Cultura

Un Reflejo (Palo Pandolfo)

Por Pablo Dacal

El jueves se nos fue de la manos. Estamos almorzando con Eva, mi hija, pasadas las tres de la tarde, cuando el sol se cubre en un parpadeo. Me quedo expectante, algo sorprendido e inquieto. ¿Eso fue un ave? Ella me pregunta en qué estoy pensando cuando ve que dejo de oír su relato sobre Roblox. ¿Qué pasa? Y le digo que nada, que un pájaro habrá cruzado el balcón. Que no llegué a verlo pero debe haber sido grande. Muy grande. Ella imita mi cara de sorpresa con un gesto suspendido. El tiempo tiene sus pausas. Tengo trabajo, por segunda vez en el año, y unas horas más tarde salimos en Uber hacia Boedo, un concierto a la guitarra para inaugurar un Centro Cultural. Subimos al auto y estamos atravesando Caballito cuando recibo un mensaje del Negro Moreno, al teléfono, que desencadena una catarata de angustia y amor. Un abismo. Ha muerto Palo Pandolfo, pocas horas atrás, a cinco cuadras de mi casa. En la calle, cuando el sol cubría la ciudad, la eternidad brilló en un instante.

Al llegar canto como puedo. Una y otra de Palo: El Ente y Sobre tu espina dorsal, zumban las moscas. Catarata de amor. A los gritos, hasta romperme la garganta. Poder gritar como un niño enfurecido, sobre un tablado, es una de esas posibilidades que Palo abrió con su voz. A ese gesto estilizado lo volvió mueca, requiebro, impostura, gracia y estilo. Lo reconfiguró hasta extraer su propia perla: esa entonación ondulante y danzarina que rearmaba, con los embates de su expresión, un nuevo escenario para los sentimientos. Ni hablar ni cantar: dejarse poseer por las emociones, que alteran todo a su paso, hasta liberar en la boca del sonido una pasión desenfrenada. Ni la voz sale indemne ni la garganta intacta pero el cuerpo, a pesar del esfuerzo, se tonifica. Expulsa a los malos espíritus que lo hubiesen habitado así como mantiene en su campo gravitacional a esas figuras que lo vuelven único: la melodía en sus ojos, las luces en los oídos y veinte pájaros en un sombrero. El buen chamán busca una conexión y abre sus puntos de energía hacia lo absoluto, junto a la tierra y sus misterios. Sin temores. Es también un proyecto estético: desordenar los sentidos para encontrar la gracia. Palo, en estado de gracia, atravesó la ciudad hasta caer en una esquina. Y en medio, todo.


Reinventar

Un reflejo cuenta una epifanía: el viajero leva sus anclas y se lanza a la aventura. Pero, en medio de su periplo, lo que pudo haber sido otro viaje más estalla como una revelación. Tocado por un rayo demasiado fugaz, con un resto de lucidez, reinventa el mundo y su lugar en el mundo. Eso mismo es lo que hizo Palo a lo largo y ancho de su océano: reinventarse. De surrealista sentimental en bufón burlesco, de grotesco urbano en retro psicodélico, de poeta místico en cantautor militante. Del garage al campo, por Acceso Oeste, con el mismo impermeable de toda su vida. Las etapas de sus proyectos, como él había notado, coincidieron con los cambios en la conducción política del país. Quería desenmascarar el engaño de la historia y fundar un partido político para contarla de nuevo. Psicopolítica: una política del alma y una psicología de la política. No era fácil seguirlo. Esa manera de vivir la ciudad, desde adentro, no le impidió seguir investigando el conocimiento por los abismos. Su inconsciente colectivo estaba mucho más adentro del que escuchaba Charly García: lo veía en los arquetipos de Jung y en las emociones hardcore de nuestro continente LowFi.

Palo reinventó el rock argentino. Como Fito Páez, Luca Prodan o Daniel Melero, arrimó algo nuevo al fogón: el apasionado canto criollo. Después de abrir la voz a la entonación italiana y asimilar los ancestros se reconoció poseído por el espíritu afro-criollo. Pero aquella estirpe, con la opresión que Palo veía sobre su cabeza, estallaba con la fuerza de un Imperio: el Parakultural. Palo cantaba como actuaba Urdapilleta: daban miedo. En los últimos meses estaba estudiando a Schubert. Un lied de Winterreise, la suite que el austríaco compuso en su último año de vida, con versos de Wilhelm Muller.

Cantaba como hubiesen cantado Roberto Arlt o Néstor Perlongher, de haberlo hecho. Como Melingo toca el clarinete y Páez el piano: merodeando, con paso canyengue y amenazante, alrededor de una melodía sencilla. Solo que la melodía, en su caso, por momentos se rompía y daba paso al aullido. Howl: he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura. El grito interminable de la naturaleza que escuchó Edvard Munch, sobre un puente de Noruega, es el que se decidió a encarnar. En eso nadie le llega a los talones. Quizá Boom Boom Kid. O Ricardo Iorio, pero le falta la dulzura y es de derecha. Y Palo, además de aullar, fue un ácrata de izquierdas: anarquista por convicción, nacional y popular por decisión. ¿Quién va a gritar por nosotros ahora?

El grito

Una canción también es un sonido. Y el sonido de Palo fue un grito, en algún punto equidistante entre las teorías de Arthur Janov y las exploraciones de Nick Cave o Tom Waits. También escribió canciones hermosas, qué duda cabe, y muchas de ellas no tienen ningún grito que las acompañe. Pero su grito, así como la polifonía en García o el complejo sonoro en Sumo, es lo que las hizo únicas. Íbamos a verlo gritar. Esperábamos por su alarido, mucho más fuerte que el que podíamos dar en nuestra casa vacía. Porque no solo era desprejuiciado y valiente, que lo era, sino que disponía de unas cavidades y asperezas que estaban mucho más allá de lo usual.

En su noche oscura también había lugar para el humor absurdo. Y la gracia, mediante ese color subido de tono con el que elegía señalarla, se volvía sarcástica sin perder su cuota de verdad, descarnada y brutal. Porque la honestidad era en Palo, más que en ninguno, totalmente brutal. Aún lo recuerdo en Die Schule, cuando la noche no tenía nada más que ofrecer, vaciando sus bolsillos frente a un público empecinado en un nuevo sonido o alguna canción olvidada. ¡Olé, Olé, Olé, Palo, Palo! Metía las manos en los bolsillos, sacaba los papeles sueltos (¿billetes? ¿boletos? ¿drogas? ¿un pañuelo?) y se los daba a esas manos fervorosas. ¡Palo, Palo bonito, Palo bonito, Palo eh! No estoy hablando de multitudes, ese conglomerado tan esquivo al alarido Pandolfiano. Hablo de los diez flacos más borrachos de la noche, los que no quieren volver a casa porque no tienen dónde ir ni quieren salir del embrujo. Así estaban bien, en esa marea eléctrica que al aturdirlos eclipsaba un presente alicaído y les ofrecía una libertad posible.

La expresión no es un colchón de rosas. Ir a expresar y buscar en el inconsciente y sacar cosas, formas. Sacar espíritu. Es un riesgo. Siempre estás trabajando en el límite de lo que te banca la sociedad. Estas a punto de volverte loco todo el tiempo.

Sobre los mismos tres acordes, durante toda la canción, Un Reflejo lleva el grito al paroxismo: primero con electricidad, después con orquesta de cuerdas, finalmente solo. Palo gritando ¡reinventó el sol! ¡reinventó la luz! La película de Iván Wolovik lo retrata como nadie, en la escena final, con los auriculares puestos y dentro de la cabina de grabación. Solo escuchamos su voz, en el ambiente seco, que al quebrarse descompone los armónicos del sonido como un prisma atravesado por la luz, expandido en su arco iris.

Metafísica proletaria

La universidad, la fábrica, la patria, la religión. Tenía un cristianismo que me parecería, en su exageración, una fantochada. O una chanza, no lo sé: está escrito en la íntima confesión de su único libro, aunque yo no lo recuerdo hablando de Jesús. Y Jesús, al parecer, también estaba sentado a su mesa. ¿Cuántos irían al asado de Palo en su jardín? Pasamos un fin de año en su casa y nos quedamos a dormir, con mi niña de un año y su mamá. Las cosas no estaban bien y ellos nos acompañaron, nos ayudaron, nos dejaron a cargo de la tarde mientras sonaba El León, de Manal, a todo volumen. Nadamos en la pileta hasta las últimas luces del día, comimos las sobras del banquete y dormimos bajo el silencio del Oeste. Con la mañana salimos de regreso y Palo nos despidió en la ruta, junto al auto cubierto de polvo. Al mirar el camino sonreía. Se lo habían aconsejado: sonreír frente a la salida del sol para rearmar la energía en el comienzo de la jornada. Conducía con la cara del guasón, esa sonrisa exaltada en una infinidad de pliegues que nunca nos dejarán tranquilos.

Su tranquilidad era, también, exagerada. Ese subrayado de las emociones era la forma que había encontrado para enfrentar el mundo. Tarde o temprano, inevitablemente, sería arrebatado por la acción. La posesión. Era postromántico, qué duda cabe. Sentía fascinación por las técnicas de la modernidad pero necesitaba liberar las emociones, entregado a la pasión y sus contrastes. La dualidad, esa puerta de entrada al universo de lo múltiple. Cenizas y diamantes.

Los años lo llevaron a aceptar e incluso a adorar a las instituciones. Le gustaba sentirse parte de una industria, conocer sus intersticios, porque todo le resultaba una aventura en cuyo relato podría exaltar los oficios. ¡Trabajar! Productores, imprenteros, técnicos y promotores, tenían un valor similar en el engranaje que buscaba fortalecer. Era una epifanía, para él. Hablaba de las fábricas y las escuelas y el crecimiento con un fin inequívoco: la elevación. Raíces con actitud proletaria, se definió en su verborragia. Se sentía parte del pueblo y así realizó las giras de los últimos años, con las que pudo recorrer el país entero y establecer afinidades en todas las regiones: de las fiestas de la Pachamama, en el norte, a los kilómetros de vacío y contemplación en la Patagonia. Yo seguí sus pasos y en cada pueblo encontré su huella fresca. ¿Sos amigo del Palo? Acá vino y la rompió: aguante el Palo.

MeSaBulMaBilliBusAguAnJeEcu: El cuerpo de Palo cayó en la calle, en la puerta de un banco, a cinco cuadras de mi casa. Cuando su espíritu vio la puerta de salida emprendió el viaje interestelar, abducido por esa fuerza misteriosa que lo llevó hacia el otro lado. Fue un visitante, como cantó una y mil veces. ¿Qué venís a llevarte de mí? Agua, ojos, boca, fuerza y nada más. ¡Pronto voy a ver tu cara! Así estaban en la portada de la Salud universal, transportándose hacia un lugar extraño. Era nuestro Jim Morrison, pero no digo esto pensando en esa comparación del espíritu cipayo que busca homologar los elementos de la propia cultura con los arquetipos proyectados en la caverna de un mundo primero. Cuando nombramos a Jim Morrison, quizá sea necesario recordarlo, estamos señalando a ese linaje de artistas que entiende a la presentación en vivo como a una exaltación de la palabra escrita hacia terrenos insondables, que a través de la rítmica de la enunciación y las inventivas de la entonación abren esas puertas que pocos parecen dispuestos a cruzar. Las de la percepción, que al mostrar un mundo diferente nos invitan a transformar el cotidiano, lo de todos los días.

Palo no creía en los espíritus: dialogaba con ellos. Seguía los pasos de su madre en la Escuela Científica Basilio, al punto de proponerse como un posible canal de liberación y éxtasis. Liberaba el lenguaje a una improvisación sin red. Podía perderse. Podía fallar. A veces se encontraba del otro lado, después del trance, y el ambiente parecía extrañado. Él mismo se sorprendía en cada viaje. El lenguaje tiene esas cosas: conoce de agujeros negros. Palo atravesaba el tiempo. Visualizaba. A los treinta años parecía un intelectual revolucionario del siglo XIX, a los veinte un obrero de fábricas inglesas, a los cuarenta un granjero. Y últimamente, después de la transformación, se había alisado el pelo y parecía un pájaro. Un águila de trueno. Un cóndor color cobrizo.

Aprendí a componer canciones con esa forma de encadenar los acordes, esa manera de escribir libretas y libretas para después tener lo que cantar. Había algo amateur en su forma de trabajar, una profesionalidad de otra época. El volumen bien alto, para arrojarse a los brazos de la distorsión. Escribir como un ejercicio constante, para apuntar las palabras que van a decirse sobre el próximo acorde. Pero también fue el padrino de buena parte de los cancionistas del Río de la Plata, con su galope por las tierras de la acústica local. Cuando la industria cambió de forma, con el nuevo siglo, propuso el cambio de guardia: era el más joven de los viejos y el más viejo de los nuevos. Se reinventó. Con esa nueva voz abrió la música a las palabras próximas. Usaba la jerga popular porque en ese barro había fabricado la infinita paleta de grises con que pintó su Guernica. Patria o muerte. Se metía en los conceptos más transitados para reinventarlos. Eso podría haberlo transformado en postmoderno, además de postromántico, pero fue un postrockero: escribió sobre lo que había vivido y conocido para cantarlo a los gritos. El clamor de un sonido por sobre todas las cosas. El poder de nombrar. Un grito de alerta: todos somos el enviado.

Íbamos a jugar al ajedrez con los chicos, cualquiera de estas tardes, cuando seguramente perderíamos frente a la nueva generación. Terminaríamos charlando en el patio o en el balcón, fumando algo mientras el sol se ocultaba. El tablero sigue armado: probablemente alguna noche, molestando a la oscuridad, mueva su peón. Eso quedará entre nosotros.

Las últimas palabras, en la Chacarita, las dijo El Roto: Palo era un hombre bueno. Siempre luchó por el amor y el bien de los suyos. No puedo recordar mucho más. ¿A quién preguntarle y para qué? El tiempo se suspendió desde entonces: íbamos a lanzar esta publicación de otra forma pero todo se reinventó.

Buenos Aires está silenciosa, falta el grito que pueda despertarla.

Fuente: Payola Revista