación y más decepcionante será, si llega, el éxito: un poco más de pescado, un poco más de petróleo, un poco más de lana de oveja. Hemos depositado tanto en ellas, que si ahora las recuperáramos estaríamos en el lugar de Don Quijote que, al encontrarse finalmente cara a cara con su Dulcinea, no ve mas que una tosca labradora con olor a chivo.

¿Qué queda entonces para los que murieron peleando "por una fantasía y una ardid de la fama?". En cuanto a los oficiales y suboficiales, se impone seguir separando la paja del trigo: ningún torturador o asesino de sus compatriotas, aunque haya combatido en las islas, puede ser honrado por ello. Las Malvinas no redimen a la ESMA, la sangre de argentinos no se lava con sangre de ingleses. De los colimbas, algunos lucharon contra los ingleses, otros meramente aguantaron, muchos hubieran desertado si hubieran podido. No es eso lo que los distingue: en todo caso, honrar a los que pelearon no debe deshonrar a quienes no pudieron o no eligieron hacerlo. Como señala Federico Lorenz en su Fantasmas de Malvinas, había que ser muy valiente, en el clima de la dictadura, para negarse a participar en esa guerra. Desde el retorno de la democracia, una preocupación principal ha sido separar a los ex combatientes de los militares de la dictadura: uno de las maneras fue considerarlos como víctimas, homologándolos a las del terrorismo de estado. Es cierto que en alguna medida lo fueron, sobre todo los torturados por sus propios oficiales. Pero también es cierto que los ex combatientes no quieren el lugar de víctimas, y tienen derecho: es un lugar de mierda. O milicos fachos o pobres víctimas: parecen atrapados en ese dilema. Entiendo que hay otro lugar posible, otro heroísmo si se quiere: el de la solidaridad. Héroe fue el guardia del depósito que dejaba pasar a soldados desconocidos muertos de hambre, héroe fue el que repartía la comida que no alcanzaba ni para él mismo, héroe el que se arrastró hasta el compañero estaqueado para aliviar su sufrimiento. Aquí no hay confusión posible, y no podrán colarse los torturadores en los honores rendidos a los soldados valientes. Creo que es tarea de todos acompañarlos en la construcción de ese lugar, para que no queden paralizados por ese falso dilema. Ni el heroísmo suicida de Hotspur ni el arrojo avivado de Fortinbras y los dos Enriques: ése podemos dejárselo sin problema a los milicos de la dictadura.

Se ha hablado mucho en el último tiempo de ‘separar' la guerra del reclamo de soberanía. Es cierto que la guerra incidió negativamente sobre éste, que le dio argumentos (algunos válidos) a ingleses e isleños. También es cierto que la sangre derramada no da derechos. Pero la guerra, o más específicamente, la experiencia de los soldados que pasaron por Malvinas, cambió para siempre el valor y el sentido que tienen para nosotros. Ya no pueden ser tratadas meramente como un conjunto de recursos naturales, como dos cachos de tierra. No la mística sangre, pero sí la muy real y decisiva vivencia de los soldados conscriptos que fueron a Malvinas, el respeto por esta experiencia, también debe ponerse sobre la mesa de negociaciones.

Terreno pantanoso el de Malvinas. Cuando uno cree estar pisando en firme, aparece la ciénaga.

Estas son algunas de las cosas que me ayudó a pensar el - como lo llama un personaje (irlandés) de Borges en "Tema del traidor y del héroe" - "enemigo inglés William Shakespeare".