Editorial

Carta de amor, esperanza y lamentos por Comodoro Rivadavia, la más entrañable ciudad de la furia

Director

Luego de una larga lista de insultos, reclamos e imprecaciones contra el gobierno y las empresas "que se llevan todo", los comodorenses te van a asegurar que Comodoro es casi la mejor ciudad del mundo. Llegados de todas partes, adquieren la pasión del desierto, el mar agreste y la extensión, donde todo aquello que para los foráneos es dificultad para los locales es una oportunidad. El catecismo laico enseña que hay que pelear por todo, y empezar de nuevo todas las veces que haga falta. Si es tarde para hacerlo bien, no lo es para hacerlo de nuevo. El aguante comodorense precede al del rock argento. El primer mandamiento es "Si aguantás, podés ganar", y los que pensaban irse en un par de años se quedaron durante décadas o nunca se fueron.

Por eso festejamos todo desde hace 122 años, porque sobrevivimos a todo sin tener casi nada. Que nadie le falte el respeto a la alegría comodorense, porque se fue alimentando con la lucha y el sufrimiento, pero sin llorar. ¿Vamos a arrugar ahora, cuando nos dicen que todo se va para Vaca Muerta y nosotros vamos a ir quedando como una fiesta mortecina al amanecer o una playa cuando termina el verano?

Nada de eso, resistiremos para seguir viviendo, como hicimos durante décadas. Al desguace de YPF, a la discriminación constante del Estado nacional, siempre unitario y nada federal aunque gobiernen radicales, peronistas, dictadores o macristas.

Vimos cómo la Nación se llevaba todo mientras Chubut fue territorio nacional desde el descubrimiento del petróleo en 1907 hasta 1957, y cómo la clase política autóctona rifaba después todas las oportunidades desde que se creó la provincia.

Durante 50 años, incluyendo dictaduras y una democracia partida por las injusticias, vimos pasar demasiadas oportunidades sin poder alcanzarlas. Se fueron como se fue el tren que iba a Diadema o a Sarmiento.

Las aspiraciones

Comodoro es un lugar con aspiraciones imperiales, que creyó ciegamente de entrada en su destino manifiesto como centro de la riqueza petrolera del país. La oleada de migraciones llegó en busca de El Dorado, no con la aspiración de encontrar un empleo humilde con sueldos de supervivencia.

Es como la Samarcanda de la Ruta de la Seda, un cruce de caminos por el que la riqueza de los barriles de crudo se extrae sin cesar, pasa ante nuestras narices y viaja muy lejos. Deja retazos de los millones que se van irremediablemente desde 1907. Con esos retazos se hizo la ciudad, y con la prepotencia de trabajo de los que no están dispuestos a resignarse.

Como se sabe, el trabajo no siempre dignifica, y menos todavía cuando apenas alcanza para comprar la miseria. En ese trajinar de más de un siglo -entre pozos petroleros, inviernos crudos, vientos que arrancan la vida de cuajo y luchas sin fin por tener agua y lo elemental para vivir- surgió una actitud desafiante, orgullosa, capaz de practicar la abundancia con muy poco. No se convirtió en una ciudad de tristes corazones, sino en varias ciudades dentro de una, donde nadie resigna su singularidad y todo se ejerce con ferocidad, hasta las celebraciones.

La burguesía petrolera

Se sabe que la burguesía enriquecida con el petróleo -la raza de los "contratistas" o los jerarcas de las compañías- no llegó a la escala virtuosa de sus colegas de Austin (Texas), que invierten en museos espléndidos para perpetuar su apellido (y desgravar impuestos al mismo tiempo).

Los de Comodoro han elegido invertir lejos, donde el clima hace olvidar lo sufrido, y aunque declamen sus quejas contra el Estado no ponen nada para que existan estadios o teatros o grandes infraestructuras educativas o acuarios o piletas olímpicas o hospitales de alta complejidad -ojalá se inspiraran los más "americanos" en la Cleveland Clinic y los más "populistas" en una de las grandes maravillas del kirchnerismo, el Hospital El Cruce de Florencio Varela-.

Vivir en un enclave como Comodoro exige un postgrado. No uno de esos que se acreditan en las universidades y se legitiman con un gran cartón, sino el que se obtiene a través de una experiencia intensa enfrentando los límites.

Esa lógica de resistir a cualquier costo impregna a casi todos los comodorenses. Aprendieron que esas destrezas son imprescindibles para sobrevivir, no para ganar.

Se trata de blindarse contra toda maldición natural y social, incluyendo las ráfagas implacables, la desinversión patológica del Estado nacional, las infraestructuras insuficientes, los servicios que colapsan y los gobiernos que maltratan con fervor a la ciudad y a toda la Patagonia.

Es la renta, idiotas

No se trata del discurso. Es el reparto ferozmente inequitativo de la renta, idiotas, lo que nos condenó a no ser Dallas ni Riad, pero tampoco Neuquén.

Nos bebimos entero al Colhué Huapi y nos estamos tragando todo el Musters. Entre lo que se bebe en cada casa y lo que chupa la industria petrolera no va a quedar agua ni para los floreros. Cuando no quede ni siquiera agua mineral tal vez resulte ridículo hablar de tolerancia cero.

¿Tiene sentido preocuparse más por el agotamiento del agua que por el final de las reservas de petróleo? Al final, ya lo dijo Jameson: podemos aceptar que va a colapsar el planeta, pero no que el capitalismo se puede terminar.

En Comodoro somos todxs petrolerxs, inevitablemente, como dijo Renata Hiller.

Aunque no haya visto un pozo en toda la vida o sufra por ver pasar las ganancias por delante de su casa, cada comodorense asume que sin el petróleo no es nada. Incluso quienes desprecian al petroka que carga cuatro carritos en el súper o el ejecutivo de las compañías que viaja en helicóptero olvidan de dónde sale esa riqueza que se disfruta en otros sitios menos agrestes del planeta.

A los comodorenses les gusta vivir al límite, no pensar que la fiesta de la vida se puede acabar pronto. La clase política acompaña gozosamente con su imprevisión, su incapacidad para planificar a largo plazo, su lógica de circo a veces sin pan.

¿Alguien podría reprochar el estilo de sexo, droga y rock and roll que se disimula tras las fachadas de tantas casas cuando afuera arrecian la explotación, la prostitución, la corrupción?

La ciudad ricotera

Esta es una ciudad ricotera, capaz de repetir mil veces el pogo más grande de la Argentina. Por eso las bandas mueren por venir, desde Ciro Martínez hasta Divididos. Por eso los 113 Vicios llenaron estadios y convirtieron más de una vez a las celebrities en teloneros.

Comodoro desperdició todas las oportunidades históricas que se le presentaron. Es cierto que no lo hizo en soledad. Tuvo la complicidad y la imposición combinadas de las voraces operadoras y los gobiernos nacionales y provinciales.

Ni YPF -salvo en aquella etapa fundacional en la que sus empleados fueron privilegiados frente a los parias del resto del pueblo- ni el resto de las operadoras multinacionales tiraron jamás un centro para una refinería ni para un fondo anticíclico que amortiguara la crisis en tiempos de vacas flacas, ni siquiera para obras que contribuirían indirectamente a mejorar rutas o infraestructuras de servicio.

Debajo de esa orfandad, la cultura de la ciudad florece. Desde Caleta Córdova hasta Rada Tilly -que está fuera del ejido municipal, pero funciona a golpes de billetes comodorenses- crecen bandas, murgas, artistas y activistas que no preguntan dónde queda ninguna dirección de Cultura para empezar a contar su rabia y avanzar con sus proyectos.

La ciudad festiva que a veces estalla

Comodoro es una ciudad festiva. Salimos mucho más a la calle para celebrar que para protestar, aunque las huelgas petroleras de comienzos del siglo XX hicieron temblar al legendario y autoritario Mosconi y las tomas más recientes de Termap y Cerro Dragón dejaron a las petroleras fugazmente en estado de pánico y en paños menores.

Es una ciudad morosamente pacífica, hasta que el cansancio y la furia hacen desatar la molotov del escarmiento.

Consumimos como si el mundo estuviera a punto de desintegrarse. En una sociedad estratificada al palo -quién puede hablar de igualdad en un enclave modelo del capitalismo argentino- cada uno lo hace a su manera.

Los cultores del prejuicio cuestionan el gasto desmedido de los trabajadores y al mismo tiempo que los explotan les reclaman conductas virtuosas que las clases pudientes no cultivan jamás.

Living la vida loca

¿Acaso alguien se imagina una sociedad austera, confesional y mojigata en medio del extractivismo feroz que nos definió desde el primer día? Nada de eso: living la vida loca. Por cuatro días locos que vamos a vivir.

La historia no miente, desde Bagatelle y los tugurios fascinantes de los '60 -que, como decía Antonio Morán, intendente legendario que impulsó la legalidad de la prostitución en pleno boom petrolero- eran un reducto de la cultura a los que llegaban, desde Goyeneche hasta Julio Sosa.

A más de un siglo de la fundación sigue escaseando el agua -en el lejano 1907 buscaban petróleo en una pelea feroz entre privados e YPF; no repitan en las escuelas la versión del agua y la casualidad que difundió Facundo Cabral, ya les dije-el futuro es incierto y pese al inmenso volumen de petróleo extraído nunca nos convertimos en nada parecido a Abu Dabi ni a Qatar, aunque ciertos "jeques" deciden el destino de todos nosotros desde oficinas lejanas.

Comodoro es una ciudad donde muchos vivieron y siguen viviendo "embarrados hasta la pera", como escribió Titín Naves y cantaron miles de comodorenses junto a los 113 Vicios. Esas canciones son la música de fondo de una sociedad que canta con el orgullo del que no pide cartel ni se entrega a nada que no sean sus propios sueños; delirantes o no.

La Torre de Babel

Esta es una ciudad entrañable donde los márgenes son diversos y casi infinitos. En cada calle lateral, en cada cortada o cañadón hay algo que aprender. No somos un "crisol de razas" de mal tufo racista, sino una Torre de Babel en la que los cruces culturales diseñaron una ciudad difícil de comprender, inclasificable, imposible de encajar en una "identidad" simplificadora.

A esta sociedad la hicieron a trancas y barrancas los descendientes de los pueblos originarios -discriminados como en todo el país, pero vivos y enteros con su cultura; al fin y al cabo el 60% de los argentinos tenemos huellas genéticas de ese mundo ancestral-, europeos de casi todas partes, portadores de historias de sufrimiento y persecución, norteños con su cultura irrenunciable, chilenos que huían de Pinochet, habitantes de las grandes ciudades argentinas que escapaban silenciosamente de la dictadura, buscadores de oportunidades de todos los orígenes, desde paraguayos hasta bolivianos y dominicanos. Y la rueda sigue girando; basta darse una vuelta por la terminal de ómnibus.

Todos ellos traían, traíamos, algo en común: la búsqueda de una "Patria" diferente. Probablemente porque la "patria es donde comen mis hijos", como dijo la madre de Serrat.

Muchos venían para "ganar" y luego irse, pero la inmensa mayoría se quedó y gestó generaciones de comodorenses, cada vez más inconformes y más arraigados.

Una contraseña

Se fueron y se siguen yendo muchos también, en busca de éxitos y más horizonte. La lista es casi infinita, pero hay un dato verificable. En Buenos Aires, La Plata o Madrid los que salieron de esta ciudad de la furia no dicen "soy patagónico" ni "soy de Chubut". Afirman "soy de Comodoro" y esa es una contraseña, un guiño al destino.

El Chenque guarda la memoria ancestral de mapuches y tehuelches que estuvieron acá muchos siglos antes que los llamados pioneros, que también llegaron pobres.

Es la ciudad de Asencio Abeijón, David Aracena -el escritor admirado por Cortázar-, Roque González, Diego Zamit, Cristóbal López, Grupo Uno, Carlos Omar, los 113 Vicios con Titín Naves y el Alakrán Márquez; de Cielito Escribano y Cristina Novelli, para remarcar a dos corajudas mujeres políticas en la jungla de políticos varones.

Es el lugar de Liliana Ancalao, Jorge Spíndola, Cuqui Silvera, Mumo Peralta, los hermanos Barrientos, Gabriel Cocha, El Camaruco de María Julia Cereceda y Hugo Balverdi; y las Colectividades Extranjeras, que son cada vez más y traen otros mundos y ya no son del todo extranjeras.

En Comodoro distintas generaciones recuerdan a Luis Mora, el profe de natación, al lustrabotas Narciso, la rubia María -que vendía rifas y de la que un intendente contaba que había sido una bellísima copera nocturna- a Cofre el vendedor del barquito, al Oso Carlos Omar Jr., a Eco Radio y La Ciudad Perdida de Santiago Sánchez.

Mientras escribía este artículo consulté datos con Andrés Cursaro y Horacio Escobar -mis amigos entrañables y dos de los periodistas más brillantes con los que trabajé-. Andrés me pidió que no olvidara a los Márquez: Alakrán, el músico, y Topo, el futbolista, ni a  David Aracena, el escritor más grande de la historia de Comodoro. Horacio me aseguró que el auténtico héroe comodorense tiene que ser alguien curtido por el viento que camina por una calle de tierra. Uno de esos personajes a los que le canta Naves, el gran crooner de la música del sur argentino que si hubiera nacido en Estados Unidos sería leyenda.

El boom petrolero de los '60 perdura como un símbolo de los tiempos en que todo parecía florecer, la noche nunca terminaba y los dólares fluían como si fueran a durar para siempre.

En la memoria colectiva quedan el descarrilamiento del tren en la Playa del 99, el crimen de la familia Rocco en la Cantina Italiana, la banda del chileno Picota y los chicos ladrones, la "rubia del Cementerio" que Eddy Epstein hizo célebre desde Crónica, la presencia de Huracán en tres campeonatos nacionales, la Liga Nacional que ganó Gimnasia y Esgrima y la final sudamericana que casi logró ganar, el derrumbe del Chenque en 1995, el incendio de Casa Tía en 1999.

Es la ciudad de los que lucharon por la universidad pública en plena dictadura, la de las mujeres que enfrentan la violencia de género para torcer una impresionante tradición machista, la de los pobladores que prefieren la solidaridad a la caridad, la de los maestros estigmatizados pero imprescindibles, la de los militantes sociales que mantienen comedores y llegan a donde no aparece casi nunca la clase política.

Es la ciudad de los "Nadie" a los que resulta imprescindible ponerles su rostro.

No hay ciudad ideal

No hay ciudad ideal, y no tiene sentido barrer la historia bajo la alfombra. Ha sido también una ciudad marcada por el autoritarismo y la cultura castrense, en la que todavía después de la recuperación democrática albergó a represores en condiciones privilegiadas y cuyo establishment veía con ojos torcidos a los militantes por los derechos humanos mientras encubría a colaboracionistas civiles de la dictadura.

Es al mismo tiempo la ciudad que tiene a las Malvinas en el corazón, y donde los ex combatientes de a pie -no los jerarcas que mandaron a los colimbas a la muerte para después rendirse como ratas- forman parte ineludible del presente y parte de la noción más pura de soberanía.

Cuando alguien llega en busca de una oportunidad, en Comodoro no se le pregunta por su árbol genealógico ni se privilegia tanto su curriculum o su historia. En una ciudad minera, el vértigo lleva a una sola pregunta clave: ¿qué sabés hacer?, ¿que estás dispuesto a hacer?

El disfrute y la furia

No hay ciudades "modelo" aunque algunas pretendan aparentarlo. Comodoro no pierde tiempo en eso, es el lugar del disfrute y la furia. La construcción moralista de la historia local coloca en el centro al trabajo -que no siempre dignifica-. En realidad, esta no es la ciudad del trabajo, sino de la astucia y de la capacidad para esquivar las trampas de la vida y de la muerte que acecha.

Militantes rabiosos del presente, habitantes de una ciudad ricotera donde el underground, la cultura barrial y la diversidad son inagotables; nuestra verdadera riqueza proviene de ahí.

Esta no es una sociedad donde predominen los misioneros de la palabra sino los cruzados que van armados en busca de Tierra Santa o la parte que le prometieron. Los habitantes del Valle nos consideran curiosamente los "bárbaros", que se formaron en los modos brutales de los pozos petroleros y no saben de "política". Pero cuidado, que los descendientes de los bárbaros golpean la mesa, trepan a las instituciones y no se conforman con lo mismo que sus padres.

Ni los Bulgheroni ni Cristóbal López caminan las mismas calles que nosotros, ni los que llegan a senadores pasan mucho a saludar, ni los gobernadores pasan más tiempo por acá que Soledad o Abel Pintos en la fiesta del Aniversario.

El pueblo -esa palabra maravillosa que se va perdiendo- aguanta los trapos, esté en Restinga Alí, el Abásolo, Laprida, las 1008, el Newbery, el Stella Maris o cualquiera de los Kilómetros (la verdad, valdría la pena nombrar a los 100 barrios comodorenses, porque encierran mundos diferentes y fascinantes en su diversidad).

Las pibas y pibes que voy conociendo cada año en la Universidad pública son irónicos, desconfiados, demandan honestidad brutal -si no tenés soluciones, por lo menos no mientas- y te googlean cada frase que decís.

Ellxs procesan la historia del pueblo y de sus propias familias a su manera, con menos nostalgia que exigencia, y nos están mirando. Desprejuiciados son los que vendrán, dijo Charly. Se preguntan cada día si vale la pena quedarse en Comodoro, y para qué.

Los millenials se preguntan si Comodoro puede ser en un futuro cercano una Silicon Valley de la tecnología de punta y un polo de desarrollo de las energías, o se convertirá en un enclave de pesadilla como las ciudades mineras convertidas en fantasmas como las del norte de Chile o Gales. En Comodoro somos duros, pero también conscientes de que todo proyecto de futuro requiere educación, educación y más educación.

Cansado de las predicciones de astrólogos y políticos, hoy le pregunté a ChatGPT por el futuro de Comodoro y la inteligencia artificial me contestó: "pregúnteme más adelante".